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Cagayán, o la Historia improbable

¡Bienvenidos pasajeros! En esta ocasión seré un poco más breve, pero lo que quiero comentar es una pequeña anécdota de los anales de la Historia que no me ha dejado de dar vueltas en la cabeza.


Tal vez algunos de ustedes no lo sepan, pero Filipinas fue alguna vez colonia española (de hecho, las islas reciben ese nombre en honor del rey Felipe II). Continuando en su afán de encontrar una ruta a la India fuera del control de Portugal, que llevó a la colonización de América, fue que en 1565 se construyó el primer asentamiento en la isla de Cebú, que Magallanes ya había identificado en su circunnavegación y que Ruy López de Villalobos había bautizado e intentado coloniza en 1543. Sin embargo, llegar hasta las islas era difícil, pues implicaba atravesar la Nueva España o descender hasta la Tierra de Fuego, lo que propició que otros poderes tomaran interés por la región.


Entre aquellas potencias estaban China y Japón, quienes ya comerciaban con los nativos desde el siglo XIV, pero en 1580 un corsario llamado Tay Fusa se proclamó señor de Filipinas. Como respuesta, en 1582 una flota de siete navíos dirigidos por Juan Pablo de Carrión se enfrentaron a veinte barcos de Fusa en la isla de Cagayán. Lamentablemente, no sabemos el número total de combatientes, pues ambas flotas formaron alianzas con nativos que no se consideran en las crónicas, pero los datos revelan que los españoles reportaron 60 hombres entre soldados y marineros, mientras que las tropas de Fusa, integradas por Wakos (piratas chinos y coreanos) y Ronins (samuráis convertidos en mercenarios) giraban alrededor de los 1000. La batalla en cuestión de táctica militar no tiene realmente mucho de extraordinario: tras el primer intercambio de artillería (pues los japoneses estaban armados por portugueses) los piratas huyeron (con muchos ahogándose tratando de llegar a tierra) y el combate terminó en la isla de forma cuerpo a cuerpo. Se cree que los españoles perdieron a la mitad de sus hombres, pero aún así los piratas terminaron por huir, en gran medida por mala organización.


La batalla pacificó por un tiempo las Filipinas, aunque la piratería siguió siendo un problema fuerte en especial porque Japón decidió aliarse con Holanda para futuras escaramuzas, pero probó que en cuestión de armamento el equipo europeo era superior al asiático (al menos, claro está, para el tipo de guerra occidental).


¿Por qué decidí contar la historia de una batalla que parece inconsecuente? La respuesta está en el detalle que omití al inicio: de los sesenta hombres de la flota española, solo cinco habían nacido en la península ibérica, y menos de quince eran criollos. El resto, aunque ustedes no lo crean, estaba conformado por indígenas tlaxcaltecas, veteranos de las guerras chichimecas. Eso es para mí lo que hace especial el episodio histórico, pues pone en perspectiva lo curioso que puede resultar ser a veces el pasado.


Imaginen esto: en un lugar perdido, una isla remota a mitad de la nada, un tlaxcalteca armado con un sable toledano cruza acero contra la katana de un samurái mientras balas de arcabuzes europeos (y la ocasional flecha coreana) vuelan alrededor. En las aguas tranquilas que rodean Cagayán, los huesos de españoles, chinos, filipinos, japoneses e indígenas reposan juntos. Esto parece surgido de un delirio producido por las drogas de algún desesperado guionista de Hollywood, pero sucedió en realidad, alguna mañana hace más de 400 años.


Esa es la conclusión de esta historia, que espero sirva especialmente a los jóvenes narradores y eternos soñadores: poco importa lo imposible que parezcan sus ficciones, quizá algo todavía más insólito haya ocurrido en verdad.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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