De fracasos y nuevas oportunidades
- raulgr98
- 31 ene
- 6 Min. de lectura
Wimbledon, 1880
El padre de Percy Greg se encontraba muy enfermo, pero algo le decía al hijo que a él tampoco le quedaba mucho tiempo. No era la perspectiva de la muerte lo que le angustiaba, sino la perspectiva de desaparecer del mundo sin haber logrado nada.
Desde niño, Percy siempre había querido escribir, pero a sus cuarenta y cinco años, aún no había publicado un solo libro. No era por falta de esfuerzo, decenas de ensayos, de historia y política, había presentado a más de un editor, pero la respuesta siempre había sido la misma:
“Lo siento, pero no eres tu padre”.
Ese día, en el lecho de muerte de su padre, una mente creativa frustrada juró escribir algo que el mundo nunca antes hubiera visto, y su mente lo llevó a las estrellas, y a Marte. Trabajo por semanas, dispuesto a crear el primer idioma ficticio con reglas de gramática y lingüística, ignorante que inspiraría todo un fenómeno. Lo que tampoco sabía era que el legado que le esperaba a su “A través del Zodiaco” era el olvido casi total por más de un siglo, salvo por una palabra inventada, que adoptaría más de una lengua en los años por venir: astronauta.
Londres, 1905
—Te dije que sería un fracaso —dijo el editor a un consternado autor.
—No lo entiendo —contestó el ensimismado Edwin Lester Arnold—la gente lee ciencia ficción, les gusta Verne, Wells; Melié lleva a la gente a la luna en el cine…
—Pero lo que tú escribiste no es ciencia ficción, al menos no cómo la gente lo entiende.
Arnold suspiró con fastidio. No comprendía porque nadie parecía entender lo que quería lograr. Sí, el suyo no era el primer libro que viajaba a Marte, pero los anteriores eran demasiado técnicos, y olvidaban la emoción de la aventura en favor de la ciencia. “¿Y si la aventura no es durante el viaje, sino ya en el destino?” recordaba haberse preguntado cuándo había comenzado el proceso de redacción. A la gente le gustaba las historias de soldados perdidos, que encuentran civilizaciones extrañas, pelean con espadas y rescatan princesas, él sólo la había situado en otro planeta.
—Combinar ciencia ficción y fantasía es el futuro, algún día otro encontrará el éxito que me ha sido negado.
Pero pese a la seguridad con la que pronunció las palabras, algo se había quebrado dentro del soñador: nunca más volvería a escribir ficción.
Chicago, 1911
Un fallido empresario, con una esposa y dos hijos que alimentar, entró en una tienda de libros usados. Ya había fracasado como soldado, como vaquero, como obrero, como minero y como ferrocarrilero; ahora solo era un apuntador en el negocio de su hermano. Pagaba poco, pero al menos había descubierto que las palabras llegaban a él con facilidad.
Historias no le faltaban, llevaba años trabajando en la de un hombre perdido en la selva, criado por gorilas; pero sabía que necesitaba algo más extravagante si quería conseguir un espacio en las revistas pulp que tanto se leían. Por eso había entrado a esa tienda, en busca de inspiración.
Lo que se encontró fue con un un tomo rojo, que no parecía tan viejo, pero que había sido tan ignorado que, en el rincón oscuro donde lo tenían, estaba perdiendo la batalla con el moho “Las vacaciones del teniente Gullivar Jones” se llamaba.
No tenía dinero extra para comprarlo, pero sabía que nadie se lo llevaría, así que durante una semana, se ocultó en una esquina de la librería por dos horas cada día, hasta que lo terminó. La novela tenía elementos ridículos, pensaba, “¿quién viaja a Marte en alfombra mágica?”, pero ahí había potencial: el soldado norteamericano que viaja a otro planeta, pelea con monstruos y se enamora de una princesa. Ahí estaba todo lo que necesitaba.
Por meses, Edgar Rice Burroughs trabajó en su manuscrito, pensando en cómo podía mejorar al buen Gullivar, un pobre desdichado que salía de los problemas casi por pura suerte, y al final no conseguía el amor que necesitaba. No, su héroe sería un modelo de masculinidad: valiente, noble, misterioso, decidido; y si el libro que lo había inspirado se acercaba demasiado a la fantasía, él retomaría un poco más la ciencia ficción: “si la gravedad y la presión son distintas en Marte”, se preguntó un día “¿qué no acaso mi John Carter podría tener poderes?”
Nueva York, 1933
Alex Raymond, joven artista del sindicato King Features siempre se había considerado un dibujante, no un escritor; por eso cuando su editor lo llamó para informarle que había sido seleccionado para proponer un nuevo proyecto, su primera reacción fue la confusión, pues él daba color a las historias de los demás, nunca había creado una. Sin embargo, el día de la reunión, llegó con una inspiración, que creía que era la respuesta.
—Quiero adaptar a Burroughs.
— ¡Es usted tonto! La idea es competir con Buck Rogers, fui muy claro cuando lo cité. Dígame ¿qué tiene que ver Tarzán con las aventuras espaciales?
—No Tarzán, “Una princesa de Marte”. El espacio vende, la fantasía también ¿y si las mezclamos?
Un mes después, en la misma sala de juntas, el editor estaba furioso.
—Burroughs es un viejo necio. No cedió los derechos, no importa cuánto ofrecimos. Lo siento hijo, tu idea era buena, pero ahora tendrás que hacer una historia original.
Raymond estaba desesperado, pero bien dicen que ante la adversidad es donde surge la brillantez. Si su objetivo era que más jóvenes leyeran tiras cómicas, un soldado confederado no era el mejor protagonista. ¿Y si era un jugador de Rugby? Ese fue el detonante, y aunque comservó las travesías a planetas exóticos, las espadas y las princesas, pero agregó un científico loco, un imperio malvado, y naves que viajaban a la velocidad de la luz.
Alex Raymond, quien nunca pensó que podía ser escritor, vivió para ver a su Flash Gordon convertirse en el héroe de cómic más popular de dos décadas.
California, 1971
George siempre había sido extraño, incluso en la escuela de cine. Sacaba buenas notas, y amigos no le faltaban, pero eran muy pocos los que entendían su visión. Su primer largometraje, una distopía de ciencia ficción, que reflejaba sus preocupaciones políticas, se acababa de estrenar y perfilaba para ser un fracaso.
Frustrado, George condujo hasta su hogar de la infancia, pensando en los amigos que había hecho en la pantalla grande. Aunque ahora dedicaba sus días a Sergio Leone y Akira Kurosawa, volver a su hogar familiar le recordó a su primera inspiración, cuando era un niño solitario: una emocionante tira cómica llamada Flash Gordon. George aún amaba la fantasía espacial, pero temía que el mundo no aceptara una idea original, y que mejor solución que honrar a su propia memoria.
Pero como muchos otros antes que él, sus sueños de adaptación se vieron frustrados con una sola llamada telefónica, de su agente.
—Dino De Laurentiis se te adelantó. Ya compró los derechos, y no, no le interesas como director. Lo intenté, pero es momento de que te concentres en otros proyectos.
Y así lo hizo, pero mientras planeaba su segunda película, leía todo lo que podía de Flash Gordon, de su creador, y su inspiración. Así descubrió una larga cadena de fracasos y rechazos, muchos acabados en desilusión, pero que siempre habían resultado no en un robo, sino en la creación de nuevo arte. Y mientras dirigía su oda a los autos y el rock n’ roll, soñaba con su ópera de ciencia ficción, y cuando la escribió, pensó en todos los que le precedieron, y sintió la responsabilidad de concretar su legado, más cercano a los Grimm que a 2001, y al que ahora llamaba fantasía espacial.
Dos años después de haber fracasado en su intento de adaptar Flash Gordon, en el estreno de American Grafitti, George Lucas repartía entre productores el borrador de una historia, cuyo título eran sólo dos palabras:
“Star Wars”
Hawaii, 1977
Dos soñadores, amigos desde la universidad, se escondían en un hotel: George, que lo había arriesgado todo para hacer su película, se ocultaba del mundo para no leer la reacción de la prensa hacia el estreno. Steven rumiaba en silencio sus rencores, pues aún después de dos grandes éxitos, le habían negado un sueño de la infancia.
— ¿Por qué tan enojado? —le preguntó su amigo.
—A veces parece que nunca seré suficiente, no importa cuánto trabaje. Pensé que ya estaba consolidado, pero me rechazaron de nuevo. Nunca lograré hacer una película de James Bond.
Y entonces Lucas sacó un manuscrito que siempre cargaba de su maletín, incluso al mar.
—Esto también tiene un héroe de acción, que evade trampas, golpea villanos, conquista mujeres y viaja por el mundo. Me temo que no es un espía, pero tal vez se parezca a lo que estás buscando.
Y ese día frente al mar, fue cuando un intrigado Steven Spielberg conoció al profesor Indiana Jones.
¡Bienvenidos pasajeros! Esta historia comenzó únicamente como una narración de la concepción de la franquicia fílmica más influyente de todos los tiempos, pero pronto evolucionó a una lección importante para todos los que tienen vocación artística: no hay que tener miedo a crear, ni clavarnos en los sueños que no se consiguen, pues cada vez que una puerta se cierra, una ventana se abre y no hay manera de saber cuál de nuestras ideas tiene el potencial de perdurar.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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