Ichthus
- raulgr98
- 18 abr
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Roma, año 50
La ciudad que le había dado todo, tan sólo para arrebatárselo después, parecía pintada de rojo bajo la opaca luz del ocaso. Caminando sin rumbo por calles y foros, el anciano ecuestre carecía de futuro, incluso de presente; y pasaba las horas rememorando el pasado, esperando morir.
Bajando la mirada, se percató que sus arrugadas manos también parecían rojizas, pero no era por el atardecer. Ese color lo había seguido por diecisiete años, en la noche y el día, el sueño y la vigilia. Si una pasión le quedaba al viejo, para el que los alimentos carecían de sabor y las mujeres de calor, era el de, por un instante antes de descender al inframundo, desprenderse de ese maldito color. Tan rápido como sus gastadas piernas se lo permitieron, caminó hasta la pileta más cercana y sumergió los nudos y callos de sus palmas y sus dedos en el agua, restregándolas una contra la otra más allá incluso del inicio del dolor. Frotando la piel hasta que se desprendió, el agua pronto se tiñó de la sangre del anciano, pero para este era ya indistinguible su propia sangre, real, con la imaginada, la del rostro que lo atormentaba. No esperaba absolución alguna, al menos no de forma consciente, pero seguía lavándose las manos, y mientras se arrancaba las costras y se acostumbraba al ardor, repetía incesante una sola frase:
—No fui responsable por la sangre de ese hombre.
Un ruido a su espalda lo sacó de su delirio, pues el instinto de supervivencia era grande en el ecuestre, incluso en ese momento, y mucho tiempo se había visto obligado a mirar por encima del hombro. Era tan solo una niña, que jugaba con unos guijarros ante la atenta mirada de un esclavo. La visión le ayudó a volver a ganar concentración, y alejar sus manos del agua; no tanto porque le recordara a alguien, pues nunca había tenido hijos, sino por que lo hizo consciente de dónde estaba:
—Estoy de regreso en Roma. Aquí las miradas acusadoras no pueden alcanzarme —se dijo.
¿Cómo se atrevían a juzgarlo los seguidores del “maestro” si había sido su propio pueblo el que había clamado por la ejecución. Sabía cómo lo llamaban, dentro y fuera de Judea, un cobarde, un débil que había cedido ante la furia de un sumo sacerdote que él mismo había nombrado pero ¿acaso organizaron un plan para sacarlo de prisión? ¿alguien había intentado interrumpir el largo camino al Gólgota? ¿Un hombre siquiera hizo el esfuerzo por bajarlo de la cruz? ¿Por qué debía él cargar con la culpa y las acusaciones, si tan sólo se había limitado a verlo morir, como todos los demás?
Esos malditos judíos, lo tenían como un títere de Roma, uno más de los gobernadores fríos e insensibles que encontraban placer en explotarlos, pero no tenían idea alguna de lo mucho que le había costado ganar su posición. Los ignorantes lo confundían con uno de aquellos patricios gordos del senado, consumidos por sus propios deseos, pero el ecuestre pertenecía a una clase inferior a ellos, que jamás podría aspirar a las grandes mansiones, que con aquella prefectura en Oriente, subordinada a un gobernador, había alcanzado el punto culminante de su carrera. No, él también había conocido el hambre, pues era nieto de un plebeyo, que había tenido la mala fortuna de clavar una daga en el tirano Julio César, y con eso su familia había perdido lo poco que poseía, obligada a mendigar e incluso robar. Si el ecuestre había logrado recuperar aquel título, y llegar a donde había llegado, era por años de desgaste en la frontera del Danubio, como un legionario más sin nombre, subiendo de rango con el sudor de su frente.
Y aún así, su trabajo de nada hubiera servido de no ser por el contacto con otro ecuestre, cuya familia se las había arreglado para matrimoniar con familias ilustres. Había sido Sejano quien lo había sacado de las legiones, y le había dado un lugar como centurión en la guardia pretoriana. El ecuestre nunca entendió del todo como se las ingenió el prefecto Sejano para quebrar la voluntad del emperador Tiberio, pero de repente éste se había retirado a la isla de Capri, y era el pretoriano quien de verdad gobernaba el imperio. Fue entonces cuando tuvo su gran oportunidad, pues poco después del retiro del emperador llegaron noticias de quejas contra Valerio Grato, que iba por su quinto sumo sacerdote y había probado su incompetencia para combatir a los ladrones y zelotes. Un único consejo le había dado Sejano antes de enviarlo a Judea:
—Los judíos son de ritos peculiares, pero inofensivos. Tu responsabilidad son los impuestos, no la guerra. Sólo crucifica si es absolutamente necesario.
Y así se había comportado el recién nombrado prefecto, por cinco años. Herodes era un ser repulsivo y grotesco, pero Caifás, el sumo sacerdote, era mucho más astuto, y con él logró mantener un tenso equilibrio, pese a los ocasionales disturbios. Incluso cuando una turba rodeó su casa en Cesarea, ofendidos por un asunto con unos escudos dorados, mostró prudencia. Las pocas veces que ejecutó a alguien, eran probados insurrectos, en favor de los cuales nada se podía hacer.
Esos fueron los buenos años, hasta que llegó aquella maldita carta de su hermano en Roma: Sejano había abusado demasiado de su suerte, y Tiberio había regresado de Capri. El otrora todopoderoso jefe del pretorio yacía ejecutado y defenestrado, y todos aquellos que le debían un cargo o un favor estaban bajo vigilancia. Si Sejano había sido tolerante con los judíos, Tiberio los odiaba con pasión, y una recaudación exitosa no sería suficiente para salvar su cabeza si a oídos del emperador llegaban rumores de inestabilidad.
El sol ya se había puesto, y los esclavos aún no llegaban a encender las antorchas en las calles, pero el anciano ecuestre, antaño procurador de Judea, sabía que sus manos seguían rojas.
— ¿Qué esperabas que hiciera? —gritó al cielo— Si menos de dos años después del fin de la tolerancia de la que tanto se beneficiaron, decidiste comenzar tu ministerio. Intenté perdonarte aquella Pascua, pero no puedes entender las presiones a las que estaba sometido.
Deberían entender. Si había otro rostro frecuente en sus pesadillas, aparte de la del condenado, era el de Caifás, con su sonrisa retorcida y su amenaza velada:
“Sé que tú y el emperador no son los más cercanos, pero tú y yo hemos aprendido a colaborar. Lamentaría mucho que a sus oídos llegaran rumores de que alguien se hace llamar rey de los judíos. Aunque claro, Tiberio debe ser más piadoso de lo que yo creo, porque si el prefecto de Judea tolera la sedición, es porque sabe que su puesto no peligra, menos aún su vida.”
—Lo confieso, maldita sea. Yo firmé esa orden, pero fue por presiones del Sanedrín, por temor a Roma. Si un delito cometí, fue por cobardía, no por maldad o miedo— pero como única respuesta, tres susurros le trajo el viento.
“Legionarios romanos realizaron el arresto”, dijo el primero.
“Todos saben que la cruz es un castigo romano”, murmuró el segundo.
“Cómplice”, se limitó a acusar el tercero.
— ¿No he sido ya castigado la suficiente? —preguntó al anciano. Pues si con la ejecución había comprado más tiempo en el cargo, no había sido mucho. Las revueltas aumentaron, y poco más de tres años después de la crucifixión, había acontecido aquel terrible asunto en Tiratana, cerca de la tumba de Moisés. Los samaritanos muertos eran dirigidos por un famoso bandolero, pero cuando sus madres e hijas fueron a llorar frente al gobernador de Siria, lo único que dijeron era que el prefecto de Judea había mandado asesinar peregrinos desarmados, Fue entonces, a diez años de haber sido nombrado, que un mensajero llegó a Cesarea con una orden firmada por Tiberio en persona: debía ir de inmediato a Roma, para someterse a a una audiencia judicial.
En el largo camino desde Roma, el prefecto vio por primera vez sus manos teñidas de rojo, pero en aquel entonces pensó que era tan solo un augurio de su segura ejecución, no la maldición de los seguidores de un judío crucificado. En ese entonces, el que fuera procurador de Judea no quería morir, así que cuando, cerca de las puertas de Roma, llegó a él la noticia que el emperador había muerto, se dijo a sí mismo que tal fortuna era prueba que sobre él no pesaba culpa alguna.
Sí, había escapado de la muerte, pero su vida aún así había terminado. Calígula no tenía la paciencia para procesos judiciales, pero sí encontraba placer en repartir castigos. Temeroso de su ira, tuvo que vender lo que poseía para desaparecer, y para cuando llegó el día en que el nuevo emperador fue asesinado, y pudo salir sin temor de su humilde villa, no quedaba nadie que recordara a un humilde prefecto, por más que hubiera gobernado por una década entera. Y desde el amanecer hasta el ocaso, desde el día en que regresó a Roma, lavaba sus manos cada pocas horas, pero el color rojo se negaba a desaparecer.
La luz de las antorchas iluminó entonces las calles de Roma y el anciano comprobó con horror que sí, sus manos no sólo eran rojas, sino que goteaban sangre espesa. Presa del pánico, corrió sin rumbo hasta que ya no pudo respirar, y mientras recuperaba el aliento, se aferró a la única esperanza que le quedaba:
—Estoy en Roma, y aquí ningún judío, ni de la vieja fe ni de la nueva, puede alcanzarme.
Más entonces su vista se posó en un garabato, pintado con tiza en la pared del callejón donde se había detenido. El trazo era muy sencillo, dos arcos que se intersectaban en un extremo, con una forma que era muy fácil de reconocer: un pescado. Intrigado, el viejo ecuestre se preguntó el significado de aquel dibujo, pues estaba seguro de haberlo visto antes. ¿Un pez? ¿Qué podía significar un pez? Si algo le había logrado aportar su familia, incluso en los momentos de mayor pobreza, era una buena educación, y viajó con su memoria a las lecciones de griego de su juventud, buscando la sabiduría de los antiguos. Al pez en griego se le llamaba Ichthus.
Entonces el anciano gritó y desesperó, pues recordó donde había visto antes aquel peculiar símbolo: pintado en una casa de Jesuralén, donde se decía que los seguidores del nazareno se reunían. Y junto al grabado estaba escrita aquella palabra en griego, Ichthus. ¿Por qué un pescado? Era sólo por lo que se decía, que los había multiplicado en más de una ocasión, o había algo más profundo detrás, un secreto ¿por qué lo habían escrito en griego, y no en una de sus lenguas? Viendo el grabado, el anciano repitió la palabra una y otra vez, hasta que cobró significado: era un acrónimo.
—Iesous CHristos Theou HUios Soter (Jesús Cristo, hijo de Dios, Salvador).
Entonces Poncio Pilatos se dejó caer en el piso y lloró, pues si el pescado había sido dibujado en Roma, significaba que aquella nueva fe había llegado a la ciudad, y pronto cubriría todo el mundo. Significaba que para él no habría escape, ni lavatorio de manos que alcanzara, pues el recordatorio de lo que hizo lo perseguiría a dónde fuera. Intentó sacar la daga del cinto, para escapar ya del mundo, pero sabía que así como había sido demasiado cobarde para oponerse a Caifás, no tendría el valor ahora para atentar contra su vida. Encontrando una nueva pileta, Pilatos comenzó de nuevo a lavarse las manos, aunque sabía que había dado inicio la era de un nuevo Dios, y mientras hubiera quien creyera en Él, sus manos permanecerían rojas por toda la eternidad.
¡Bienvenidos pasajeros! Poncio Pilatos es de los pocos personajes bíblicos cuya existencia está respaldada por la arqueología, pero su destino después de su destitución como procurador es un gran misterio. ¿Qué pudo haber pasado con esta fascinante figura del Evangelio? Cerramos el especial de Semana Santa con mi propia conjetura, con la que además comparto el origen del primer símbolo cristiano, pues la cruz no se aceptó hasta mucho después.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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