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La semilla de maíz

Sé que has venido a burlarte de mí, como todos lo hacen al ver mi vergüenza. No negaré que merezco la humillación, pero los años me han traído sabiduría, pues cuando veo mi reflejo en el agua, veo la indeleble marca que ésta historia dejó en mi cuerpo ya no como un castigo, sino como un recordatorio de la valentía que atestigüé aquel día. Yo, el pájaro Toh, soy un personaje en esta historia, pero no me incluyo con ansias de gloria, sino para dar fe de que cada palabra es cierta, y lo que canto hoy es una alabanza a Dziú, quien salvó a todos los de tu especie.


Tú, como es natural dada la juventud, crees que el mundo llega a su fin al primer revés de tu fortuna, pero yo recuerdo una época, antes de que tú nacieras, cuando la calamidad en verdad parecía inevitable. El calor insoportable, la tierra seca y árida, las pocas plantas que brotaban lo hacían marrones y resquebrajadas. Ni un solo cultivo había ahí que pudiera alimentar a una criatura, menos a un reino entero, y con la temporada de siembra a punto de acabar, los tuyos pasarían hambre por todo un año. Todas las criaturas del mayab lo vimos, y aunque no nos atrevíamos a decirlo entre nosotros, pues una maldición pesa sobre el que goza del sufrimiento ajeno, el mismo pensamiento circulaba por las mentes de todos:


“Ha llegado el fin del hombre”.


Y el gran Chaac, señor de la lluvia, debió haber pensado lo mismo, pues dos noches antes de que se sembraran las últimas semillas, nos convocó a todas las aves. Prometí que no usaría esta historia para recordar mi vanidad perdida pero ¡oh, si me hubieras visto en aquel entonces! No sólo poseía ya mis bellos colores, sino que podía presumir la más bella de las colas emplumadas, tan larga como la del quetzal, pero con un diseño aún más hermoso. Nunca he sido mucho de trabajar, pero cuando me convocaron, la intuición me susurró que debía causar una buena impresión, así que aproveché mi velocidad para llegar temprano y ponerme al frente del grupo, para que ninguna otra ave me hiciera sombra y sobre mí se posaran primero los ojos del dios.


Pero quiso el destino que fuera solo el segundo, pues un pajarito insignificante se me había adelantado. No era la primera vez que lo veía, pero debo confesarm si fue la primera que le dediqué más de un instante de mi atención. Su plumaje era colorido, bonito incluso, pero incomparable con el mío, pero se posaba tímido y encorvado, sin proyectar ambición u orgullo alguno. Esa mañana llegué a creer que si había sido el primero en llegar, era porque no tenía amigos, sueños o seguidores que lo distrajeran de la rutina.


Una vez reunidos, Chaac, el todopoderoso, anunció:


“Si no hacemos algo, el hombre perecerá, y aunque sus fallas son evidentes, los dioses han decretado que ellos sean los guardianes de la vida misma, que desaparecerá sin su trabajo. La sequía ha dejado estériles los campos, y pronto llegarán el hambre y la muerte. Largo he pensado sobre la solución, y sólo nos queda una opción: cuando salga el sol, prenderé fuego a la tierra, para que la ceniza regrese la fertilidad a este lado del mundo. Cuando las llamas se apaguen, en el último día de la temporada, los hombres podrán sembrar de nuevo, y persistirán al momento de la cosecha. Pero eso solo será posible con su servicio, pues los hombres habrán de necesitar semillas de vida, y han agotado las suyas en estos días de desesperanza. Pero incluso esta tierra yerma ha dado lo suficiente para que una planta de cada especie sobreviva, y ellas contienen las últimas semillas. Su destino es arder con el amanecer, pues solo así existirá un mañana, y por eso deben volar esta noche, hay una para cada uno de ustedes: arranquen una semilla, la que deseen, y tráiganmela cuando el fuego se apague. Este será nuestro último regalo a la humanidad.”


Escuché como detrás de mí como las aves comenzaban a murmurar, escogiendo sus objetivos, y yo pensé en la planta del maíz, aquella que tu pueblo tanto ama. Era la más importante de las plantas, aunque el tallo superviviente crecía en el extremo más apartado del mayab, y proclamé en mi interior que aquella, la más importante de las plantas, debía ser salvada por la más importante de las aves, así no habría criatura en la creación que no me envidiaría.


El pajarito insignificante debió haber pensado lo mismo, pues cuando el cortejo de Chaac tomó vuelo, aquel advenedizo siguió mi misma dirección. Siempre he sido más veloz, podría haberlo dejado atrás con facilidad, pero confieso que el mero hecho que se atreviera a competir por mi premio llenó mi corazón de rencor. En el más grande delito que cometí en mi vida pasada, no sólo me le crucé, sino que lo empujé contra un tronco para ganar más distancia.


¿Recuerdas que mencioné que el trabajo nunca ha sido mi fuerte? Pues cuando vislumbré lo que quedaba que los campos, tras el frenesí del vuelo, sentí un cansancio inmenso por el esfuerzo. Volviendo la vista atrás, comprobé que no había nadie cerca de llegar, y decidí que me podía permitir cerrar los ojos un rato, pues seguro faltaban horas para que otras aves llegaran.


Lo que me despertó fue el calor de las llamas, pues había dormido de más y Chaac ya había hecho descender el fuego de su reino celestial. Alzándome de la vereda donde había descansado, me posé en una rama seca y, aunque sabía que debía continuar la misión, no pude evitar perder un segundo en ver mi reflejo en un estanque que comenzaba a hervir. Iluminado por el fuego, me ví a mí mismo y grande fue mi error, pues en mi sueño criaturas despavoridas debieron haber corrido sobre mí cuando comenzaron a oler el humo. En la oscuridad, un milagro había salvado casi todo mi cuerpo, pero mi majestuosa cola se había perdido, salvo una pluma en su extremo, y así es como quedé condenado a la forma ridícula que hoy tengo: como si fuera el péndulo de un reloj.


La semilla de maíz, esa era mi última esperanza. Si lograba salvar la planta sagrada para la humanidad, nadie se atrevería a burlarse de mí. Encontré la mazorca solitaria, rodeada ya de las llamas, pero aún aferrándose a la vida, pero también percibí un aleteo a mi lado. Era ese condenado pájaro, el Dziú, volando con dificultad tras la agresión que había cometido en su contra, pero de alguna manera, en su constancia, me había alcanzado y yo no podía sino admirarlo tanto como lo odiaba, pues sólo él se había atrevido a volar tan lejos. Aleteando sobre el incendio, mirando con desconfianza el infierno, le grité:


“¿Por qué has escogido el maíz? ¿Acaso buscar ganar así la gloria que por tu aspecto te ha sido negada?”


“Nada quiero para mí. Si deseas salvar tú esta semilla, me apartaré del camino, pero era la más lejana, sabía que pocos se atreverían y no hubiera podido vivir sabiendo que el hombre había perdido su mejor sustento”.


Desconcertado por su respuesta, en ese momento lo único que escuché es que me dejaba la vía libre para ser el héroe de la creación, y por última vez sentí en mí la vanidad de la que tanto me había prevalido. Pero entonces, cuando estaba a punto de descender en picada, vi el rojo del fuego, sentí el calor de las llamas pese a estar a una distancia segura, y tuve miedo. Quizá no era tan bello como fui, pero al menos seguía con vida ¿por qué debía sacrificarla por el hombre? ¿Qué le debía yo a la humanidad?


Maldíceme, escúpeme, llámame cobarde, merezco eso y más pues en el momento definitivo, cerré mis ojos empapados con lágrimas y di marcha atrás. En el camino encontré un brote de tomate verde, y fue esa la semilla que tomé, para que mi fracaso no fuera total. Y lo último que vi antes de salir despavorido, es al insignificante Dziú lanzándose desesperado sobre lo que quedaba del último maizal.


Durante todo el día, pensé que el pajarito había muerto, y regresé doliente ante Chaac, dispuesto a afrontar la justicia, pues había sacrificado no sólo a un ser más valiente que yo, sino a la sagrada semilla de maíz. Cuando estaba a punto de confesar, fue cuando escuché un aleteo pausado que creí que me perseguía el resto de mis días, más no fue una aparición lo que surgió desde el horizonte, sino una criatura cansada, pero viva.


No la reconocí al inicio, pues en nada salvo el tamaño se parecía a la criatura que había abandonado. La ceniza y el humo habían quedado para siempre impregnadas en sus plumas, que habían perdido todo colorido en favor del negro y el gris, pero lo que más me llamó la atención eran sus ojos penetrantes, que se habían transformado del simple marrón al vivo rojo de la sangre, el precio que pagó por ser la criatura que más se acercó al fuego sin perecer. No fue hasta que vi la endurecida pero aún fértil semilla de maíz en su pico que pude pronunciar su nombre con alegría, pues mi cobardía no había traído la calamidad.


“Dziú, lo lograste. Permíteme ser el primero en felicitarte, pues he encontrado el error en mis creencias. Eres tú, no yo, la más grande de las aves”.


Y al resto del cortejo le dije lo siguiente:


“Todos trajimos de regreso una semilla, pero hay que reconocer, mucho se habría perdido si el maíz hubiera perecido. Al poner en juego su vida, Dziú ha honrado a todos nosotros. Por eso propongo que sea recompensando, y que al haber sido tan grande su esfuerzo, no se le vuelva a exigir la carga del trabajo. Amigo mío, te ofrezco mis nidos, y espero que el resto de las aves se sume a su propuesta: no te desgastes en construir tú uno nunca más, escoge el que más te guste, y será un honor para cualquiera de nosotros recibir tus huevos, criaremos a los tuyos como si fueran nuestros”.


Así fue como redimí mi culpa, aunque cargo para siempre con la marca, pues el cortejo de las aves aceptó mi propuesta, y desde ese día, cada uno de nosotros ha recibido en su nido al menos una vez a los hijos de Dziú, el salvador de la semilla de maíz.

¡Bienvenidos pasajeros! Para muchas culturas las aves son uno de los inmediatos referentes simbólicos en el arte y la religión, pues tendemos a envidiar la libertad que representan. Los mayas no son la excepción, pero considero un poco trágico que la majestuosidad del quetzal haya opacado en el imaginario a todas las otras criaturas emplumadas. Hoy quiero ayudar a resarcir ese error con un pequeño relato sobre otras dos aves peculiares, pero ignoradas de la región.



Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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