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El bautizo

Ciudad de México, enero de 1611


Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanintzin, cronista nahua, fue despertado por los hombres del virrey y el real oídor. Con gran urgencia le notificaban que había sido comisionado para dejar por escrito registro de un bautizo al que los más ilustres del clero y la nobleza novohispana asistirían.


—Son conversos, igual que tú —le informaron ante su atónita mirada por tan peculiar petición.


“¿Conversos?”, pensó anonadado, pues creía que a casi un siglo de la conquista, toda la antigua nobleza indígena había ya fallecido, convertido o nacido cristiana; pero no quería tentar la paciencia de los soldados, por lo que, mientras se vestía con premura, preguntó dónde se realizaría la ceremonia.


—En el convento de conventos, ¿dónde más podría ser? Los nuevos cristianos son los tripulantes del San Buena Ventura.


Chimalpahin en definitiva había quedado intrigado, esos extraños habían entrado en la ciudad el día dieciséis del mes pasado, pero no de Veracruz, sino de Acapulco. El mar que los trajo a estas tierras era el del oeste, cuyas aguas conducían a Filipinas, a la China y a las Indias de más allá. Más de una vez se había cruzado con ellos en la calle: eran veintidós, que habían venido a hacer la paz entre España y su imperio lejano del Japón, para que los habitantes de uno pudieran entrar a las tierras del otro sin obstáculo alguno, en busca de fortuna, dejando atrás el triste recuerdo de los mártires de antaño.


Rostros de niño o mujer poseían, pues se ataban el cabello largo con un nudo, peinado de tal forma que parecía una corona, y su faz carecía de barba, aún más lampiña que la de los indios mexicanos. Y aunque sus rasgados parecían entrecerrados, como si a punto de sonreír estuvieran, el carácter no era tímido o gentil, sino temerario, obsevando como águilas los palacios de la ciudad, y a las personas que en ella moraban. Decían que eran comerciantes, pero de sus cinturas colgaba siempre una extraña espada, derecho que jamás se le había concedido en Nueva España a indio o castellano. Paseaban por los mercados todos los días, y mostraban interés especial por las maderas silvestres y la plata. Decían los rumores que dentro de un par de meses regresarían a su propio reino, pero primero se detendrían en Guadalajara y las minas cercanas, para volver con el conocimiento para extraer la riqueza de su suelo.


Mientras caminaba escoltado hacia el convento, recopiló en su memoria todo lo que alguna vez había escuchado de aquellos extraños: que Portugal había llevado el cristianismo a sus fronteras, pero quienes ahora gobernaban deseaban ser amigos de otras naciones. Que aunque tenían emperador, era otro, a quien llamaban shōgun, quien tomaba las decisiones. Que él, antaño un gran general, había rescatado al gobernador de Filipinas, Don Rodrigo de Vivero, de un naufragio, y así había descubierto la gloria del imperio español. Que por nueve meses el anjin, un piloto inglés convertido en guerrero samurai había construido el San Buena Ventura, para regresar a Vivero a México, junto con un fraile y veintidós japoneses, para firmar un acuerdo de amistad.


Cuando llegó a la inmensidad del Convento de San Francisco, el más grande que el Nuevo Mundo jamás vería, los cánticos en latín le indicaron que la misa ya había dado inicio, pero con suerte lograría presenciar la ceremonia completa. Abriéndose camino entre la multitud, comprobó que era verdad que todos se encontraban ahí: el mismo arzobispo oficiaba la misa, y entre los que se identificaban como padrinos se encontraban don Hernando, capitán de la guardia, el ilustrísimo conde y el marqués de Salinas en persona, Don Diego de Velasco, virrey de la Nueva España.


De entre aquellos que estaban por convertirse a la fe cristiana, sólo uno vestía como europeo, el resto había asistido con el pelo aún amarrado, y sus mismas extrañas y ornamentadas ropas: los chalecos largos de fina seda, atadas alrededor de la cintura con un cinto, enseñando un poco el pecho, sin más calzado que unas duras sandalias que más parecían guantes. Uno de ellos, el líder de la comitiva, incluso había entrado con una espada a la casa de Dios. Pero todos sin excepción, prestaban atención a las palabras del arzobispo, que un fraile se esforzaba en traducirles al oído.


No era el primer bautismo al que Chimalpahin asistía, pero sí era el más esplendoroso, pues ni antes ni después tantos ilustres se reunirían para ver a extranjeros renacer como hijos de Dios. El primero fue el que vestía ya como humilde criollo, de quien había escuchado que era un noble señor en su propia tierra, pero cuando agachó la cabeza ante la pila, y el arzobispo roció su reluciente y rasurada frente con agua bendita, el nombre con el que lo llamó mientras lo ungía con incienso y aceito, fue el de Alonso.


Así pasaron uno por uno, renunciando a sus antiguos nombres para recibir uno castellano, como él mismo había hecho muchos años atrás, en una ceremonia parecida, si bien menos suntuosa. El último en pasar fue el noble embajador, el que aún portaba la espada, y el único del que conocía su nombre. Aunque jamás podría pronunciarlo, lo había visto escrito en la bitácora del navío que lo había traído. Y según entendía del rito que veía ante sus ojos, por la alcurnia de su posición, lo dejarían escoger su nuevo nombre.


Tanaka Shōsuke, poderoso mercader y enviado del emperador, asintió y con seriedad se dirigió con el monje que servía de traductor, quien proclamó ante los reunidos:


—Nuestro amigo del Japón desea recibir el bautizo honrando a esta construcción, cuyo tamaño lo ha impresionado, y al ilustrísimo virrey que ha accedido a apadrinarlo.


Y así fue como el que años después se presentaría ante el rey Felipe nombrado embajador oficial del Japón ese día de invierno, a finales de 1610, se convirtió en católico, y desde el momento en que su cabeza fue bañada en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, hasta el fin de sus días, al lado de una india tapatía con la que se desposó, fue conocido en la Nueva España como Don Francisco de Velasco Josuke, primero entre los japoneses católicos de México.

¡Bienvenidos pasajeros! Investigando para una novela, leí crónicas del convento de San Francisco, y encontré tantas que incluirlas en el libro sería una tarea imposible, pero no quería dejar pasar la oportunidad de escribir sobre este fascinante ejemplo de intercambios culturales, y una historia muy poco explorada, pues es fácil ignorar que la población japonesa en México viene desde los días de la Colonia, y que la larga mano de la evangelización española no se quedó en nuestras fronteras, sino que cruzó también el Pacífico.



Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío



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