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El hijo del alfarero

Londres, 22 de julio de 1833


Tres objetos llevó consigo el hijo del alfarero a la sesión de la cámara de los comunes: una carta, un libro y un medallón. “Hijo del alfarero”, le seguían diciendo con desprecio, pues no importaba cuánta influencia ganara, cuán fino vistiera, siempre habría quienes lo vieran como un advenedizo, aunque el “alfarero” había sido en realidad el fundador de una de las compañías más lucrativas de Inglaterra, que había traído la industria y la modernidad al arte de la arcilla europea, hacía casi setenta y cinco años, pues para los ignorantes el trabajo manual siempre es digno de desprecio, sin importar la buena fortuna que traiga.


El hijo había logrado menos que el padre: era un buen administrador, pero todos sus negocios eran heredados, era mejor aún vecino, pero pocos recordaban servicio tan humilde. Quizá ese don de gente le había valido el asiento en el congreso, pero llevaba menos de un año en el cargo y nadie se dejaría influenciar por un viejo de sesenta y cuatro años, que se habia tropezado con su primer cargo público hasta la vejez. No, no habría grandes discursos del hijo del alfarero, ni máximas que harán eco en la Historia. Sólo tenía un voto, hasta ahí llegaba su poder.


Pero el anciano no desesperaba, porque recordaba las últimas palabras de su padre, perdido hacía ya tantas décadas: “el guijarro más pequeño puede cambiar el curso del río”. Ante la realidad que nunca sería recordado como un gran líder, Josiah encontraba paz en sus tres tesoros: el pasado, el presente y el futuro, un recordatorio de las pocas vidas que había tocado.


Mientras en la tribuna se discutían los mismos argumentos de una lucha antigua, el hijo del alfarero acarició el primero de los tres recuerdos, el que simbolizaba su pasado: era un camafeo de arcilla blanca, que su padre, con dos colaboradores, había diseñado y tallado cuarenta y seis años atrás, partiendo de una idea que se le había ocurrido a él en su juventud, saliendo de una misa. Parecía sencillo, pero la Sociedad lo había aceptado como sello, y la efigie le había dado la vuelta al mundo: un hombre semidesnudo, esculpido en arcilla negra, con cadenas colgando y el gesto hacia el cielo, orando una simple inscripción: ¿acaso no soy un hombre y un hermano? Su padre y muchos otros de los fundadores no habían vivido para ver la misión cumplida, y ese día, era obligación de Josiah y los otros herederos recordar de dónde venían, y la causa a la que habían jurado defender.


El hijo del alfarero estaba orgulloso de su pasado, pero era sólo honrar el legado de otros mejores: ¿qué había logrado él con el dinero de su padre? Respondiendo su pregunta, sonrió con sutileza al pasar los dedos por el viejo cuero del libro que había llevado a la sesión: él tomó era viejo, una primera edición, de 1798. Baladas líricas, tenía por nombre, una colección de poemas de quienes eran entonces dos jóvenes soñadores: Samuel y William. El segundo de ellos nunca había dudado de su vocación, y contaba con un mecenas que lo respaldaba, pero el primero era un muchacho melancólico, propenso a la depresión, que apenas vivía trabajando en una iglesia.


Josiah lo había conocido en la universidad, y por accidente había leído un par de sus experimentos creativos, pero llevaba muchos años sin imaginar, frustrado por la pobreza. Aquel enero de 1798, el hijo del alfarero lo había citado en el atrio de una iglesia, bajo la nieve.


— William está preparando un libro, ¿por qué no incluyes algunos de tus trabajos?


—Ninguno está listo, y no tengo tiempo de terminarlos. El trabajo me exige mucho, y es comer o crear.


Entonces Josiah le enseñó el documento que cargaba:


—No tomes esto como una señal que desprecio la fe, porque sabes que. O es así, pero estás desperdiciado aquí. Tengo ahorros de la compañía y he diseñado un fondo. Si firmas aquí, te pagaré ciento cincuenta libras al año, pero tienes que renunciar hoy mismo, y dedicarte solo a escribir.


Samuel cumplió, y en tres meses el libro había quedado listo. Agradecido, el poeta le había mandado un ejemplar firmado, y era por eso que Josiah nunca lo cambiaría, aunque muchas ediciones futuras habían salido con los años. Sin embargo, ese recuerdo le era agridulce. Si bien nunca falló en pagar la anualidad, no pudo hacer nada contra los demonios de Samuel, quien llevaba más de quince años encerrado en una casa al norte, languideciendo poco a poco, prisionero del brandy y el opio. Pese a ser más joven que su patrocinador, a Josiah le dolía admitir que el poeta a duras penas sobreviviría un año más, y el resto de los amigos que le quedaban eran también ancianos nostálgicos. Si algo temía el hijo del alfarero es que cuando muriera, no quedara nadie que lo recordara.


Por eso, en los instantes previos a que comenzara la votación, leyó su último de los tesoros, el único que le daba ilusión del futuro. Era una carta enviada en julio del año pasado, desde Buenos Aires. Su sobrino de veinticuatro años no era generoso con sus palabras, pero parecía emocionado con el viaje de circunnavegación, que en estos momentos ya llevaba año y medio. Entre las descripciones entusiastas había mucho interés con las plantas, las aves y los insectos, si bien mostraba cierta preocupación por nuevas revueltas de esclavos en las colonias, por quienes tenía mucha simpatía. El hijo del alfarero sintió como sus ojos se llenaban de lágrimas, cuando volvió a leer el cierre de la carta:


“Tío, nunca podré agradecerte lo suficiente. Padre pensaba que esto era una pérdida de tiempo, y no sé qué sería de mí si no hubiera ido a visitarte aquel verano. Nunca te lo dije, pero padre ya me había convencido de mandar la carta rechazando el ofrecimiento del puesto de naturalista. Si tú no lo hubieras convencido de apoyarme, y hubieras ayudado a cubrir los costos, habría tanto del mundo que jamás habría visto. Siempre te estaré eternamente agradecido

Tu querido sobrino, Charles”.


Josiah sonrió. Quizá su cuñado tenía razón, y aquel viaje sería una pérdida de tiempo. Quizá Charles no aprendiera nada que la escuela no pudiera enseñarle, pero había contribuido a hacerlo feliz, y quizá ese amor a la familia fuera legado suficiente.


Ahora tocaba traer felicidad a más personas, con la iniciativa que se votaba. Una insuficiente, pero un primer paso importante. Josiah sólo tenía un solo voto, pero a veces un guijarro puede cambiar el curso de un río, y por eso cuando le llegó su turno; Josiah Wedgwood II, hijo de un alfarero abolicionista, patrocinador de un poeta romántico y tío de un soñador llamado Darwin, dijo:


—Voto a favor de la ley de abolición de la esclavitud.

El medallón que sirvió como símbolo de la Sociedad por la Abolición del Comercio de Esclavos es una de las imágenes de propaganda anti esclavitud más efectivos y famosos del mundo, que trascendió las fronteras británicas para hallar nuevas causas a ambos lados del atlántico y eventualmente llevó a la ley que abolió por completo tan maligna práctica. El libro de poemas de Samuel Coleridge y William Wordsworth es considerado por los expertos como el inicio del movimiento del romanticismo, y uno de los pilares de la literatura inglesa. Charles Darwin no necesita presentación, y fue el viaje en el Beagle, al que se integró por consejo y apoyo de su tío, lo que fue clave para que desarrollara la teoría de la selección natural. El hijo del alfarero no tiene un nombre que sea recordado más que por los expertos en las vidas de quienes tocó, pero la influencia de un hombre va mucho más allá de las estatuas y los libros, y a veces nuestros pequeños actos pueden generar grandes cambios.




Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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