En otra vida
- raulgr98
- 10 jun
- 10 Min. de lectura
En otra vida, en otro tiempo, quizá habría encontrado la felicidad en el escenario. No por el reflector, pues me conozco y sé que la fama me abrumaría, sino por el arte en sí mismo, el ayudar a crear magia noche a noche y compartirla con un público dispuesto a maravillarse. No me molesta la vida que llevo, y he encontrado la pasión en lo que hago, pero siempre permanecerá conmigo una duda ¿y si hubiera…? Una pregunta absurda para una mente práctica, pero hoy es un día de revivir fantasías.
Hay quienes dirán que nunca es tarde, si acaso quisiera vivir lo que pudo haber sido, y eso es cierto para la mayoría de las personas, mas no para mí. No por la edad, o la falta de aptitud, sino por mis propias cadenas de las que no me puedo desprender. Hay tantas formas de hacer teatro como mentes creativas hay en el mundo, y algo me dice que volveré a una de ellas en algún momento, pero la que me elude es aquella a la que más amor le tengo: el musical. En la seguridad de mi imaginación, fantaseo a menudo con poseer la confianza de cantar y bailar alguna de mis historias favoritas, pero a más de tres años de reunir la valentía de comenzar a tomar clases de canto, sigo sin reunir la suficiente para hacerlo frente a otros, salvo en momentos muy especiales, frente a personas especiales. Y sin embargo, no siempre fui así, y en la oscuridad la duda que me asalta es ¿por qué? ¿Cómo el niño que interrumpía sus siestas de carretera sólo para cantar una de sus canciones favoritas se transformó en un hombre que se avergüenza del sonido de su voz, a veces incluso estando solo?
Es un rompecabezas al que le faltan la mitad de las piezas, y lo único que tengo son recuerdos inconexos. En sexto de primaria aún no me paralizaba el miedo, pues logré completar una temporada en el primer, y con casi total seguridad único musical de mi vida, pero dos años después ya rehuía los karaokes y veía los concursos de talentos de la secundaria desde una ventana, para que nadie me viera mover los labios y me invitara a participar, y por años mi única conexión con el baile fue rechazar los esfuerzos de mi madre de enseñarme, mi terquedad una cobertura del miedo que me daba verme tan torpe como me sentía.
¿Qué pasó en un lapso tan corto? La historia no termina de encajar dentro de mí, pero si cierro los ojos, flashes de rostros y voces desfilan frente a mí:
Me veo a mí mismo en una función de Ópera para Gato y Tenor, en la última escena, en la que mi personaje consumía las últimas gotas de una pócima mágica que dotaba de prodigiosa voz; y veo los rostros de incredulidad de la audiencia, escucho algunas risas sarcásticas aisladas, y recuerdo haberme odiado por esa reacción, como si mi falta de talento musical hubiera roto la inmersión del público. ¿Habré escuchado algún comentario después que reforzara esa creencia? ¿Pasó algo más en aquellas noches que mi mente haya bloqueado? No lo sé, pero recuerdo el alivio que sentí cuando la temporada se acabó, y el anuncio de que el siguiente montaje de la compañía no sería un musical, y así terminó el último momento en que canté en un escenario.
Me veo a mí mismo en una camioneta, rodeado de mi familia extendida que viene a pasar unas fiestas; y recuerdo que, aprovechando que están todos ocupados hablando entre sí, canto una melodía que mi papá me enseñó mucho tiempo atrás, sin música, acción de la que ahora me creo incapaz. En algún momento, llegó el silencio, cinco o seis personas escuchándome, y las onomatopeyas que quizá eran de ánimo, pero en mi memoria son sólo burlas. Súbitamente, estoy en mi casa, sentado en una escalera, escuchando como cuentan la anécdota a quienes no fueron testigos, incitándome a volverlo a hacer frente a todos, con sonrisas enormes. Si les preguntara, quienes aún lo recuerden dirán que en sus voces y gestos no había más que emoción inocente, pero para mí era sorna y desprecio, y aunque el karaoke es algo que no puede faltar en las Navidades, tardé más de una década en tomar un micrófono frente a ellos, y aunque logré terminar la canción, no disfruté la sensación de participar en la actividad.
Y también veo el gesto de desprecio de mi hermano, flotando en el aire, de tal forma que no puedo extraer de él contexto alguno. No sé cuando pasó, o si acaso lo imaginé, pero puedo verlo tan claro como mis propias manos, sus ojos en blanco y sus labios formando tres palabras: ¡Suenas muy mal!
Sí, los años de secundaria no fueron fáciles para mí, pero tampoco dolieron mucho. La música me gustaba, pero no la amaba, y por eso pude sepultar el interés y concentrarme en lo académico que, llegué a creer, era lo único para lo que servía, pensamiento que aún me asalta de tanto en tanto. Un último esfuerzo hice de reconectar con ese aspecto olvidado de mí, cuando me inscribí al taller de música en el segundo año.
—Antes me gustaba cantar, pero ahora me da miedo —recuerdo con vividez haberle contestado a la maestra, cuando le preguntó a cada uno que sabíamos o nos gustaría aprender.
—Te va a volver a gustar —prometió, pero mintió. Canté dos clases, siempre con el coro, antes de que me transfiera a una flauta por la que nunca sentí la pasión de dominar.
¿Podría haber vivido así, ir olvidando que hubo una época en la que cantar me gustaba hasta que no me atormentara mi falta de talento? Tal vez, pero dos veranos después, el destino me llevó a la ciudad de Nueva York y algo se apoderó de mí para convencer a mis padres de llevarme al teatro. El musical no era un concepto que me fuera ajeno, crecí con ellos y acompañé a mi madre a ver más de uno, pero no fue hasta aquel viaje que de verdad los entendí. Deslumbrado por el espectáculo, antes del intermedio estaba seguro que aquel muchacho tímido y cada vez más retraído había encontrado un nuevo amor, que ya nunca se desvanecería.
¡Oh, lo que podría haber sido mi vida de haber realizado ese viaje antes de ser un esclavo de mi miedo! Quizá habría tomado lecciones privadas sin que llegara el momento de convencerme de que no servía para eso, tal vez no habría abandonado el teatro. Puede incluso que el amor por la escritura que comenzaba a surgir dentro de mí se hubiera complementado de maneras inesperadas, pero descubrí esa pasión oculta dentro de mí demasiado tarde, y aunque desde aquel verano traté de conocer tantos musicales como pudiera, y mi computadora se llenó de proyectos convirtiendo decenas de películas en musicales, había una barrera que nunca pude cruzar: soñaba despierto, pero no me atrevía a exponerme a ser juzgado, la inseguridad era abrumadora.
Y aún así, viendo atrás, quizá enamorarme del musical fue lo que hizo el bachillerato una de las mejores épocas de mi vida. Aunque mi confianza no creció al extremo de superar mis límites, socialicé más que nunca antes en mi vida, encontré amistades invaluables, crecí como persona e incluso y desahogé un poco mis ansias musicales participando en los concursos de coreografía, coordinando el primero y el tercero. Pero el bachillerato también fue el lugar donde descubrí por primera vez la ansiedad, enemigo con el que estoy en constante guerra, y que agregó dos grilletes más a mi cadena: dos maestras distintas, en semestres consecutivos, que me obligaron a cantar como una especie de penalización, una por no sentarme a tiempo, la otra por perder un juego de mesa. En esos tres años hice muchas cosas tontas, pero sólo esos dos eventos los recuerdo con vergüenza, y en mi mente se arraigó una idea: que alguien me escuchara cantar, era un acto de humillación, a tal extremo que son contados los amigos, por íntimos que sean, los que me han escuchado, y que tardara años en cantarle incluso a mi pareja.
En verdad, creo que nadie, salvo mi instructor de canto, me ha escuchado nunca cantar de verdad, como dice el profesor que tengo el potencial de hacerlo, a menos que me hayan espiado cuando me creía solo, puesto que tengo tanto miedo a escuchar mi voz, demasiado consciente que estoy siendo escuchado, que saboteo mis propios esfuerzos, y lo único que limita mi incomodidad es fundirme en el fondo con otras voces. Cuando aprendí a manejar, el auto se convirtió en mi refugio, y más de una vez no entré a mi casa hasta una hora más tarde de llegar a ella, para poder terminar de cantar una pieza, o un álbum completo.
Y así vivía, presa de dos emociones en conflicto, que no explico como podían coexistir sin que uno suprimiera al otro: una felicidad inmensa al ver y escuchar musicales, una terrible melancolía de no poder representarlos. Dos veces audicioné para producciones, y en su momento dije que era porque no me hubiera perdonado el no intentarlo, y era cierto, pero también he llegado a entender que una parte de mí esperaba que el rechazo seguro me arrancara del corazón la fantasía de cantar y bailar en un escenario; fracasé en esa intención.
Los años de universidad me dieron lo más cercano a esperanza que estuve jamás. Por un lado, encontré amigos tan obsesionados como yo con Hamilton, y por el otro, tomé un curso de historia del teatro musical con mi entonces novia. Por primera vez, me encontré rodeado de cuatro personas de mi edad que entendían mi pasión por los musicales, y aunque no lograron hacer que encontrara la confianza que me faltaba, al menos me sentí validado (en honor a la verdad, supongo que mi hermano también siente esa pasión, es mucho más seguro que yo y entró a clases de canto poco después de mí, pero conectar con él siempre me ha costado, y la relación, que comienza a sanar, llegó a su mayor punto de deterioro por esos años).
El otro evento de mi vida universitaria es uno que será importante para explicar por qué decidí escribir esto hoy, y fue el estreno de la película El Gran Showman, que defenderé hasta mi último día de aquellos que la han criticado desde su estreno; si de por sí ya me encontraba profundamente enamorado del medio, esa cinta reavivó la flama, y me recordó la magia del espectáculo, tanto así que motivó que, un año después, regresará a Nueva York con el único objetivo de ver tantas obras como pudiera costearme, tradición que he intentado seguir en mi regreso a México. La vi cuatro veces en el cine, compré el bluray, me regalaron el libro de arte de la película y el soundtrack estuvo por tres años en mis cinco más escuchados. Renovados mis deseos de crear, transcribí palabra a palabra el libreto y no sólo le agregué escenas nuevas, sino que concebí nuevas canciones que nunca se compusieron, para crear mi propia versión de la historia. Por varios gloriosos meses, estaba tan emocionado de poder montar aquella versión mía, que olvide la realidad: incluso aunque hubiera terminado los nuevos números, al final me hubiera acobardado.
Después llegó la pandemia, mi ansiedad tuvo su peor crisis, me volví mucho más cínico ante el mundo y mis barreras de protección crecieron, el sueño se perdió. Seguía fantaseando despierto en la intimidad, pero entre más me esforzaba por resignarme a que había quedado atrás, más me dolía el no poder formar parte de ese mundo. Me atreví a tomar clases de canto, a las que aún asisto, pero ahora comprendo que lo que me llevó a ellas, tan quebrada como estaba mi autoestima, no era motivación de superar mis miedos, sino un hartazgo movido por el auto desprecio a mi cobardía.
Y eso nos lleva al presente, en la que he vivido muchos cambios que han vuelto estos meses los más difíciles de mi vida, puesto que aunado a las pérdidas personales, enfrenté también rechazos en lo académico, lo que pensaba era lo único en lo que siempre sería bueno, en lo que no había manera posible de fallar. Antes de que se asusten, queridos lectores, mi dolor no llegó al extremo de perder la voluntad, pero la vida perdió gran parte de su color, y ni siquiera cantar en el auto me llenaba de emoción.
Eso fue hasta el viernes pasado, que unas personas muy especiales, que me abrieron las puertas de su casa y de su corazón, a las que he llegado a considerar una segunda familia me invitaron a ver una producción infantil/juvenil de El Gran Showman, en la que la más pequeña de la familia participaba. Tomé la oportunidad por el cariño y aprecio que siento por ellos, pero tenía miedo de verla, por que si de por sí siempre ver teatro musical me ha generado sentimientos encontrados: atrapado como estoy entre el amor por ellos y el dolor de no atreverme a ser partícipe, la perspectiva de exponerme a esa historia en particular, y recordar lo que había significado para mí, y a una época que creía perdida para siempre, me aterraba.
No reseñaré la obra con los parámetros que suelo usar en este blog, pues creo que una crítica de ese estilo no le haría justicia a lo que experimenté desde el momento en que escuché las primeras notas: sí, tardé en acostumbrarme a las traducciones de las letras; sí, hay aspectos por pulir, sí, es evidente que el montaje no se acerca a un nivel de producción profesional, pero también es cierto que detrás de cada vestuario, efecto especial y coreografía hay pasión. En cuanto al joven elenco, hubo algunos que me sorprendieron con su talento, pero hasta por el más tímido de ellos no siento más que un completo respeto (y quizá un poco de envidia), pues en un país que tiene muchos prejuicios contra los musicales, y sobre todo hacia los varones que participan en ellos, una veintena de muchachos y muchachas se atrevieron a lo que yo no: subir a un escenario y gozar del placer de compartir una historia, sin dejarse dominar por el miedo a las opiniones. Salí de ese teatro embargado por la emoción, y aunque han pasado ya más de tres días, el cambio que generó dentro de mí ha permanecido. Aún me falta mucho por sanar y por crecer, pero escuché el soundtrack y vi la película de nuevo por primera vez en años, y me sorprendí a mí mismo no sólo sonriendo, sino imaginando de nuevo aquel proyecto que abandoné, y las fantasías de estos días sobre lo que pude haber sido en otra vida no vienen cargadas de melancolía, sino de alegría.
¡Bienvenidos pasajeros! Espero que no los haya abrumado esta larga confesión, sé que no es el contenido por el que usualmente vienen a este blog, pero como alguien a quien siempre le ha costado compartir sus emociones, llegó el momento en que no podía contenerlas más.
La publicación de hoy está dedicada a la familia González-Jiménez, quienes al invitarme de nuevo al teatro me recordaron cómo soñar. ¡Gracias!
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
Comentarios