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¿Quién salvó al divino Alejandro?

En algún lugar de Pakistán


La piel del niño era oscura, herencia de generaciones de mezclarse con los nativos, pero cuando se dirigió a su padre, habló en griego, la lengua de los guerreros que vinieron del oeste, sus ancestros, quienes habían tomado posesión de aquella ciudad amurallada a orillas del río.

—Padre, ¿Por qué nuestra ciudad se llama Péritas? Mi tutor me ha hablado de todos los generales y reyes de antaño, y nunca he escuchado tal nombre, pero recuerdo que tú me dijiste que nuestro hogar portaba el nombre de un héroe.


—Y ninguna mentira dije, pues creo que en la campaña de los macedonios no hubo nunca nadie tan valiente o devoto, pero es cierto; nunca hallarás su nombre en un compendio de grandes hombres. ¿Quieres oír la historia?


Péritas nació en Epiro, el más chico de muchos hermanos. Aún así, su señor, el rey de los molosos, decidió enviarlo a servir a su sobrino, quien con el tiempo se convirtiría en Alejandro el Grande. Ambos muy jóvenes, crecieron juntos, y más que amo y siervo, quienes los vieran jurarían que eran mejores amigos. La corte del padre de Alejandro era un lugar cruel, y a Péritas muchas veces se le pateó y humilló; se dice que incluso una vez, un rey extranjero lo obligó a pelear con un león, para su propio disfrute. Pero de Alejandro no recibió nunca nada que no fuera amor y por eso, cuando se hizo de la corona, lo acompañó hasta el fin del mundo.


Nadie nunca cantará alabanzas a su nombre, pero yo mismo escuché de la boca de un anciano veterano, cuando era más joven que tú ahora; que Péritas peleó en todas las batallas de Alejandro, incluso en Gaugamela, donde al lado de su señor conoció por primera vez la furia de los elefantes. Sin embargo, su historia no termina ahí, por grande que fuera esa victoria, sino aquí, a orillas del Hidaspes, cinco años después.


En aquel entonces, estas tierras las gobernaba el poderoso Poros, tan valiente que hasta el mismo Alejandro reconoció su nobleza. En la terrible guerra entre ambos, el macedonio tomó ciudad tras ciudad, y una mañana se encontró tras estas mismas murallas, solo. En su afán de cubrirse de gloria, las había trepado sin darse cuenta como las flechas abatían a su guardia. No fue hasta que una lanza enemiga se clavó en su hombro que se dio cuenta que estaba arrinconado, y su ejército, aunque a punto de abrir una brecha en las defensas, demasiado lejos para auxiliarlo.


Te dirán que el divino Alejandro nunca perdió una campaña, y eso es cierto, pero aquí mismo, cerca estuvo de perder la vida. De sus hombres, en el fragor de la batalla, sólo un general, Leonato, se dio cuenta de la urgencia de su rey, y aunque ordenó que se movieran en su auxilio, en su corazón sabía que no llegarían a tiempo. Al menos eso pensó hasta que vio a Péritas, tan bravo que luchaba sin armadura alguna, y le dijo:


—No hay nadie más veloz que tú, leal Péritas. Corre hacia tu señor, sólo tú puedes darnos el tiempo que necesitamos para salvarlo.


Y Péritas corrió, como nunca antes había corrido, y al llegar con Alejandro asesinó enemigos a diestra y siniestra, pues peleaba como una bestia. Mas con cada rival que caía, otro más aparecía, y poco a poco sintió como lanzas, espadas y puñales arañaban su piel. Ensangrentado y cansado, se retiró contra la muralla, pero aún cubriendo a Alejandro, dispuesto a protegerlo con su propio cuerpo.


Péritas se negó a cerrar los ojos, y gruñó contra los agresores en desafío, pero los dioses habían decidido que el leal protector no moriría aquel día, pues en el último instante los hombres de Leonato arrivaron para asegurar la victoria. Cuando Alejandro fue llevado con el médico, a Péritas lo despositaron a sus pies, y pasaron la noche en compañía. El rey de Macedonia le susurró entonces:


—Gracias, amigo mío. Un combate más, y juro que regresaremos aquí a descansar. Te lo has ganado.


Un combate más vio Péritas, a la orilla de ese mismo río, en la batalla donde Poros sería finalmente vencido. Alejandro, bendecido por los dioses, peleó con valor y maestría, pero en su brillantez había un orgullo necio, e insistió en guiar al frente como tantas otras veces lo hizo. En los últimos momentos de tan largo enfrentamiento, aquel hombro que aún no terminaba de sanar lo volvió lento, y nuevamente se vio acorralado por la muerte, con uno de los elefantes de guerra de su enemigo viéndolo a los ojos. Y esta vez, nadie salvaría al divino Alejandro.


O al menos eso pensaba en lo que tenía por seguro serían sus últimos momentos, pero justo cuando el elefante cargó, el rey vio como una sombra fugaz se abalanzaba contra él. Era minúscula en comparación, pero hizo que la bestia frenara en seco para tratar de quitárselo de encima. Un tenue rayo de sol los iluminó, y Alejandro lo reconoció: era Péritas, a quien le había ordenado descansar, pero que debía de haber escapado del campamento en busca de su amigo. El leal compañero se aferró con todas sus fuerzas al elefante, pese a que sus heridas se volvieron a abrir, y cambiaba de posición tan rápido como podía, columpiándose, para molestar a su rival. Alejandro gritó cuando vio como uno de los colmillos del monstruo le desgarraba el costado a su amigo, pero ni así se soltó, sino que siguió con su danza hasta que el elefante perdió el control de su propio equilibrio y se desplomó.


La tierra tembló, y el polvo cubrió todo el campo de batalla. En cuanto pudo ver de nuevo, Alejandro se incorporó y corrió como pudo hasta el cuerpo de la bestia. Ahí fue dónde encontró al leal Péritas, aún aferrándose a la trompa de la criatura. Respiraba con dificultad, y Alejandro supo que nada podía hacer ya para salvarlo. Su amigo de la infancia, su compañero de aventura, el único que dos veces salvó su vida, sólo esperó a sentirse sentirse por última vez entre los brazos de su señor para exhalar su último suspiro.


—Pero padre, no entiendo. ¿Por qué el nombre de Péritas no se aclama en los anales, si sus gestas son tan grandes como las de los héroes de antaño? ¿Acaso Alejandro olvidó a su salvador?


—Camina conmigo —fue la respuesta del hombre, quien condujo a su vástago a lo que en otro tiempo fue el centro de la ciudad. —Alejandro no olvidó la promesa que le hizo a su amigo. Regresó aquí tras la victoria, pues el rey vencido le había cedido estas tierras, y bajo las piedras que ahora pisamos enterró a su amigo, y en su honor rebautizó esta ciudad. Pero somos una raza injusta, que desprecia a aquellos que vemos como inferiores. Observa aquella estatua, pequeño, el último rastro del devoto Péritas, y entenderás porque nunca se le recordará como un gran hombre.


Y por primera vez en décadas, un hombre rindió homenaje en la estatua de un héroe olvidado, con su pelaje convertido en piedra, pero con las cuatro patas listas para correr, y la cabeza boquiabierta mirando al cielo, como si el perro buscara en el firmamento el rostro de su amo.

¡Bienvenidos pasajeros! De los compañeros de Alejandro, quizá el caballo Bucéfalo, quien también murió en esa campaña y recibió una ciudad en su honor, sea más conocido, pero el conquistador macedonio también amó a su perro, como tantos otros los han recibido en sus familias después. En este inicio de año, que su historia sea un recordatorio que los héroes pueden venir de cualquier lado, y no necesitan ser humanos para lograrlo.





Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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