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Sobre los parques públicos

¡Bienvenidos pasajeros! Desde hace un par de semanas teníamos una publicación pendiente, pero no había encontrado el tema correcto, hasta hoy. La de este día será una publicación muy breve, pero quiero compartir una experiencia de ayer.


Un domingo a mediodía, necesitaba ocupar un poco el tiempo entre dos compromisos. Normalmente no tengo problema en encontrar la forma de disfrutar la soledad, pero ayer no quería hacer nada que pareciera rutinario, pero sobre todo, necesitaba alejarme lo más posible de la tecnología. Tras unos minutos de conducir, me detuve en un parque público cerca de mi casa al que no había entrado en muchos años, quizá desde la secundaria. No planeaba quedarme, era sólo un buen lugar para estacionarse mientras construía un plan, pero movido por el calor, abrí la puerta.


Entonces escuché el agua correr, de un pequeño riachuelo que rodea el parque, y descubrí el lugar que estaba buscando. No sé que tiene el sonido del agua, pero siempre me trae paz, sea el mar, sea un río, sea la regadera. Siguiendo el curso, di vueltas en un semicírculo y me sorprendí a mi mismo disfrutando la sombra de los árboles, y la suavidad del pasto bajo a mis pies, pese a que nunca he disfrutado en particular de la naturaleza (ni los mosquitos ni el lodo combinan muy bien conmigo). Por primera vez entendí que era lo que tanto aman los campistas y senderistas. Alejándome un poco de la corriente, me propuse recorrer todo el parque, caminando tan despacio como pudiera, observando a las criaturas que en él habitan, de las aves a las ardillas, de las mariposas a los renacuajos. Probé casi todas las viejas máquinas empotradas en los rincones, mezcla de juegos infantiles y aparatos de gimnasia; e hice lo posible por superar mi temor a los perros desconocidos al pasar junto a ellos.


Fuera pisando hojas otoñales, o las baldosas de piedra, me sentía casi fuera del tiempo, e incluso llegué a transportarme lejos, a uno de los mundos de fantasía secretos que existen sólo en mi mente y un disco duro. Cuando un zumbido me regresó a la realidad, descubrí asombrado que había caminado por más de una hora, y ni por un instante el fantasma del estrés y la preocupación se habían asomado.


Con una anécdota y una observación me despido hoy. En lo que concierne a la primera, ¿alguna vez han visto a un pato correr? Yo no, siempre los había tomado por criaturas torpes, al menos en tierra. Pues el día de ayer, un graznido me sobresaltó, y apenas tuve tiempo de apartarme para abrirle paso a por lo menos una treintena de patos graznando, corriendo casi al unísono, rodeando cual marea y casi abalanzándose sobre una niña pequeña deseosa de alimentarlos con retazos de tortilla. Ver a los animales suplicar, llamarse unos a otros y hacer piruetas para complacer a sus alimentadores, y a estos, una combinación de infantes y adultos mayores, reír y abrazarse, dibujó en mi rostro una sonrisa y esparció por mi cuerpo una genuina felicidad. Nadie me veía, no hacía ninguna cortesía, fue íntimo, espontáneo, un recuerdo grato.


El parque no estaba muy lleno, habremos sido quizá veinte el tiempo que estuve ahí, pero pasó algo en lo que sigo pensando más de veinticuatro horas después. Sobre todo en los últimos años, marcados por incesantes obras y trabajos, mi ciudad se ha convertido en un ente ruidoso y abarrotado, donde todo el mundo parece vivir con prisa, y el tedio parece la emoción preponderante. Eso no fue lo que encontré ayer, pues por primera vez en mucho tiempo, todas las personas que se encontraban ahí me saludaron con cordialidad, o respondieron al mío, desde el padre enseñándole a su vástago a jugar con la pelota, hasta el viejo matrimonio disfrutando una taza caliente en una banca.


¿Llegué a ese lugar en el momento exacto para coincidir con un grupo que tiene la cortesía como único elemento común? Me parece improbable. Quizá fue una combinación de la hora y la temporada, generando un clima muy agradable, o la cercanía de las vacaciones ha levantado los ánimos. Pero me inclino a pensar que es el propio lugar el que tuvo un efecto en nosotros, que de alguna manera, el parque público no sólo serena el espíritu, sino que induce un sentimiento de comunidad entre los desconocidos que lo comparten. En una continua y desenfrenada urbanización, valorar estos reductos de otra época es más importante que nunca.






Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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