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Acción/inacción

Ciudad de México, 16 de febrero de 1913


En el domingo del armisticio, los traidores marchaban y los leales conspiraban.


O al menos eso era lo que pensaba John Kennet Turner esa mañana, pues en la Ciudadela los amotinados desfilaban al compás de una banda de guerra mientras un puñado de soldados rasos reacomodaba las metralletas después de los ataques de los últimos días. Del lado de Palacio Nacional, el periodista norteamericano sólo percibía silencio.


Los otros que se movían, bajo la luz de la mañana, eran los habitantes de la ciudad. Parecían sombras encorvadas, y se comunicaban por gestos y murmullos; algunos retiraban los cadáveres que comenzaban a pudrirse a pesar del frío, los de sus padres, amigos y vecinos, pero también los de desconocidos, en una muestra de empatía que el nativo de Oregon no había visto en muchos años. Otros más aprovechaban la pausa de las ráfagas y bombas para abandonar sus hogares, algunos con tanta premura que dejaban la casa abierta, esperando la generosidad de un amigo, o dormir aunque fuera en un parque o una oficina, lo que sea con tal de escapar de aquel infierno.


Unos cuantos más, entre ellos damas de finas vestiduras, se acercaban a la Ciudadela y entregaban canastas llenas de comida y dinero en efectivo. John, como corresponsal del país, había estado presente la noche anterior, cuando se firmaron las condiciones de la tregua, misma que los alzados violaban al aceptar regalos.


Por primera vez en mucho tiempo, Turner volvió a sentir el fuego del anarco sindicalismo de su juventud, y las palabras de Marx y Engels que en la universidad se había tatuado en el corazón. Tal vez fuera cierto que todos los que poseían eran seres malintencionados, indiferentes ante la violencia.


“¿Qué pensaría Ricardo si viera esto?” se sorprendió preguntándose, pues el recuerdo del hombre que lo había convencido de visitar México, desde que lo entrevistó en una prisión de California, era uno que no venía a él en mucho tiempo.


Fue Flores Magón quien le había contado historias terribles de la realidad mexicana, a tal extremo que no tuvo otra opción más que verlas por él mismo. Tras ayudar a que se fugara de la cárcel, lo había mantenido en su casa, y juntos habían escrito para el periódico Regeneración, él en inglés, el otro en español. Por Ricardo había prestado su hogar para recopilar armas de contrabando, pues el mexicano le había jurado que la revolución era inminente.


Y así había sido, pero cuando llegó el momento de la verdad, Flores Magón había urgido a sus seguidores a no sumarse al conflicto, y los dos liberales obreros no habían hablado desde entonces, tras casi irse a los golpes en la discusión. “¿Qué pensaría Ricardo si vierta esto?”, se preguntó de nuevo. Probablemente lo gozaría, pues para el anarquista mexicano, Madero no era distinto del viejo Porfirio, un catrín burgués. Gente mala asesinando a otra gente mala, hubiera dicho, ciego por voluntad propia a los muertos que quedaran en medio. Y si alguien del pueblo podía ser tan insensible, en algún lugar debía de existir un rico con humanidad. John Kenneth Turner esperaba vivir lo suficiente para verlo.


Al presidente Madero el periodista lo había tratado muy poco, llevaba cuatro meses en esta segunda estancia en México, y la única conversación larga que habían sostenido fue el día antes del golpe, pero John lo prefería a los militares. Sí, los campesinos de Morelos se habían revelado contra él, pero Villa, quien para el norteamericano era el ideal del revolucionario popular, seguía defendiéndolo, es porque alguna virtud debía tener.


Así que tomó su una decisión. Se acercó a la Ciudadela, dispuesto a tomar todas las fotos que pudiera de aquella violación al acuerdo, y apenas reveladas las llevaría a Palacio. Pero apenas pudo instalar su equipo, cuando sintió un metal frío en la nuca.


John Kenneth Turner había sido acusado muchas veces de imprudente, pero él se consideraba a sí mismo un sobreviviente. Era él quien salió de los escombros de San Francisco tras el terrible terremoto, él quien cruzó a nado el Río Grande, vestido con harapos, para evadir a los agentes de Díaz, él quien había sobrevivido no a dos, sino a cuatro encuentros con bandoleros la primera vez que visitó México. En cualquier país civilizado, la prensa se respetaría, pero John aún creía en lo que escribió en secreto en los días del dictador: aquel era un país bárbaro.


Nunca pudo aprender a hablar español, pero lo entendía casi a la perfección. Con lentitud, alzó las manos y dijo tres palabras.


—American. Empresario. Trowbridge.


Aquel había sido su nombre en la primera visita, un empresario tabacalero, que deseaba invertir en la industria del henequén. Era sorprendente la cantidad de información que la gente soltaba si creía que hablaban con alguien de mayor estatus, y ahora, el periodista esperaba que el falso magnate volviera a salvarle la vida.


Lo llevaron al interior de la Ciudadela, pero parecía que su mentira había tenido un poco de éxito, pues no lo ataron. Los tres oficiales que lo recibieron en un salón tenían la mirada severa. A uno lo reconoció de los periódicos, era el sobrino de Díaz, Los otros dos eran desconocidos para él. Sus captores se dirigieron al hombre de rostro cruel sentado al centro.


—Mi general Mondragón, es un gringo. Tomaba fotos del cuartel.


Antes de que el militar pudiese responder, Turner decidió jugar una carta desesperada, aprovechando que ninguno conocía su rostro. Sumido en el papel de un arrogante burgués, se dirigió a Félix Díaz, de quien le constaba hablaba inglés. Fingiendo indignación, exigió su liberación y amenazó con llevarse todas sus inversiones de México, llegando a maldecir un par de veces a Madero para hacerlo más creíble. Y en los ojos del sobrino del dictador vio miedo, no tenía el carácter de enfrentarse a un norteamericano furioso. Pero el tal Mondragón permaneció impasible.


— ¿Trowbridge, dice que se llama? —y ante el gesto de afirmación de su compañero, continuó— yo creo que es periodista. ¿Cómo se llamaba el gringuito mentiroso, el que escribió aquella basura de libro?


Entonces John Kenneth Turner, el sobreviviente, comenzó a temer de verdad por su vida. Lo veía en el gesto de Mondragón, si comprobaba su nombre real, lo asesinaría ahí mismo, pero si quedaban dudas, no se atrevería a correr el riesgo, podía librarse de esa mintiendo. Hasta que recordó los rumores que se decían de que los alzados tenían un amigo, uno que sí lo conocía pues por años habían peleado del otro lado de la frontera, el miserable de Henry Lane Wilson.


—Escóltenlo a una habitación y póngale llave, pero no lo lastimen aún —sentenció Mondragón, ignorante de que el cautivo entendía su lengua— El embajador vendrá mañana, y si se trata de ese sucio gringo, enfrentará el paredón.


El autor de México Bárbaro llevaba apenas un par de horas de cautiverio, cuando oyó a los cañones rugir de nuevo.




Del otro lado del campo de batalla, en un despacho de Palacio, los leales de verdad conspiraban mientras el presidente no hacía nada. Felipe Ángeles, recién llegado de Cuernavaca, se sentía el menos indicado para ser un líder, pues todos los reunidos eran más cercanos al presidente: el coronel Morales era de los pocos militares de carrera que se habían sumado a su rebelión desde el inicio, el licenciado Azcona era su secretario particular, Alberto Pani formaba parte del gobierno, y el hermano tuerto de Madero también se encontraba presente. Pero Ojo Parado era tan solo el jefe del servicio secreto, Pani no era sino el subsecretario de Bellas Artes y Azcona ni eso. Por eso todos lo miraban a él, como alto oficial, era el único al que quizá escucharía.


—Huerta es el problema, todos los reunidos lo hemos visto dialogar con traidores. Ya metió aquí a Blanquet, y a decenas como él, pero no hace nada contra la Ciudadela, más que lograr que maten a los nuestros, incluso al cuerpo de rurales —decía Ojo Parado— Ángeles, sé que es un artillero brillante, quizá el mejor que este país ha dado, y su reputación como director del Colegio Militar lo precede, pero no lo conozco. Si logramos relevar del mando a Huerta ¿podemos confiar en usted?


Otro se habría ofendido, pero Felipe Ángeles entendía las dudas de los reunidos. No sólo era demasiado joven en comparación de otros oficiales, con apenas cuarenta y dos, sino que le debía todo al otro régimen. Hijo de un veterano, si había podido estudiar era sólo por una beca que Don Porfirio en persona le había otorgado, y si no había combatido la rebelión de Madero era solo porque se encontraba en una comisión en París. Partió a Francia leal a Díaz, pero a su regreso el presidente era otro, y aunque jamás habría traicionado su deber, no le desagradaba la visión más empática del nuevo mandatario.


—Yo siempre defenderé la ley, y las instituciones que de ella emanan, licenciado. Don Francisco es presidente constitucional, y por lo tanto es mi deber protegerlo, pues él representa a toda la nación.


Eso pareció complacer al grupo, pero el tuerto siniestro permanecía serio.


—Cuando estuvo en Sonora combatió al traidor de Orozco de forma enérgica, pero ahora en Morelos se ha mostrado conciliador con Zapata. Si el presidente lo manda contra la Ciudadela, algunos de los cuales son sus amigos, ¿cuál de los dos Ángeles tomará las decisiones?


—Si he hablado con Zapata es porque las bajas civiles me repugnan, pero en ningún momento he dejado de combatir a su ejército, y sólo pactaré con él la rendición absoluta, licenciado. En la Ciudadela no hay civiles inocentes, ni campesinos desilusionados. Tomaron sus decisiones, y por tales serán juzgados.


Ojo Parado dio muestras de satisfacción, pero antes de poder continuar, escucharon el rugido de los cañones, y el candelabro del techo comenzó a temblar. Ángeles miró su reloj de bolsillo, que marcaba las dos de la tarde.


—¡El armisticio era de veinticuatro horas! —gritó ofendido Pani — ¿por qué nos atacan cuando sólo ha pasado la mitad?


Nadie respondió, pero todos corrieron al despacho presidencial, pues el mismo pensamiento rondaba por las cabezas de todos: el tiempo del diálogo había terminado, y se debía proceder a la acción. Encontraron al presidente sentado en la silla del águila, acompañado sólo de Victoriano Huerta, quien erguido sobre él, parecía dispuesto a succionarle la sangre. Aunque tenía la mitad de su edad, Felipe Ángeles nunca lo había respetado, pues conocía de sobra su reputación.


— ¡Huerta, es usted un incompetente! —rugió Ojo Parado— ni un armisticio se le puede confiar a usted. ¡Señor presidente, debe removerlo del mando, o al menos exigirle una explicación!


—Para eso he venido esta mañana, a dar la cara, licenciado —dijo el viejo militar, sin quitarse los lentes oscuros— no negaré que el bombardeo ha sido una pequeña sorpresa, pero mi estrategia es sólida.


—No ha hecho nada—se atrevió a decir Ángeles.


— ¿Qué le enseña ahora a los cadetes, Ángeles? ¿La paciencia ha dejado de ser una virtud militar? Como le he explicado varias veces al señor presidente, si esperamos a que todos los traidores se junten en la Ciudadela, podremos acabarlos en una sola ofensiva.


Felipe Ángeles vio al coronel Rubén Morales apretar los puños, pero no alcanzó a detenerlo antes de que golpeara el escritorio.


— ¡La gente está muriendo! Deme la autorización, señor presidente y atacaré esta misma noche, sólo con voluntarios si es necesario. Creo que una estrategia en dos flancos, usando calles aledañas…


— ¡Se está extralimitando, Morales! —rugió Huerta —Yo sigo siendo su oficial superior y no puede plantear estrategias sin consultarme primero ¡Retírese, atrevido!


Ángeles sabía que Morales había cometido una imprudencia, y ese error podía costarles muy caro, pero el presidente aún podía escuchar la sugerencia, pues era el comandante supremo. Pero Madero seguía con la vista clavada en el escritorio, y el coronel no tuvo otra opción que abandonar el despacho sin volver a pronunciar palabra.


—Yo no soy militar —dijo el licenciado Pani—así que diré lo que se me dé la gana. He recibido reportes, señor presidente, y creo que existe la posibilidad de un acuerdo entre la Ciudadela y oficiales aquí en Palacio.


Eso pareció despertar al presidente de su ensoñación. Su rostro cansado parecía a punto de romper en llanto.


— ¿Tiene nombres?


—El licenciado no, pero yo sí—intervino Sánchez Azcona, antes de una breve pausa— señor presidente, quiero acusar formalmente al general Victoriano Huerta de traición. Lo vi comiendo ayer en El Globo con Enrique Cepeda, que todos sabemos que es el espía de Wilson, y también estaba presente García Granados, a quien agentes del servicio secreto vieron entrar a la Ciudadela hace dos días.


—Granados es un ciudadano ejemplar, que quería hacerme unas consultas producto de la preocupación civil —contestó Huerta— no tenía manera de saber de sus otras amistades. Además, yo no lo cité, me interceptó en una reunión con Cepeda, pero esa comida forma parte de mi vida privada, le recuerdo, señor presidente, que soy padrino de uno de sus hijos. Niego categóricamente la acusación, y si el licenciado no tiene más prueba que un encuentro circunstancial, le exigo una disculpa.


—Hermano —dijo Ojo Parado, violando por primera vez el protocolo desde que Ángeles lo conocía— abre los ojos por favor. Tal vez no sea un traidor, pero efectivo tampoco ha sido.


—¿Y con quién piensa reemplazarme? Soy el más alto rango del ejército.


—El general Ángeles…


—Tengo entendido que el congreso aún no ha ratificado el ascenso, y aunque el presidente lo haya ordenado, debemos apegarnos a la legalidad. Hasta que no reciba una notificación oficial, Felipe Ángeles es un coronel, sin afán de faltarle al respeto.


Y entonces Felipe Ángeles entendió que habían perdido la batalla. Sabía que el congreso era en su mayoría opositor, pero confirmar los acensos militares siempre había sido un mero trámite, que el suyo se hubiera congelado era algo que no entendía, hasta ese día. Se preguntó si todas las otras promociones y nombramientos que aún no se votaban eran de personas en las que el presidente hubiera podido confiar.


—El general Huerta tiene razón. Esa es la cadena de mando, y hasta el presidente debe respetar la ley. Necesito pensar señores, les pido a todos que se retiren. Y hermano, sé que tú no confías en nadie, pero no tengo opciones, y creo en el honor y la disciplina del soldado. Hasta que la crisis se resuelva, estoy en manos de Victoriano Huerta.

¡Bienvenidos pasajeros! Cada relato de este proyecto narra un solo día, pero hay ocasiones en las que resulta difícil constreñir tantos acontecimientos interesantes a un sólo punto de vista. Por eso en este regreso a la serie de relatos, espero que disfruten el experimento de alternar entre dos protagonistas.





Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío




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