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No por mí, sino por Roma

Año 458 a.c.


He corrido hasta perder el aliento, y cerca he estado de morir a manos de mi propia toga, pues pocas veces se ha visto a tantos esclavos despertar a sus amos antes del alba, pues hay una sesión de urgencia en la Curia Hostilia. Mi único consuelo es que no soy el único que se arriesga al ridículo, pues al tomar asiento noto como la mayoría exhala sudoroso, un puñado aún no termina de arreglarse y todos tienen la perplejidad y la confusión grabadas a fuego en el rostro.


No se me ocurren motivos para la urgencia de la convocatoria, pues por siglos Roma no ha enfrentado una crisis que amerite semejante angustia. Es cierto, estábamos en guerra con los ecuos, pero no eran más que una pequeña tribu, y la guerra era la norma más que la excepción. Además, dos ejércitos consulares ya habían partido a presentar batalla, y yo no albergaba dudas de lo que pasaría: un desfile más para un cónsul más, la guerra convertida en poco más que un renglón en el cursus honorum de otro ambicioso político. Tal es el secreto a voces en el senado, tendremos muchas diferencias, pero dos cosas tenemos en común: una sed insaciable de poder, y un profundo rencor por aquellos que nos adelantaban en la búsqueda.


Cinco legionarios entran a la curia, y parece que todas las dudas se disipan. La sangre me hierve, pues me han hecho levantarme sólo para rendir pleitesía a la avanzada de un político petulante; lo único que quedaba por averiguar era quién, si el que había cabalgado al campamento enemigo en el Álgido, o el despachado a acosar a los sabinos antes de que se pudieran unir a los rebeldes. A mi lado, Cayo parece compartir mi frustración, pero él no teme en dar rienda suelta a su lengua ácida.


—Otro Triunfo, ¿eh? como si nuestros cónsules no tuvieran ya el ego demasiado grande. Pero cual de esos dos pomposos crees que…


Yo lo he dejado de escucharlo, pues reconozco a uno de los senadores, haciendo lo posible por encogerse en una de las filas del fondo.


—Rútilo está aquí.


— ¿Sin exigir que le besáramos los pies? Mal debió haber ido su campaña contra los sabinos. Odio al soberbio de Augurino, pero no te mentiré, me consuela saber que hay alguien aquí que sufrirá más que yo con el triunfo que votaremos hoy.


Mas no fue un triunfo lo que votaríamos ese día, y hasta Cayo perdió las palabras cuando Horacio, quien precedía la sesión, nos dijo quiénes eran los soldados que agachaban la mirada.


—Estos cinco hombres es lo único que queda del ejército del cónsul Augurino. Creemos que siguen vivos, pero cayeron en una trampa de los ecuos, y están cercados en el Monte Álgido. Sólo los jinetes que ven ante ustedes pudieron escapar por una brecha antes de que se cerrara el cerco, y traernos tan terrible noticia.


—Tenemos dos ejércitos consulares —gritó alguien un par de filas apartado de mí— ¿no es acaso obligación de Rútilo auxiliar a su compañero? ¡Propongo que sea convocado de inmediato a Roma!


Al parecer nadie había reparado en la presencia del cónsul en la reunión, y parecía que rezaba a todos los dioses porque nadie lo hiciera.


—El cónsul regresó antes del amanecer —continuó Horacio— habiendo logrado la paz con los sabinos sin presentar grandes combates. Pero su ejército se encuentra cansado, y él ha confesado no estar a la altura de las circunstancias. Instantes antes de que los llamara a ustedes, presentó su renuncia.


Tal acto de cobardía cualquier otro día hubiera sido respondido con burlas y abucheos, pero sobre la curia pesaba el silencio, pues poco a poco los senadores comenzábamos a darnos cuenta de la realidad: el enemigo había resultado ser más astuto de lo que cualquiera hubiera imaginado, y una campaña rutinaria se había tornado en tragedia, con la ciudad expuesta, la mitad de sus defensores atrapados al oeste, y la otra cansada, desmoralizada sin líder.


En una reunión muy parecida a esa, siglos atrás, un grupo igual de ambiciosos había decidido que el poder siempre quedaría repartido en dos; sólo hacia contendríamos nuestros peores impulsos, y podríamos intrigar sin miedo a que alguien más se quedara con todo. Pero ese mismo pragmatismo de antaño podría hoy convertirse en nuestra perdición: ambos cónsules debían estar presentes para nombrar nuevos, o al menos debían presentarse pruebas de su deceso, pero Rútilo ya no era cónsul, y Augurino, aunque sitiado y derrotado, seguía vivo. Sólo había una solución, reservada sólo para las peores de las crisis.


El destino había querido que me sentara frente a la única ventana de la curia, pero yo tenía miedo de voltear, pues sabía la visión que me recibiría: el soberbio monte Palatino, donde nacieron Rómulo y Remo, y las puertas de lo que fue el palacio de los reyes de antaño. Cierro los ojos, pues los senadores, llevados por el pánico, gritan una palabra que amenaza con deshacer todo aquello por lo que hemos luchado:


—¡Dictador! ¡Dictador! ¡Dictador!


Al unísono se decidió darle poder ilimitado a un solo hombre, pero ahora volvíamos a discutir, pues si antes temblaban de miedo, ahora salivaban por la oportunidad que llevaban toda la vida esperando. Yo estaba seguro que, sí votábamos en ese momento, la mayoría lo haría por él mismo. Cayo se me acercó aún más, seguro para pedirme su apoyo, cuando el humillado Rútilo habló por primera vez:


—¡Ingenuos! ¡Necios! Yo tengo más aptitudes que la mayoría de ustedes, y aún así el poder me quedó grande. Si hemos de conferir el poder absoluto a uno solo, atentar contra los principios mismos de esta República, debe ser un hombre excepcional. De probada destreza en el campo de batalla, pero también con suficiente astucia para negociar sin perder fuerza, pues lo mandaremos al combate con legionarios cansados y reclutas inexpertos. Alguien capaz de mostrar tanto crueldad como misericordia, tanto liderazgo como empatía. Y señores, me duele decirlo, pero sólo hay uno que reúna tales virtudes.


Y yo sé a quien se refiere, mucho antes de que termine de hablar, y Horacio sea el primero en proclamar su nombre. Sé quién es aquel que está a punto de convertirse en lo más cercano que ha tenido Roma a un rey en generaciones, pues fui yo quien lo exilió de la ciudad hace dos años.



Antes del mediodía me encuentro junto con Cayo, Lucio, Horacio y un par más en una granja a varias leguas de la ciudad, buscando al más orgulloso de los patricios. ¡Cómo lo odiaba entonces! Con sus mantos de colores, sus perfumes y sus mansiones. Consciente de sus propias capacidades, no fue sorpresa para nadie su vertiginoso ascenso, pero como cónsul se mostró más prejuicioso contra los plebeyos de lo que cualquier senador hubiera esperado, y eso que todos los veíamos por encima del otro. Cuando uno de aquellos sucios de la plebe apareció muerto al día siguiente de discutir con el hijo del cónsul, vi mi oportunidad. Nunca pude demostrar que él había tenido que ver con el incidente, pero los rumores bastaron para ensuciar su reputación. Aquel altivo senador renunció a la curia el instante que terminó su año consular, y vendió su mansión en la ciudad para pagar la fianza de su hijo.


Por eso debo confesar que, cuando en su casa nos dijeron que se encontraba en el campo, tardé en reconocerlo. Sí, tenía la barba más larga, y un par de arrugas más en el rostro, pero no fue aquello lo que me sorprendió. El hombre al que íbamos a ofrecerle todo se encontraba apenas vestido, con la espalda quemada por el sol, y tenía que ser él, pues el único otro en las cercanías era un muchacho que no podía sino ser el menor de sus hijos. En una mano sostenía un arado, con la otra acariciaba el lomo de una bestia de carga.


—¿Cincinato? —pregunté, incrédulo.


—¿Senadores? ¿Todo está bien en Roma?


—Una amenaza se cierna sobre ella. Exigimos tu presencia, que aceptes el manto púrpura.


—No— dijo el exiliado, tras pensar solo un instante. Fue entonces que Cayo perdió la paciencia.


—¿El campo te ha vuelto loco, o sólo estúpido? Deberías agradecer de rodillas el tener una segunda oportunidad. ¿Qué clase de hombre rechaza tenerlo todo?


—Ya lo tengo todo, senador. Lo confieso, yo también ambicioné lo mismo que ustedes, pero este exilio ha sido una bendición. Cosecho el fruto de mi propio trabajo, comparto el día con aquellos a quienes amo, y veo el sol salir sin pensar en intrigas y conspiraciones ¿Qué más puedo pedir?


—Cincinato, si en verdad te has convertido en un hombre iluminado —intervengo— no nos obligues a suplicar. Me conoces, sabes que no estaría aquí si pudiera idear una mejor solución. Y créeme, lo intenté.


—¿Por qué yo? No necesito a Roma, ya no.


—Pero Roma te necesita a tí. Puede que no quieras reconocerlo, yo tampoco lo deseo, pero hay una razón por la que llegaste joven a cónsul, eres…de los mejores hijos que Roma ha dado.


Digo lo último casi en un susurro, cada palabra se siente como una puñalada. Y quien fuera mi enemigo parece notarlo, pues su rostro se vuelve mucho más serio. Quizá buscando no torturarme más, se dirige hacia Horacio.


—¿Tan grave es?


—Vienes con nosotros, o la ciudad morirá.


Cincinato ya no nos dijo nada, pero le susurró algo a su hijo, quien volvió corriendo a la granja. Un par de horas después, el senador exiliado volvía a portar una toga por primera vez en dos años, lavada con esmero por su mujer. No fue hasta entonces que accedió a dejar que colocara sobre sus hombros el manto púrpura que le otorgaba la condición de dictador.


—¿Por cuánto? —preguntó, y aunque era el día más importante de su vida, sonaba triste.


—Sólo seis meses. Me aseguraré de eso.


Cincinato suspiró, y asintió por la cabeza. Viendo al horizonte, murmuró:


—No por mí, sino por Roma.


Quince días después


La curia se encuentra atiborrada de nuevo, y resulta difícil de creer que no ha pasado ni un mes desde que creímos nuestro mundo terminado, pues ahora el sol hace relucir el mármol como si fuera plata. Mientras los senadores murmuran y celebran, yo me obligo a mirar el monte Palatino, conteniendo la respiración a la espera de lo inevitable. Sí, es cierto que Cincinato se ha negado a celebrar un triunfo, pero hoy ¿quién le podría negar algo al héroe que venció a los ecuos sin derramamiento de sangre, cuya mera presencia logró que levantaran el asedio y entregaran a tres líderes como prenda de paz? Era más grande que nunca, más amado que nunca, más poderoso que nunca.


Aún le quedaba a su dictadura más de cinco meses, tiempo más que suficiente para hacer las reformas que le vinieran en gana, y él lo sabía, pues por algo los había convocado a sesión. ¿Aprovecharía el momento, o esperaría a fortalecer aún más su posición? ¿Será acaso que hoy el dictador se convierta en rey?


No puedo ni siquiera voltear hacia él, pues no sé cuál será el destino que decidirá para mí. Contemplando el palacio de los reyes, siento que traiciono a mis padres y abuelos, que derramaron su sangre por la república. ¿Me matará por haberlo alejado del poder la primera vez? ¿O me dejará vivir para regodearse que fui yo el que volvió a entregárselo? Quisiera que los dioses me volvieran ciego y sordo, pero no tengo otra opción que escuchar su discurso.


—Cuando me entregaron este manto púrpura, dije que lo aceptaba no por mí, sino por Roma. Amigos y enemigos por edad, juraron que mi ciudad sufría una crisis sin precedentes. No sé qué tanto fue mi actuar, y qué tanto la voluntad de los dioses, pero en dieciséis días la amenaza se ha disipado. Y aún así, al título que me otorgaron le restan casi seis meses…


Exclamaciones de asombro e incredulidad recorren entonces las hileras, y la curiosidad me gana. No puedo hacer sino voltear, y tardo mucho en encontrar a Cincinato, pese a que está en el centro de la sala. Tardo un instante en entender el por qué de mi confusión: ya no porta el manto púrpura, lo ha depositado a los pies de la estatua de Júpiter.


—Hace dieciséis días, renuncié a mis propios deseos, pues tal era mi deber como ciudadano, el que Roma exigía de mí. Y quizá sea una decisión egoísta, pues dejo el poder a aquellos que lo anhelan sin estar preparados para él, pero yo no veo la necesidad de seguir con esta carga. A partir de hoy, juro que no buscaré ambición alguna más que la de perseguir mi propia felicidad, y mis manos no sostendrán otro instrumento que aquel que ame. Las espadas nunca me gustaron. Con su venia, volveré a mi arado, pues aunque siempre amaré a Roma, es el campo donde ahora habita mi corazón.

¡Bienvenidos pasajeros! El relato de hoy entra dentro de la categoría de mito, pues el Cincinato real fue probablemente tan egoísta y ambicioso como el resto de los poderosos, y unos años después volvería a la política, pero su leyenda ha sido por siglos una lección sobre el buen ejercicio del poder, la abnegación y el sentido del deber cívico. Ojalá más líderes se parecieran más al ficticio que al real.




Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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