La última bandera de Castilla
- raulgr98
- 14 nov
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San Juan de Ulúa, 23 de noviembre de 1825
Una llovizna ligera hace que mis lágrimas se disimulen, y mi acalorado cuerpo sienta alivio por primera vez en dos años. El viento hace ondear la bandera roja y dorada en lo alto de la torre; pero no sé si lloro de tristeza al saber que será la última vez, o de alivio porque pronto yo también abandonaré esta tierra ingrata.
Dicen que la Nueva España, aún me resisto a llamarla México, ama estar en guerra consigo misma, e incluso a un sitiado le llegan rumores, pero no me preguntéis por los diez años de guerra, pues jamás participé en un combate activo. Yo era tan sólo un escolta de Don Juan, quien me dejó en esta maldita isla mientras él se reunía con los alzados. Lo siguiente que supe, meses más tarde, es que aquel tal Iturbide era emperador, y que O’Donojú ya no era jefe político, es más, llevaba casi un año en presencia del Señor. Si entonces hubiera tomado un barco de regreso a Cuba, distinta habría sido mi suerte, pero pequé de curioso, deseaba saber qué clase de hombre era el mariscal Lemaur.
Otro más hábil que yo podrá contar de las intrigas de Lemaur con Echávarri, pues incluso de aquellas de las que llegué a escuchar, no llegaron a mí completas. Soy de naturaleza simple, y los pactos secretos y conspiraciones rebasan mi entendimiento, sólo sé que el día en que nos llegó la noticia de la abdicación del tal Agustín I, que de forma tan profana se había atrevido a ostentar una corona inmerecida, fue tal la algarabia de haber durado más que él, aunque fuera languideciendo en un islote, que era como si la arena del mar se hubiera tornado aquella mañana en oro. Por un momento, hasta el más escéptico volvió a albergar esperanzas: algunos soñaban con cruzar de nuevo el mar, otros con recobrar lo arrebatado, cubriéndose así de gloria; pero lo que nadie podía augurar que él quien habría de enloquecer sería él mismo comandante.
¿Fue en verdad orgullo por una escaramuza sin sentido en la Isla de sacrificios? ¿El hastío de recibir cada vez menos noticias, sentirse menos importante? ¿Presentía acaso que pronto su majestad recobraría el poder absoluto? No soy quién para discernir sus motivos, apenas y entiendo los míos. Debí huir la noche anterior, aunque fuera en una balsa de tablones, pero ebrio de orgullo por formar parte de lo que llamaba la “resistencia heroica”, amanecí en esta maldita isla aquel ocho de octubre de dos años atrás, cuando se ordenó apuntar los cañones, y disparar contra el puerto de Veracruz.
Si hubo momentos, en los años previos al sitio, en los que me sentí miserable de vivir en aquel islote, nada podría haberme preparado para lo que acontecería después de que los busques nos rodearon por completo. Dicen que los que habitaban la ciudad, tanto los que huyeron como los que permanecieron, sufrieron más, pero ¿a mí qué me importan aquellos infelices, si yo vivía mi propio infierno? Si al menos hubiéramos podido disparar todos los días, habríamos tenido una posición más digna, pero cuando no se suspendía por lluvias era porque el comandante quería vestirnos de gala para honrar a la Patrona.
Los mexicanos constarán que fue su valía la que nos doblegó, pero la verdad es que como rival no éramos la gran cosa. Si he de ser honesto con vosotros, nos odiábamos entre nosotros más de lo que nos despreciaban los de afuera. ¡Oh, tantas horas perdidas discutiendo, con palabras o con puños, por política al otro lado del mar! Entre nosotros el que defendía las cortes de Cádiz se negaba a hacer guardia con el devoto de Fernando VII. Como si no fuéramos todos hombres, como si la peste no nos afectara a todos ¡incluso a mitad del invierno, no podíamos escapar del maldito calor!
Comida y balas, tuvimos durante casi todo lo que duró el asedio, pues los corsarios ingleses y los usureros del Mississipi encontraban la manera de evadir el bloqueo, pero lo que faltaba era voluntad. Hace un año, poco después del año nuevo, cinco se esfumaron, incapaces ya de soportar a sus compañeros. Debí haberme ido con ellos, pero nunca me incluyeron en ningún plan de fuga, pues jamás manifesté opinión política. Ese fue el año de las deserciones, pero si en enero lo hacían por política, en mayo era por peste. ¡Mírame! Acércate a ver, si te atreves, las cicatrices de las llagas que llenaron mi cuerpo, contempla mis encías sangrantes. Del vómito negro que a tantos compañeros hizo padecer yo nunca me enfermé, pero nadie podía escapar al maldito escorbuto. Durante casi un año, la fiebre se convirtió en mi más fiel compañera, el sudor mi único amante, y el retorcerse de agonía la única danza que recordaba.
Nadie vino en nuestro auxilio. En junio del año pasado, delirante por la fiebre, Antonio se arrojó al mar, jurando que podía volver a Cuba a nado. Yo estaba en el parapeto aquella mañana, aún podía ver con claridad al muchacho cuando los tiburones lo alcanzaron. Sólo en agosto tuvimos lo más cercano a esperanza, cuando nos llegó un poco de comida, por primera vez en semanas, y a más de doscientos enfermos de las barracas se los llevaron a tierras con menos sufrimiento; pero cuando aquellos que nos mantenían vivos comenzaron a enfermar, otra vez quedamos en el desamparo, y el comandante encadenó nuestros propios barcos, porque sabía que más de uno de nosotros pensaba ya en robarlos. Algunos construyeron botes, otros sólo comenzaron a nadar. Puede que algunos lo lograran, eso yo no lo sé.
Para Navidad ya no había comida, y hasta el miedo a la muerte se desvanecía, pues parecía que la padecíamos en vida. Un mes después, llegó el relevo, casi setecientos desgraciados, que se supone, nos reemplazarían a todos. Lemaur fue el primero en largarse, sustituido por el brigadier Coppinger, quien debo admitir, fue una compañía más agradable. La mayoría se fue, pero a una docena, a los que nos vieron menos hambrientos, menos enfermos, menos agonizantes, nos dejaron. Yo no quería creer que no renovarían a toda la guarnición, me imaginaba ya en un hospital de La Habana. Gutiérrez fue el más listo, él sí lo intuyó, y puesto que era el único de nosotros que seguía aunque fuera un poco gordo, se rompió la pierna, para garantizar la evacuación.
Con Coppinger dejamos de ser soldados, el nuevo comandante nos puso a limpiar y lavar siempre que pudiéramos, las bóvedas y parapetos, pero esta maldita isla apesta a humedad, y el calor es señor todopoderoso aquí. ¿Cómo podíamos impedir que la comida se pudriera? No soy médico, pero hasta yo sabía que el escorbuto volvería, y esta vez no daría tregua.
Coppinger en persona me prometió en agosto que sólo tendría que aguantar un mes más, a que arreciaran los vientos, juro que me marcharía en el próximo barco. Pero ningún barco volvió a llegar, pues una semana antes de mi partida programada, mercenarios ingleses se unieron a los mexicanos, y quedamos del todo aislados. Cada día se sumaban más naves, y ningún refuerzo se atrevió a presentarles batalla, todos dieron marcha atrás con más celeridad que aquella con la que partieron. Lenta pero imbatible, la enfermedad regresó: primero seis, quince al mes siguiente, poco más de cuarenta al que sigue. Este septiembre, cuando debí haber huido de aquí, el escorbuto se llevó a más de ochenta, y el mes pasado arrojamos al mar los cuerpos de casi ciento treinta.
No había pedazo de la isla que no apestara, pues los enfermos ya no podían moverse. No os miento, tuve que hacer agujeros en los catres para que aliviaran sus entrañas, pues desplazarse a la letrina era una verdadera tortura. En el último pase de lista que el comandante se atrevió a hacer, el primer día del mes, ha sido la única vez que dudé de la existencia de Dios: trescientos cuarenta habían muerto, casi trescientos más agonizaban entre su propia pestilencia, sólo setenta podíamos sostenernos en pie. No alcanzaba a ver ningún rostro en los barcos que sellaban nuestro destino, pero podía escuchar sus risas.
Corrí al exterior del baluarte, y con toda la furia acumulada por la desgracia, grité:
— ¡Ataquen de una vez, malditos! ¡Merezco al menos una muerte limpia!
Pero sabía que no lo harían ¿porque arriesgarse a perder incluso a uno de los suyos, cuando sólo debían esperar? Dos semanas teníamos para rendirnos, o el escorbuto dejaría Ulúa desierta.
Sólo hoy me enteré, que el comandante mandó al inglés a negociar la misma noche de mi exabrupto, y al parecer aquel emisario era un prodigio de la pluma, pues todo terminó pronto. Sólo ahora entiendo que la naranja que me arrojaron desde un barco cuatro días después, lo más dulce que recuerdo jamás haber comido, no fue una muestra de misericordia, sino la señal que la rendición se había acordado.
Pero los burócratas son hombres crueles, y a los hombres de pie no se nos avisó hasta hace cinco días, que los hombres de letras firmaron el acuerdo, y se comenzaron a llevar a los treinta heridos más graves, para que los atendieran en hospitales de la ciudad. Pronto estaré en La Habana, pues dicen que Coppinger consiguió que el general Barragán y el capitán Sainz, nuestros torturadores, pagaran el transporte, pero si ya he padecido y sobrevivo a tanto, puedo esperar un poco más, pues hay algo más que debo ver.
Junto con la bandera dorada y carmesí, con el escudo coronado del rey; ondea una más, una tela mohosa y raída, que los viejos dicen enarboló alguna vez Cortés. Alguna vez fue blanca, pero aunque el fondo se ha perdido, la cruz roja de Borgoña sigue brillando. Coppinger en persona la ha izado, pues los mexicanos han accedido a saludarla, una última muestra de respeto al Señor en el que ellos también creen, cuya palabra llegó hace trescientos años del otro lado del mar.
Los cansados sitiados comienzan a abordar los barcos de salvación, pero yo permanezco incluso después de que los mexicanos bajen nuestros blasones, y permiten que su águila, en un marco tricolor, ondeé orgulloso, coronando el fin de una era. Soy Gonzalo Enríquez, marino sevillano, el último español en San Juan de Ulúa. Nadie recordará mi nombre, pero a mi lado camina la historia, pues cuando deje estas costas, Nueva España se irá conmigo, y ni ella ni yo volveremos jamás.
¡Bienvenidos pasajeros! Como bien auguraba ayer, tras mucho meditar me decanté por una historia en el puerto de Veracruz, en particular la primera de las cuatro “defensas heroicas”, puesto que la próxima semana será el bicentenario de lo que para algunos es la consumación definitiva de la independencia. Aunque no me gusta la obsesión con las efemérides, y tiendo a no celebrarlas, siempre es buena la oportunidad de recordar un evento relativamente poco conocido.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
Conmovedora narración. Proyecta la desperación, el desamparo y la amargura que seguro sintieron esos hombres sitiados en San Juan de Ulúa. Excelente.