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Con sólo tres gotas

Gwion revolvía y revolvía el caldero negro, como lo había hecho incesantemente noche y día, veinte horas; por cada cuatro de descanso, por tantos meses que había perdido ya la cuenta. Pero aquel día sería en el que finalmente sería libre, pues tras un año de trabajo, la poción de su señora quedaría lista. Durante gran parte de su ingrata tarea, la hechicera ni siquiera le concedió el poder saber para que era tal brebaje, pero hace un par de semanas, el sirviente había escuchado a escondidas una conversación.

—Madre, no entiendo, ¿por qué no puedes curar mi rostro deforme? —lo reconoció al instante, pues su voz era tan grotesca como las facciones de uno de los herederos de la hechicera— ¿qué hice yo antes incluso de nacer, para merecer que todos me vean con repulsión?


—No es culpa tuya, querido Morfran—contestó Ceridwen, con una tristeza que el criado jamás había escuchado—pero tales son las reglas de la creación. Si Crierwy fue destinada a ser la criatura más hermosa de Bretaña, recayó en ti el que mi descendencia reflejara el equilibrio que mantiene vivo al mundo. Y eso, por mucho que te ame, ni siquiera mis poderes lo podrían cambiar.

— ¿Entonces estoy condenado a ser infeliz, todo para compensar las bendiciones de mi hermana? No es justo madre, que yo jamás pueda conocer el amor de una doncella, el afecto de un amigo, ni la dicha de la paternidad.


—Dije que no puedo cambiar tu rostro, hijo mío, no que permaneceré impasible ante tu miseria. Pronto quedará lista la más grande de mis pociones, la que conferirá a quienes la beban sabiduría y larga vida.

— ¿Y de qué me serviría a mí tales dones? ¿Quién escucharía mis consejos, si tan solo inspiro terror? ¿Cómo me haría feliz alargar más mi soledad, sabiendo que mi rostro jamás seducirá a nadie?

—No sólo la belleza física es la que puede despertar el amor en los corazones, y es que hay una magia antigua y poderosa: quien beba las tres primeras gotas de la poción de inspiración no sólo recibirá un vistazo del futuro, sino que poseerá la capacidad de tejer con palabras las historias más maravillosas, y contarlas con una voz tan hermosa que hasta el mundo mismo se plegará a su voluntad. Nunca serás bello, hijo mío, pero con tales dones, no faltará quien te ame y admire.

Desde aquel entonces, Gwion revolvía el caldero con un poco de alegría, pues entendía que su ama podía ser severa y cruel, pero aquella tarea se la había encomendado por compasión a su desafortunado hijo. Y ese día, por fin, el ritual quedaría terminado. Pese a que era plena noche, el sirviente escuchó el trinar de un pájaro, la señal prometida por la hechicera, el momento en que el año de preparación quedaba concluido.


—Gwion, lleva el caldero al patio, para que lo ilumine la luna llena—ordenó la hechicera desde sus aposentos en la torre.


Y el criado obedeció, pero el caldero era muy pesado. Cuando llegó al altar construido en el centro del castillo, ya no le quedaban fuerzas para colocarlo con delicadeza, sino que con un resoplido, lo dejó caer. El golpe fue tan abrupto que el humeante líquido se suspendió por un instante en el aire, el mismo en el que Gwion, paralizado por el miedo, temió que toda se fuera a derramar. Para su fortuna, casi toda la pócima cayó de regreso en el caldero, pero un poco, como si quisiera castigarlo por su torpeza, salpicó su dedo pulgar.


Gwion sintió entonces un ardor atroz y, sin siquiera pensarlo, se llevó el pulgar a la boca, en un desesperado intento de aliviar la quemadura. No tuvo tiempo de ver la herida, menos aún de contar cuánto de la pócima permanecía aún en su dedo. No fue hasta que tres gotas de maravilloso sabor de deslizaron por su garganta, que el sirviente entendió el gran error que había cometido.

Aunque se sabía bendecido, Gwion nunca compuso canciones para grandes salones, ni realizó conjuros con su voz, pues imaginar la ira de su ama lo consumió por completo. Aquella noche huyó, y no dejó de correr por meses, hasta que Ceridwen lo encontró.

—Si huiste, traidor, es porque sabías lo que la poción haría, y aún así la bebiste, pese a que era la única esperanza de mi hijo de labrarse un futuro —le dijo, con los ojos encendidos de furia— el caldero entero bebió, y ahora es incluso más infeliz que antes ¿Por qué lo hiciste?


—Fue un accidente, señora, lo juro. No fue mi intención. Le ruego misericordia.

—La torpeza y la ingenuidad no pueden quedar sin castigo, lo sabes bien.

—Lo entiendo, señora, pero si no me mata, algo puedo hacer por su hijo. Aún no he utilizado el vistazo del futuro que la pócima concede. Sea misericordiosa, y dedicaré este don a Morfran.


El gesto de asentimiento de la hechicera Cerridwen fue apenas perceptible, pero al atemorizado Gwion le bastó, y usando su melodiosa voz por primera y última vez, enunció la profecía:


—Morfran encontrará la felicidad, pues aprenderá las artes de la caballería. Su suerte quedará atada a la de mi descendencia, que algún día lo llevará al reino más grandioso sobre la Tierra. En una mesa redonda encontrará la hermandad, el respeto y el amor que anhela. Y cuando todo llegue a su fin, en la llanura maldita Camlaan, él será de los pocos que viva para contar la historia del rey que fue una vez, y que volverá a ser.

Satisfecha, la hechicera agitó la mano, y su antiguo criado quedó convertido en una semilla. Quizá la intención de Cerridwen fue plantarla, para que el fruto viviera por siempre, pero cuando logró regresar a su castillo, había olvidado al pequeño grano, que languideció escondido en sus mangas hasta el día en que, por una casualidad, lo acabó devorando por error. Quiso así el destino que la hechicera quedara encinta por primera vez, y en otra noche de luna llena, el desafortunado Gwion volvió a nacer, sin recuerdos pero con su don intacto, en la forma de un bebé. La mujer, que nunca deseó un tercer hijo, despreció a la criatura, pero no tenía corazón para matarlo, así que lo colocó en una caja de madera y lo abandonó en el mar, usando magia para garantizar que las corrientes lo llevarían a un nuevo hogar.

Y así fue, pues en otra tierra, el hijo de un rey encontró la caja atascada en un viejo tronco, y amó a la criatura como si de sus entrañas hubiera salido, pero le puso otro nombre, uno que haría eco en la historia como el primero y más poderoso de los bardos: Taliesin, el padre de Merlín.

¡Bienvenidos pasajeros! Estos días he estado pensando mucho en la música, y recordé mis años jugando Calabozos y Dragones, donde siempre elegía el rol del bardo, pues representaba mucho de lo que soy (solidario, inteligente, creativo), con mucho de lo que me gustaría ser (seguro, carismático, versátil). La publicación de hoy está dedicada a uno de los más famosos de esta noble tradición, en algunas versiones hijo del mago en lugar de su padre, en otras Merlin mismo. Sin embargo, aunque hoy decidí contar su nacimiento mitológico, Taliesin es una figura histórica, con algunos de sus cantos sobreviviendo incluso en la actualidad, uno de los pocos personajes del ciclo artúrico respaldado por pruebas arqueológicas. Que un cantante andante logre por el poder de su arte ser inmortalizado en la forma de una figura legendaria, es la prueba de que la música es lo más cercano que conoceremos a la verdadera magia.


Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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