Ante el tablero de senet
- raulgr98
- 7 feb
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La caja de marfil era tan blanca como la retorcida sonrisa del dios de la luna, esperando al otro lado de la mesa a que comenzara el juego más importante que el mundo vería. Y nadie entendía la gravedad de lo que estaba a punto de acontecer más que su rival, el visir del faraón.
Tres filas, treinta casillas, diez fichas. Que el destino del mundo fuera a ser decidido por tan poco, a Thot le habría parecido ridículo, pero ahora, con la apuesta ya hecha, de su mente había desaparecido cualquier rastro de ironía pues, por primera vez en su existencia, sentía miedo. Lograr que más fichas suyas que las del oponente llegaran al otro lado parecía una tarea sencilla, y si sólo de habilidad se tratara, se sentiría más tranquilo, pero Khonsu, aunque taimado y adicto al juego, no era estúpido: las movidas serían determinadas por las cuatro tablas de madera junto al tablero; no habría truco que lo sacara de esto.
En el instante eterno que las tablas giraron en el arte, antes de decidir la suerte del universo, Thot maldijo en silencio a Ra, pues era su orgullo y sus celos desmedidos los que lo habían orillado a esta medida desesperada. Y aún en ese momento, cuando ya no había marcha atrás, se preguntaba si traicionar a su faraón y alterar para siempre el balance natural valía la pena.
La tirada inicial favoreció a su oponente, quien movería primero, pero al visir eso le tranquilizó, pues podría comenzar a descifrar el estilo de juego de Khonsu antes de tomar decisiones. Conforme se fueron sucediendo los turnos, aunque Thot sabía que su concentración debía estar sólo en el senet, no podía evitar mirar de reojo al cielo nocturno en cada ocasión que podía, esperando ver el rostro de Nut en el brillo de las estrellas.
Los dioses siguen siendo hombres, víctimas de sus pasiones y deseos; y la diosa del cielo no sólo era el ser más hermoso de la creación, sino ingeniosa, bondadosa y amable. Fuera escuchando su voz o sólo contemplando sus ojos, podían perderse horas en su presencia, y no era de sorprender que la mitad de los inmortales la hubieran cortejado. Y cuando la gran dama había elegido a Geb, señor de la tierra, los otros pretendientes tendrían que haberse resignado, la mayoría había cedido. Pero no el todo poderoso Ra, quien se creía con derecho sobre todo y sobre todos. En una actitud indigna de un rey, el faraón había mentido, fingido aceptar la derrota, guardó su rencor el tiempo suficiente para que la feliz pareja yaciera, y en cuanto supo que Nut estaba encinta, pronunció su maldición:
“¡Ningún hijo del cielo y la tierra nacerá en los días del sol!”
El plan parecía tan perfecto como el año: doce meses de treinta días, el universo guardaba así su equilibrio; y con Ra surcando los cielos cada día en su barcaza solar, estaba más cerca de Nut de lo que su marido jamás volvería a estarlo. Su maldición era una deshonra, una injusticia, un crimen; y Thot entendió que la única manera de hacer valer la ley era violarla. Por años sufrió en silencio el ser testigo de la agonía de Nut, en un eterno labor de parto, mientras leía papiros antiguos y practicaba con conjuros secretos.
Así fue hasta que un día la revelación llegó a él: Ra se había equivocado: no era el recorrido del sol el que marcaba el paso del tiempo, sino las fases de la luna; ¿por qué intentar romper una maldición imposible, si se podía robar suficiente luz del astro nocturno para crear más horas?
Con esa propuesta fue que el dios de la sabiduría visitó a Khonsu, pero éste no entendía nada de justicia, menos aún de compasión. Aún así, aseguró no temerle a Ra, pero no prestaría su apoyo a cambio de nada: si Thot quería horas para que Nu diera a luz, tendría que ganarlas en el tablero de Senet. La negociación fue dura, y el resultado uno que el visir nunca habría aceptado en circunstancias normales, pero había llegado al punto de la desesperación. Suficientes horas para tejer cinco nuevos días al final del año, en el caso de ganar, pero si perdía, el dios de la luna devoraría todos sus conocimientos.
Thot y Khonsu jugaron por horas, tantas que parecía que un año entero había transcurrido, y cada vez que el visir creía que llevaba la delantera, su retorcido oponente lo sorprendía con una jugarreta. Aún así, el dios mantuvo la serenidad, y logró que dos fichas terminaran su recorrido antes que las del señor de la luna llegaran a la mitad del tablero, e incluso eliminó una de las de su rival. Pero entonces pasó lo imposible: en uno de los instantes fugaces en los que la tentación lo venció y miró el firmamento, Khonsu no sólo se las ingenió para que tres de sus propias fichas llegaran a la meta, sino que capturó una de las de Thot.
Los mortales decían que Thot lo sabía todo, pero en ese momento no podía siquiera predecir el resultado de una partida de senet. Igualados en fichas perdidas, Khonsu le llevaba la delantera en recorridos completados. Con sólo tres restantes en el tablero, dos propias, una del otro, comenzó a creer que estaba destinado a perder el juego. El tiempo mismo pareció detenerse, y el visir que siempre había encontrado una respuesta descendió en una espiral de tristeza. Él era el dios de la sabiduría; si perdía sus conocimientos, ¿qué le quedaría? Su esencia, su identidad, su razón de ser, todo desaparecería.
Y en esa angustia, se obligó a confrontarse a sí mismo, pues si estaba a punto de perderlo todo, era porque no había sido honesto. “¿Tanto te importa la ley y la justicia?”, le preguntaba una voz en su interior “¿habrías violado el equilibrio natural, y puesto tu propio ser en peligro por cualquier agraviado?”
“No”, tuvo que reconocer. Aunque creía en esos ideales abstractos, no era lo que lo había impulsado, no de verdad. Pues él también había amado a Nut, con tanta intensidad como Geb, Ra y los otros. Era por ella que había aceptado una apuesta con tantos peligros.
“Ella tomó su decisión, necio”, se burló su otro yo “aunque ganes, no correrá a tus brazos”.
—Lo sé —gritó— pero no me importa, no soy Ra. La amo, y el amor es arriesgarlo todo por verla feliz, sacrificarte incluso, aún cuando no sea contigo. Su paz será recompensa suficiente.
En el momento en que Thot venció a la ceguera sobre sus motivos, sus ojos también se abrieron a los hilos secretos que unían el universo. Vio el tablero, y su mente iluminó nuevos caminos, conexiones inesperadas. Observó a Khonsu y descifró su confiada soberbia. “Por Nut”, susurró, y su mirada ya no se perdió al firmamento, pues sentía en su corazón la fuerza que buscaba. Por una última vez, lanzó las tablas al aire.
Aunque en el futuro los habitantes de Egipto llamarían a los últimos cinco días del año “días demoniacos”, por no pertenecer a ninguna estación, y evitarían tomar riesgos o decisiones importantes en ellos; en realidad surgieron del amor, poderoso incluso cuando no es correspondido. Por aquella partida de Senet, cinco criaturas pudieron nacer, uno en cada día y puesto que el mundo no se entendería sin Isis u Osiris, sin Neftis, Set y Horus, el mundo le debe todo a una apuesta desesperada.
¡Bienvenidos pasajeros! Thot, el dios con cabeza de ibis de la sabiduría, siempre ha sido mi favorito de la mitología egipcia. Pese a estar presente en muchos de los mitos, casi siempre dando un consejo oportuno, son en extremo raro aquellas historias en las que asume un rol protagónico. Hoy comparto una de ellas, que además sirve para rendir homenaje a uno de los juegos de mesa más antiguos que se conocen, parecido a las damas o el backgammon, pero con un factor de azar, antes de la invención de los dados.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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