Atrapado en el tiempo
- raulgr98
- 21 feb
- 4 Min. de lectura
De no ser por la moderna ropa de los cientos de turistas que pisan cada hora los adoquines, los coches que ocasionalmente aparcan, o los letreros impresos en los umbrales de algunos comercios, uno podría llegar a creer que se ha visto transportado al siglo XVI.
Si se pone el pie en cualquiera de los establecimientos de la calle principal, uno descubriráque el presente si ha llegado a este pueblo: los baños tienen alcantarillado, y uno puede pedir la clave del internet en casi todos lados, pero las 30’000 almas que habitan esta comunidad, a 35 kilómetros de Birmingham, han logrado esconder todo rastro exterior de tecnología en aras de mantener una fantasía de la que han subsistido por generaciones.
A cada lado de la calle, vemos la misma clase de construcción: dos pisos de bloques de piedra, rematados con techos triangulares de teja, hileras interminables sin separación alguna. La piedra es blanca en algunas casas, amarilla en otras, pero todas están marcadas por vigas verticales de madera verticales, torcidas por la edad; dando la ilusión que pueden venirse abajo en cualquier momento. Salvo por la catedral gótica en la plaza central, y un par de casas de campo en las afueras, la arquitectura transmite modestia. Los rascacielos, el metal y el concreto no tienen lugar aquí, y el poco cristal de las ventanas es encubierto por la herrería. No se encontrarán en este lugar monumentos imponentes o construcciones majestuosas, pero los más sensibles se verán sobrecogidos aun así, incrédulos al ver como cuadras completas de los días de los Tudor quedan en pie.
Pese al ajetreo de los visitantes, el lugar ha logrado conservar su espíritu rural: la ciudad más cercana está a 35 kilómetros, la capital a 146, por lo que es raro escuchar motores o barullo. En los mejores días, los de verano y primavera, el turista con suerte podrá escuchar incluso el cantar de los pájaros que anidan en los muchos árboles que rodean el pueblo, centinelas de los senderos hacia las granjas. A cinco minutos a pie del centro, el río Avon corre con delicadeza, y del otro lado de un puente de piedra y madera, oculto en un recodo, exiliado de la armonía del pueblo, se alza el único edificio que aparenta tener menos de un siglo: la sede de la Compañía Real de Teatro.
Este pueblo ha logrado atraparse a sí mismo en el pasado, pues se niegan a dejar morir a su hijo más celebre. La casa vecina al ayuntamiento sirve a partes iguales como museo y tienda en su memoria, con diez dependientes sudorosos imprimiendo mapas y grabando tarjetas que dan el derecho de entrar a las principales atracciones del lugar: la granja de su madre, la finca de su esposa, la casa de su hija, el consultorio de su yerno, la mansión donde murió. Incluso aquellos lugares que nunca pisó en vida explotan su recuerdo para vender comida, libros y cachivaches, es imposible caminar tres casas sin toparte con una reproducción de su rostro en un cartel.
Los peregrinos, que incluyen a amantes del teatro, estudiosos de la lengua inglesa, consumidores de literatura o simplemente turistas pretensiosos hacen fila de tres cuadras para entrar a la casa más celebrada. Quizá en un esfuerzo de preservarla en el tiempo, no tiene ni un letrero que la distinga, y el visitante debe hallarla leyendo un mapa o siguiendo a la muchedumbre. A simple vista, parece una casa más del pueblo, quizá un poco más pobre que el resto: las vigas de madera se están decolorando, la chimenea parece a punto de colapsar, y el color blanco de la piedra hace mucho que se transformó en el de la arena. Recibe al visitante mostrándole su lado exterior: dos puertas, nueve ventanas y tres techos; pero para descubrir sus secretos uno debe entrar por el jardín trasero.
El interior está amueblado como la conoció el hombre que nació ahí: un taller de lana en el piso inferior, una pequeña cocina, una escalera estrecha y cuatro cuartos en el piso de arriba. No existen los pasillos, y cada habitación conecta con la anterior, las tablas crujiendo por el peso de los extraños en un piso irregular. Algunos dicen que han visto fantasmas, otros se limitan a reportar una energía extraña, pero para nadie es una experiencia desapercibida. Quizá sea sólo sugestión, un producto de la veneración que se le tiene a su antiguo habitante a cuatrocientos años de su fallecimiento; pero los custodios de su legado han procurado dejarlo todo igual, como si pudiera volver de la tumba para reclamarlo, enriqueciéndose con la fantasía de un pueblo en la Inglaterra de 1564.
Pues el corazón del pueblo es una casa a seis cuadras de la plaza principal, lo que en ese entonces eran los límites del lugar; pues en esa casa corriente y desvencijada de la calle Henley nació un tal William Shakespeare, hijo predilecto de Stratford Upon Avon.
¡Bienvenidos pasajeros! Lamento mucho la tardanza del día de hoy pero la inspiración simplemente no llegó. Sin embargo, tuve la idea de compartir con ustedes un ejercicio creativo de tiempo atrás. Es más descriptivo que narrativo, pero se ajusta al propósito de esta sección de compartir un poco del pasado y el presente, siempre en comunicación, en esta ocasión sobre el efecto que aún sigue teniendo uno de mis autores favoritos en aspectos más allá del literario y cultural.
Hasta el próximo encuentro,,,
Navegante del Clío
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