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Bajo la estatua de Morelos

Ciudad de México, 19 de febrero de 1913


No había esperanza alguna de clemencia del enemigo, las de rescate de los amigos, aún más falsa. En la oscuridad de su celda, la mente del capitán de marina ideó una última estrategia: planear una muerte digna. Era imposible calcular el pasar del tiempo, pues el cuarto en el que lo mantenían cautivo carecía de ventanas, y los únicos ruidos que llegaban hasta él eran los de los gritos de júbilo, y los fuegos artificiales.


Adolfo Bassó es el último de los presos en ser arrojado a la celda, desde palacio; y sólo tiene tiempo de reconocerle el rostro a uno, en el breve instante de luz antes de que cierren la puerta; y casi no puede creer lo que ve. Por primera vez, el temible Ojo Parado ha perdido el porte orgulloso, casi altanero que lo distinguía. Mucho temple había demostrado su amigo de décadas durante los últimos días, el capitán daba fe de ello, pero no dejaba de ser tan solo un civil, y se notaba que era la primera vez que sentía a la muerte respirarle en la nuca. Cuando les susurró a sus compañeros de infortunio que el presidente había caído, podría haber jurado que lo escuchó llorar, de pena o coraje, no podía decir.


Durante las horas de espera, cada cierto tiempo los soldados de la Ciudadela habrían la puerta para llevarse a rastras a uno de los cautivos, que nunca regresaba. Para ese momento, sólo quedaban cuatro: el viejo capitán campechano, de poco más de sesenta años; el hermano del presidente, un tal Oviedo, que se identificó como periodista y al que creía recordar como uno de los hombres importantes de Tacubaya; y un gringo tembloroso que tartamudeaba en una lengua que le parecía incomprensible.


—Otro periodista —le tradujo Gustavo— dice que los traidores lo detuvieron, intentó no dar su nombre pero Wilson lo delató. Lo odian por un libro que escribió en los días de Porfirio. ¿Sabes si hay otros rehenes, además de nosotros y el presidente?


—Federico logró huir —dijo refiriéndose a otro de sus viejos amigos, el gobernador del Distrito Federal con el que Gustavo y él solían jugar a las cartas en el club —Urueta, y el secretario particular del presidente. No sabría decir de alguien más, creo que atraparon a casi todo el gabinete.


— ¿Te arrepientes de algo, Adolfo?


—De tanto, Gustavo. De no haberme unido a ustedes en la Revolución. Fui siempre leal a las instituciones, a la Marina; pero quizá podría haber aconsejado mejor al presidente si hubiera estado antes en su círculo. Me arrepiento también de sólo haber matado a Reyes cuando comenzó todo esto, me hubiera encantado atinarle al inútil de Félix, o mejor aún a Mondragón. Nos faltó coraje, amigo. Debimos matar a Victoriano, sin importar lo que dijera tu hermano.


En ese momento se abrió la puerta, y soldados con aliento a alcohol los sacaron a empujones a los cuatro presos. Gracias a la tenue luz de un farol, Bassó pudo ver su reloj de bolsillo, era la una de la mañana. Captó muy poco de sus conversaciones, al parecer también habían atrapado a Ángeles, pero Garmendia se les había escapado después de haber sido dado por muerto, una buena noticia al menos, pues el militar se había ganado su respeto, y llevaba desde su captura temiendo que lo hubieran asesinado, como a tantos otros.



Los condujeron hasta un salón donde brindaba un puñado de oficiales, con una docena de botellas de coñac. En la cabecera se encontraban dos uniformados por los que no sentía más que desprecio: Manuel Mondragón y Cecilio Ocón.


—El general Huerta dice que no podemos tocarle un pelo a Madero, al menos hasta que firme su renuncia, pero ustedes caballeros, no gozan de tal escudo —dijo Mondragón—consideren esto su consejo de guerra. Pero antes, un adelanto de lo que les espera. Señor Oviedo, espero que haya disfrutado de escribir tan mordaz artículo sobre mi persona, creo que es justo darle una respuesta.


El gesto que hizo con la mano fue muy sutil, pero un soldado no necesitó más. Con una celeridad y puntería impresionantes para un ebrio, lanzó un solo disparo contra la frente del periodista antes de que tuviera tiempo de responder, y los traidores siguieron festejando mientras la sangre de Manuel Oviedo se esparcía por el salón.


Adolfo Bassó ni siquiera se molesto en poner atención a aquella farsa de juicio, ni a los cargos ridículos que pronunciarían en su contra. Se limitó a contar en silencio los agujeros de bala de la pared, legados tanto de viejas rencillas como de la última semana, hasta que escuchó la sentencia final.


"Condenados a muerte"


A sus costados, el extranjero parecía a punto de desmayarse, pero su viejo amigo pareció recobrar por un instante el orgullo.


— ¡No pueden hacer esto! Soy diputado, tengo fuero. Exijo ser llevado ante el congreso.


Ocón se levantó, trastabillando por el alcohol, y se acercó a los condenados. Sonrió con cinismo y abofeteó al hombre con tal fuerza que lo hizo caer al suelo.


— ¡Tenga aquí su fuero, Ojo Parado! ¡Hombres! Hagan con los prisioneros lo que quieran.


Mondragón también se había levantado, y se acercó a su cómplice para realizar una breve corrección a la sentencia.


—Dejen ir al gringo. Lo odiará mucho Wilson, pero no quiero problemas con un país interno por un maldito periodista.



Los llevaron a patadas hasta la entrada de la Ciudadela, parecía que todos los reunidos competían por el honor de golpear a los dos condenados, con rifles, palos o los mismos puños, Don Gustavo trató de aferrarse al marco de la puerta, pero la furia de los traidores fue mayor. En la oscuridad, los sacaron del recinto y los arrojaron contra una estatua en la plaza. Bassó no podía distinguir sus facciones, pues el homenajeado se encontraba alto sobre un pedestal, pero no hacía falta, era el insurgente al que tanto la marina como el ejército enseñaban a los cadetes a idolatrar: el cura José María Morelos.


Con la escaza iluminación, el capitán de marina alcanzó a ver a su viejo amigo, y si no le constara que era él, no lo habría reconocido: con la cara inflamada por los golpes, sangre chorreando de su boca, las finas ropas destrozadas y el pelo desordenado, incluso arrancado por secciones. Por un momento, sus miradas se cruzaron, y en el ojo bueno de Don Gustavo, el capitán vio algo que nunca antes había permitido mostrar: desesperación. Eran unos cien los soldados que los rodeaban, algunos de ellos cadetes.


Esa madrugada, Adolfo Bassó escuchó a Gustavo Madero suplicar por primera vez en su vida: clamó el nombre de Carolina, su mujer, que le había rogado que se alejara de la política y la acompañara a Monterrey; el nombre de su hermano; a todos los miembros que quedaban de su familia. Ofreció dinero y favores, pero lo único que escuchó como respuesta fueron risotadas, gritos de "cobarde" y "llorón".


Lo patearon, lo empujaron uno contra el otro cual muñeco de trapo se tratara, y lo arañaron con puñales, con cuidado de no acuchillarlo en un lugar mortal. Tras lo que pareció una eternidad, mientras dos hombres lo sostenían para que un tercero le destrozara los genitales con un martillo, otro más tuvo una idea brillante. Limpiando el filo de su bayoneta oxidada, preguntó:


— ¿Alguien sabe cuál es el que no es de vidrio?


El capitán de marina había sobrevivido a más de un campo de batalla, pero nunca en todas sus campañas escuchó un grito más atroz que le heló el alma cuando al Ojo Parado le arrancaron el único ojo bueno que le quedaba. No lo volvieron a golpear, pero se reían al verlo intentar ponerse de pie, y al grito de "ven gallinita ciega" lo incitaban a dar de vueltas por todo el patio, arrojándole estiércol de caballo cuando se alejaba demasiado. A su paso, del saco roto caían sus pertenencias, unos cuantos pesos, tres cartas de su esposa, una libreta con apuntes, y un elegante fistol, y los hombres se apuraban a recogerlos, viendo que robar. Don Gustavo ya no gritaba, ni siquiera sollozaba, se limitaba a deambular sin rumbo por el patio.


"Por favor, Dios mío", pensó Bassó viendo a las estrellas, "no permitas que muera así".


Un golpe interrumpió su rezo, pues su amigo ciego se había estampado contra el pedestal de la estatua de Morelos. En ese momento se apagaron las risas, pues los verdugos entendieron que el juego había terminado. Abalanzándose sobre él, descargaron sus armas una tras otra, sobre el torso, el rostro, los brazos y las piernas. El capitán, incapaz de procesar una ejecución tan brutal, perdió la cuenta después de la ráfaga número treinta. Los despojos que quedaban apenas conservaban forma humana, pero aún así un oficial se acercó para dar el ceremonial tiro de gracia.


Un par de hombres comenzaron a desnudar lo que quedaba del cuerpo, dispuestos a profanarlo aún más, pero la mayoría dirigió sus atenciones a Bassó, con hambre en la mirada, una sed salvaje que parecía incapaz de ser vaciada.


— ¡Asesinos! ¡Poco hombres! Aún queda un patriota de pie, acaben de una vez.


Pero antes de que la turba pudiera acercársele, dirigió la voz al balcón, desde donde los líderes con toda seguridad observaban el grotesco espectáculo.


— ¡Mondragón! ¡Ocón! Yo también fui militar, si algo de decencia conservan, mátenme como hombres. ¿Dicen ser defensores de Porfirio? Yo dirigí los funerales de Doña Delfina, ¿no se me concederá a mí la misma gracia? —finalmente, como inspirado por las mismas estrellas que lo habían acompañado en incontables viajes, dijo —Rodolfo ¿estás aquí también? Yo acabé con la vida de tu padre, pero no fue con odio. Bernardo murió con honor, me aseguré de eso ¿crees que él consentiría esto?


Por unos instantes, sólo hubo silencio pero entonces la voz inconfundible de un Reyes, tan parecida a la de su padre, ordenó:


—No más tortura. Que lo fusilen.


Bajo la pálida luz de las estrellas, Adolfo Bassó se imaginó de nuevo en la proa de un barco, navegando hasta los confines del mundo, hasta casi sentir de nuevo la brisa. Cuando escuchó un pelotón formándose a sus espaldas, gritó:


— ¡Alto ahí soldados! ¡Nadie más que yo dirigirá esta ejecución!


Respiró hondo y alzó la mirada al cielo, no para ganar tiempo, sino para buscar lo que sería su última visión, su fiel compañera, la que la había acompañado en tantas aventuras. Cuando la encontró, se puso la mano derecha sobre el corazón, y alzó la izquierda en dirección a los pies de Morelos.


—Espero que tengan puntería ¡Compañía, presenten armas! ¡Apunten! ¡Fuego! —bajando el brazo, en el instante antes de que los verdugos dispararan, alcanzó a gritar sus últimas palabras —¡Viva México!


Adolfo Bassó no les dio la satisfacción de cerrar los ojos, pero estos se habían apagado mucho antes de que su cuerpo cayera al suelo. Pensando en el océano, el viejo capitán de marina pasó a mejor vida contemplando con amor la Osa Mayor.

¡Bienvenidos pasajeros! La decena trágica quizá haya terminado, pero los días siguientes estuvieron plagados de tanta tragedia y desgracia como los de conflicto, empezando por los asesinatos de la Ciudadela.



Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío


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