Bajo la sombra de Júpiter Estator
- raulgr98
- 28 dic 2023
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 7 may 2024
¡Bienvenidos pasajeros! Mañana es un día muy especial, por lo que me tomé unos días de descanso. Por eso mismo, programé por adelantado todas las publicaciones que me fueran posible. En lo que debe ser el día de hoy, les presento el primer relato que le dediqué a la persona más especial en mi vida.
Roma, 8 de noviembre del 63 a.c.
“O tempora, O mores” El romano despertó sin poder desprenderse de esa frase, sabía que debía usarla aquel día. Realmente no había dormido mucho la noche anterior, todo debía salir perfecto. Mientras afinaba los detalles finales de su plan, prescindió de la asistencia de los esclavos y se colocó el mismo la toga senatorial. Si albergaba alguna esperanza de llegar a la noche, sabía que sólo debía existir él en sus pensamientos.
Reflexivo en el atrio de su propia casa, su mente no divagó por un instante hacia Terencia, quien aún dormía en sus aposentos, ni siquiera en el pequeño varón a quien el pater familias había aceptado como hijo hace menos de dos años. Sorprendentemente, tampoco pensaba en el enemigo, aunque todo dependiera del juego mortal en el que estaban enfrascados desde las elecciones del mes pasado. Pensaba en Curio, el senador que le había salvado la vida, pero sobre todo pensaba en Fulvia, quien hace dos días le había advertido lo que su enemigo tramaba. Curioso que la muchacha hubiera podido transmitirle el aviso sin levantar sospecha, pero era típico de los poco virtuosos menospreciar a la mujer, incluso a las romanas. El romano estaba seguro que si bien el viejo Curio había tenido la intención de ayudarle, de no ser por la astucia de su amante nunca se habría atrevido a actuar. Fulvia tenía sólo 16, la misma edad que Tulia, y probablemente el mismo intelecto. Al romano le hubiera gustado estar con su hija esa mañana, pero la había casado hacía poco y se encontraba en una villa a las afueras. Por ella, por su buen nombre y el legado de toda su familia es que ese día debía resultar inmaculado.
Faltaba poco para el amanecer, hora a la que el romano había citado a sus pares. Despacio pero resuelto, abrió por fin las puertas de su casa y se dirigió caminando al Foro, repitiendo una y otra vez en su mente las palabras que con tanto cuidado había planeado durante todo un día. Incluso antes de que el carruaje de Apolo se asomara por el este, la ciudad de Roma estaba llena de vida. Mulas de carga llevaban mercancía a los mercados, un par de niños sucios corrían hacia la plaza, una patrulla de soldados se dirigía a hacer el cambio de guardia en la colina de los Templos. Rodeado de plebeyos, el patricio reflexionó sobre lo que su hermano Quinto, edil de Roma le había advertido desde antes de ocupar el consulado: el pueblo era inocente, pero también ignorante, fácilmente manipulable. Las falsas promesas del enemigo le habían ganado popularidad entre la plebe, y eso lo hacía más peligroso de lo que jamás había sido: era un ser retorcido, incompetente y patético, pero el romano le debía reconocer su único talento: embaucar a los inocentes.
Sabía que detener al enemigo le ganaría muchos enemigos, los tribunos maldecirían su nombre por generaciones, codicioso, sanguinario y avaro le dirían. El romano estaba consciente y no le importaba. Claro que tenía su interés personal en mente, su carrera política apenas comenzaba, pero tenía una visión que iba más allá. Lo que ningún plebeyo y sólo un puñado de patricios comenzaba a comprender es que si existía un sueño llamado Roma, quizá imperfecto pero estable, pero para sobrevivir necesitaba de orden; el estatus quo debía mantenerse para que la República sobreviviera. Sila lo había entendido, hace ya casi 20 años, pero el dictador había sido sólo un hombre, y Roma necesitaba de alianzas, la frágil y tensa paz que solo los pactos entre dudosos amigos y antiguos enemigos podía ofrecer. Quizá algún día habría un hombre lo suficientemente fuerte para llevar los destinos de Roma, para bien o para mal, pero ese día estaba aún lejano.
Concentrado en esas elucubraciones fue que el romano entró al Foro, y del templo de Rómulo vio salir a tres de sus pares, que también habían madrugado para la reunión: Craso, Pompeyo, César. El romano no confiaba en ninguno, estaba seguro que los tres ya sabían del siniestro plan en contra de la República, pero no habían tenido a bien informarle. ¿Lo apoyarían esa mañana? Lo más probable es que sí, en ese momento al trío le convenía que el romano triunfara contra el enemigo, pero decidió recordar para otra ocasión que el ver a esos tres hablando era inusual, peligroso. Eran hombres fuertes y ambiciosos, y las amistades entre esa clase de hombres nunca duraban.
En la encrucijada a mitad del foro se encontró con quizá el único senador a quien el romano confiaría su vida, al menos esa mañana: Catón reconoció su presencia con el más ligero gesto y siguió su camino. Mejor, no se podía ser demasiado precavido. Catón, en su calidad de tribuno de la plebe fue el primero en advertir la amenaza que el enemigo representaba, y había trabajado con el romano durante semanas en estrecha colaboración, pero públicamente un cónsul no podía verse en una amistad tan estrecha, las sospechas solo habrían acelerado la conjura que tenían planeado eliminar de raíz ese día.
Al este, el romano vio el edificio del senado, aquel espacio donde había visto satisfechas sus ambiciones pero también cumplidos sus temores, el lugar más peligroso de la ciudad. Al oeste, vio el lugar peculiar donde había solicitado que se hiciera la reunión. Encaminándose ahí, oró en silencio para que su plan funcionara, un pontífice le diría que la Fortuna estaba ya en manos de los dioses pero el romano sabía mejor: sólo el controlaba su destino esa mañana. Aunque quizá con la superstición de necesitar una ayuda extra, cruzó el umbral del templo donde se decidiría la suerte del romano, de Roma y de la República.
Ahí, bajo la sombra de Júpiter Estator fue que el senador, el cónsul, el romano vio entrar a aliados y rivales uno por uno: Catón, Curio, Pompeyo, César, Craso, Híbrida; el codicioso cónsul a quien había comprado apenas la noche anterior, y finalmente su enemigo, que impasible y desafiante le sostuvo la mirada mientras entraba al templo.
Ni siquiera cuando Híbrida decidió ceder la primera palabra a su compañero cónsul el enemigo reaccionó. Se encontraba solo, abandonado, había caído en la trampa y ni siquiera lo sabía. Entonces con apenas el atisbo de una sonrisa, sabiéndose protagonista de la historia, el romano se cubriría de gloria eterna con una sola oración:
-“¿Hasta cuando abusarás, Catilinia, de nuestra paciencia?”
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Mi relato favorito, definitivamente.