Cabaret
- raulgr98
- 29 ene 2024
- 6 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! De las eras del teatro musical, si mal no recuerdo la que menos hemos cubierto en este espacio es la Contracultura, por lo que este mes abordaremos el periodo a través de una obra que bajo ningún parámetro no debería funcionar, pero aún así lo logra: Cabaret.
Del mismo dúo musical que nueve años después imaginaría Chicago, este musical inspirado en la novela de Christopher Isherwood, la producción original tuvo un arranque decepcionante tanto en la taquilla como entre la crítica, pues era considerada amoral; pero a partir del segundo mes fue revalorizado hasta convertirse en un éxito que seria nominado a once premios Tony, de los cuales ganó ocho: mejor vestuario, mejor diseño escénico, mejor coreografía, mejor dirección, mejor actriz de reparto (Murray), mejor actor de reparto (Grey), mejor banda sonora y mejor musical.
Ubicándose en una época muy poco explorada, la República de Weimar a finales de la década de 1920, la obra sigue al escritor norteamericano Clifford Bradshaw, quien llega a Berlín en busca de inspiración e inicia un tórrido romance con Sally Bowles, cantante del Kit Kat Klub, mientras el nazismo comienza a sembrarse en la población.
No es inusual que una obra clásica se vuelva a montar varias veces, y Cabaret no es la excepción: cinco producciones en el West End y este año estrenará su quinta versión en Broadway. Lo que si es más extraño, es que los cambios vayan más allá de la dirección y el montaje escénico, sino que involucren al alma de la obra: la música. Por eso, contrario a meses anteriores, comenzaremos la publicación de hoy abordando las canciones, tomando como referencia la versión con la que estoy más familiarizado: la de Broadway de 1998 (que sería la quinta versión sumando ambas capitales del teatro).
Musicalmente hablando, Cabaret tiene muchas similitudes con su sucesora espiritual, Chicago, en el sentido que se aleja de una orquestación clásica para encontrar su inspiración en la era dorada del jazz. Sin embargo, en este caso la banda sonora tiene una influencia un poco más europea, en el sentido que las canciones se pueden dividir en dos: unas más contemplativas, dónde se asoma la verdad de los personajes (aunque la mayoría se miente a sí mismo) y una desatada (la mayoría interpretada por el Maestro de Ceremonias) que ejemplifica el uso de algarabía para abstraerse de la realidad. No hay mejor ejemplo de esta dicotomía que dos solos de Sally, y quizá las dos piezas más famosas de la obra: Cabaret, en el segundo acto, que muestra la decisión del personaje de seguir en su feliz ignorancia (pese a que, como indica la letra, en el fondo sabe cuál será su destino), y la serena Maybe this time, el único momento de sinceridad de la coprotagonista, y una adición a las versiones posteriores a la película de 1972, donde se originó, pues en el montaje original Sally está totalmente desconectada del mundo.
Los distintos montajes han omitido o agregado varios números, pero dos de ellos son los que me parecen más interesantes: la mayoría de los montajes recientes eliminaron la canción Meeksite, pues es la única que ofrece una lección moral (nadie que ame es feo) en una obra que prospera en la ambigüedad, y agrega una melodía irónica I don't care much, que vuelve explícita la filosofía de los personajes de ignorar el riesgo del incipiente Tercer Reich; mientras que el tema Why should I wake Up?, una balada romántica y por mucho la más tradicional de las canciones, nunca ha sido eliminada pero rara vez es incluida en las grabaciones de álbum.
Las otras dos canciones icónicas, presentes en todas las versiones (aunque la orquestación y presentación varía) las he dejado para el final de esta sección pues las dos tienen un reprise y son un excelente ejemplo de la fortaleza del musical como género: Tomorrow belongs to me es una balada patriótica inocente al inicio de su reproducción original (a capella en unas versiones, en gramófono en otro), pero un cambio en el número de voces y la intensidad de los instrumentos, sobre todo en el reprise, se convierte en un himno del nazismo y una muestra de la cooptación y manipulación de símbolos en apariencia inocuos en persecución de una ideología. La otra pieza, Willkomen, le da a Cabaret una naturaleza cíclica; pues la obra abre con la versión original y cierra con el reprise. Sin embargo, este círculo es engañoso, y la orquestación lo sabe: mientras que el caos de la primera versión en realidad está cronometrado con exactitud, para preservar la dicha del número, el reprise es discordante, ruidoso, sin ninguna coordinación, la sociedad al desnudo, rota la ilusión pese a los esfuerzos de los personajes por preservarla.
En ese mismo sentido, el diseño de producción juega un rol muy importante, pues es más abstracto que en las producciones usuales. Los vestuarios coloridos, atrevidos y acompañado de un trabajo muy arriesgado de maquillaje contrasta con una utilería mínima y un fondo negro para contrastar la realidad fuera del club con la fantasía hedonista en la que viven los personajes. Esta dualidad de sensualidad y pesadumbre se rompe de una manera dramática en la mayoría de las producciones (incluyendo las de 1998, que estoy usando como referencia), al convertirse el fondo en blanco, el traje del Maestro de Ceremonias en uniforme de prisionero de campo de concentración y la implicación de la dirección que aquellos personajes que se ubiquen en cierta sección del escenario no sobrevivirán a la guerra, causando contraste con la música.
Hay elementos más allá de la música que engloba a Cabaret dentro de la era de la contracultura: la letra está llena de dobles sentidos y los trajes entallados y/o escotados se consideraban casi desnudos, una canción sobre una relación poliamorosa (dos mujeres, un hombre) en algunos montajes es cambiado a dos hombres y una mujer. La estructura también es inusual: el primer acto contiene alrededor de trece números musicales, dependiendo de la versión, mientras que el segundo acto en ningún montaje rebasa los siete. Esta disparidad en la duración de los dos segmentos de la obra causa incomodidad en el espectador, y provoca que el final se sienta aún más precipitado, lo que es congruente con lo vertiginoso del nazismo. Asimismo, aunque el final es trágico, no lo es en el sentido tradicional, heredado del teatro griego: ninguno de los protagonistas muere al final, y su separación no es producto de fuerzas externas, o e destino, sino una decisión mutua irreconciliable. Finalmente quiero resaltar la ausencia total de un antagonista convencional, que en el clásico romance de la edad de oro sería el tercero en discordia. Aunque este personaje aparece dentro de la trama (Max), nunca aparece en escena, y su presencia junta a los personajes en lugar de separarlos, mientras que la fuerza a vencer es la diferencia de ideología de ambos.
En ese mismo sentido, los personajes son de una moralidad gris, y se resisten a encajar en arquetipos. Aunque la película intentó darle más profundidad, Sally Bowles es un personaje caracterizado como antagónico, perdido y peligroso, pero al mismo tiempo cautivador en escena, cuya independencia es una virtud a celebrarse, pero esta está contenido por su inmadurez. Clifford Bradshaw es un tipo totalmente distinto de ingenuo: aunque más consciente de la realidad, tiene conflicto con su formación puritana y montajes recientes han explotado su lado condescendiente y controlador, así como su incapacidad de encajar en el mundo del Kit Kat. Kost y Ludwig, por otra parte, cumplen la función de villanos en la conclusión, pero una actúa por una revancha mezquina y el otro por interés económico (y de hecho, es amigable en numerosas ocasiones con el protagonista, en un carácter oportunista); aunque los dos tienen prejuicios, ninguno de los dos es un fiel creyente de la ideología, y ese es un vistazo ético interesante a la sociedad de la época. Lo más cercano a un romance tradicional es aquel entre Schneider y Schultz, y ambos son caracterizados de manera positiva, pero su ruptura también es inevitable, pues la primera representa el realismo que prefiere la seguridad a la lucha, y el segundo el idealismo que se mantiene firme en su esperanza de sobrevivir a cualquier crisis, pese a lo que las circunstancias indiquen. Mención aparte merece el maestro de ceremonias, por mucho el personaje más carismático de toda la obra y que cumple un rol de narrador (otra invención de la contracultura) y un símil moderno del bufón shakespeariano, que posee cierta sabiduría pese a su aspecto estrafalario y su actitud sardónica.
Quiero cerrar con una breve reflexión de los temas. Como parte de la arriesgada contracultura, Cabaret aborda de manera explícita la liberación sexual y el alcoholismo, sin ser nunca claro en si este hedonismo es condenado o celebrado; incluso llega a tocar el tema del aborto como un punto de trama central, también retratado de una forma ambigua, pero ligeramente más inclinada al derecho sobre el cuerpo. La más evidente exploración temática, dado el contexto narrativo, es el prejuicio, tanto contra los judíos como contra los homosexuales, que es condenado a través del temor a los nazis a través de la obra y queda sintetizado en un gracioso número (The gorilla song) que sirve como tesis irónica de la pieza. Sin embargo, hay otro tema que considero mucho más presente, y que es más importante discutir, sobre todo en el clima actual dado el peligro que representa: la apatía política, y cómo los mayores males se pueden asentar a partir de la inacción, y el no querer involucrarse es el peor actuar posible, pues ninguna fantasía puede proteger del odio y el miedo para siempre.
Año de estreno: 1966
Música: John Kander
Letra: Fred Ebb
Libreto: Joe Masteroff
Dirección: Harold Prince
Elenco original:
Bert Covey (Cliff Bradshaw)
Jill Haworth (Sally Bowles)
Joel Grey (Maestro de ceremonias)
Edward Winter (Ernst Ludwig)
Lotte Lenya (Fraulein Schneider)
Jack Gilford (Herr Schultz)
Peg Murray (Fraulein Kost)
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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