Campanadas en el cerro
- raulgr98
- 22 dic 2022
- 3 Min. de lectura
19 de junio de 1867
No es sino hasta que te vendan los ojos que la muerte que se aproxima te parece real, pues tus oídos magnifican la vulgaridad de lo que te rodea. Sin el auxilio de tus otros sentidos, los sonidos despiertan sensaciones extrañas, una belleza que no habías apreciado antes.
La voz de la canción que oyes pertenece al viento, que sin obstáculos corre a tu alrededor, sin furia ni bravura, sólo un murmullo delicado que te rodea mientras llora lo que está por acontecer. A este canto le dan ritmo tus compañeros, el de la izquierda suspira entrecortado: escuchas esa fuerte y aguda succión del aire a sus pulmones por tres instantes, tres más de silencio, otros tres en el que la bocanada sale por la boca más grave, pero a la vez más tenue. A tu derecha oyes apenas dos roces, el más brusco cuando manos callosas raspan tela gastada y mugrienta, y apenas un suspiro cuando con delicadeza un pañuelo se dobla para deslizarse al interior de un bolsillo.
Ahora irrumpen nuevos sonidos, golpes secos que retumban contra el suelo, puedes sentir las vibraciones a tus pies. Uno, dos, uno, dos; el ritmo es claro, dos pasos por instante, pero demasiado alto para que pertenezca a un sólo par de pies. Escuchas con más atención, tratando de encontrar sutilezas en la uniformidad, aunque sea por una fracción de segundo un marchante va a destiempo, reconoces el sonido que hace una sola bota y haces un cálculo rápido en consecuencia, es de dieciocho el pelotón que se aproxima.
Repentinamente, el retumbar del cuero contra la piedra se detiene y nuevos sonidos intervienen: en la lejanía, apenas perceptible, un papel es desenrollado ceremoniosamente, y una voz lee chillonamente nombres, cargos, condenas. Cuando la misma voz pregunta con hastío por unas últimas palabras, a tu oído izquierdo llega un discurso en acento extranjero, al derecho sólo rezos privados, ininteligibles. Apenas y prestas atención a la voz que sale de tu propia garganta, porque has encontrado un maravilloso hallazgo.
A tu espalda, una piedra del muro cae al piso, pero lo que aprecian tus sentidos suena a metal, como si un herrero impactara su martillo contra el yunque. La vibración extiende el sonido por todo el cerro y la arenisca choca una contra la otra, formando una orquesta de vientos y metales, pues con cada roce el tañido resuena con armonía, como si de campanas se tratase. El nombre fonolita hace eco en tu memoria, y no puedes evitar sonreír levemente al entender el nombre de aquel lugar.
Mientras las campanadas aumentan, el director de orquesta da instrucciones para que los últimos instrumentos se unan a la sinfonía.
-¡Preparen!-grita, y el metal del fusil suspira al rozar la tela del uniforme.
-¡Apunten!-es la siguiente instrucción mientras dieciocho dedos hacen accionar con un chasquido el mecanismo mortal.
Y con un “¡Fuego!” la canción llega a su clímax al estallar ensordecedoramente la pólvora. Más que dolor, registras aún más sonidos: la sangre que corre cual riachuelo por tu pecho, tus huesos que crujen al ser partidos por el impacto, la protesta del muro cuando es resquebrajado; pero mientras te pierdes en la nada, lo único que te reconforta es que lo último que escuchas siguen siendo las campanadas de las rocas.
¡Bienvenidos pasajeros! Este pequeño texto es un ejercicio de escritura que elaboré hace un tiempo para experimentar técnicas narrativas. He decidido compartirlo con ustedes por que, como quizá se hayan dado cuenta por las publicaciones de los días anteriores, he estado reseñando obras cercanas a mí. Esto es porque es mi semana de cumpleaños, y para el relato de hoy quería dar un adelanto del libro que estoy escribiendo, una biografía de Miguel Miramón, pues creo que hay que combatir el maniqueísmo que las historias oficiales favorecen y mostrar los claroscuros incluso de aquellos que han sido tachados de traidores.
Hasta el próximo encuentro....
Navegante del Clío
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