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Cinco cosas nunca antes vistas

Micenas


Atenea había escuchado las plegarias, y por primera vez en décadas, tomó forma humana y bajó a la Tierra. En la entrada de la ciudad, se encontró a un joven disfrazado de pastor, pero cuya pícara sonrisa reconocería en cualquier parte: Hermes también había acudido al llamado. Tenía lógica que fueran ellos a quien el fundador de la ciudad, antaño rey de Argos y de Tirinto, había solicitado, pues lo habían ayudado muchos años atrás. Ahora, su hermano los había invitado a despedirse.


En secreto, dos olímpicos caminaron entre comerciantes y peregrinos, notando el brillo de las calles adoquinadas, la altura de las columnas de mármol de la acrópolis y el esplendor dorado de los templos. Debían admitirlo, pese a sólo ser mitad dios, el muchacho lo había hecho bien desde la última vez que lo habían visto.


Eran momentos difíciles, y no querían perturbar el ánimo de luto de los guardias anunciando una llegada tan importante, por lo que tras separarse de la multitud, se escondieron en un callejón para desvanecerse en luz y volver a tomar forma al interior del palacio real, justo en el salón del trono. Vacío en en la hora del crepúsculo, los frescos de los muros inmortalizaban las grandes gestas del primer rey de Micenas: el cofre en el que su madre fue arrojada al mar, el majestuoso Pegaso que logró domar, el monstruo marino al que venció y con el que consiguió a su reina...y detrás del trono, un disco de bronce, con el que había matado por accidente a su abuelo, como indicaba una vieja profecía. Los dioses intercambiaron una mirada, sin entender porque alguien que había cosechado tantos triunfos conservaría un recuerdo tan doloroso, quizá para darle humildad, algo de lo que la mayoría de los que llevaban la sangre de Zeus carecían.


Esperaron afuera de la alcoba el momento para ser recibidos, pues sabían que el héroe quería disfrutar los últimos momentos con su familia. Antes de que el sol se pusiera, las puertas se abrieron y unos cuarenta hombres y mujeres abandonaron la sala, desde guerreros maduros hasta una niña de pecho. Atenea y Hermes entraron, pero no estaban preparados para lo que vieron; pues cuando las Moiras anunciaron en el Olimpo que la criatura de Zeus moriría al anochecer, ellos se imaginaron al atleta imberbe que cruzó Grecia en busca de honor y gloria:


El hombre que estaba esperándolos en el lecho seguía teniendo los ojos desafiantes que recordaban del hijo de Dánae, pero lejos estaba del muchacho al que habían ayudado, pues frente a ellos se encontraba un rostro cansado, marcado de arrugas, con cabellos blancos y una barba que le llevaba a la cintura. Sus músculos hacía mucho que se habían desvanecido por la edad, pero no parecía tan frágil como los otros ancianos que habían visto en una ocasión. Junto al dosel de la cama se encontraban dos seres más: una mujer casi tan anciana como él, pero que no había perdido su hermosura, y un hombre de cabello oscuro y ropajes negros: Hades.


Si, sin duda era un semidiós el hombre en la cama, pero un héroe que llegaba a viejo, eso era algo que los dioses del Olimpo no habían visto nunca. El anciano habló:


—Hermanos, me honran con su presencia en esta hora tardía. Espero que hayan tenido oportunidad de ver a la gran familia con la que he sido bendecido. Siete hijos, cada uno con vástagos propios. Incluso tuve la fortuna de llegar a conocer a Alcmena, mi primera bisnieta. Pero el momento ha llegado, y quería tenerlos a ustedes, junto a mi señor tío, para agradecerles los regalos que me hicieron hace casi ochenta años, con los que cumplí mi destino. He mandado hacer esos obsequios en bronce, y aunque a sus ojos no sean más que burdas imitaciones, es mi deseo que sean arrojadas a la pira funeraria, como ofrenda y muestra del respeto que siempre les guardé.


Y así, a una señal de su marido, la reina sacó de un gran cofre cinco objetos, y los mostró a los dioses para que dieran su aprobación: a Hades, señor del Inframundo, una réplica de su misterioso yelmo, que hacía invisible al que lo portara, y que el héroe había usado para esconderse del monstruo al que perseguía. Para su hermano Hermes, representaciones en bronce de las sandalias aladas con las que había cruzado el mar, y el bolso mágico en el que había guardado el trofeo que se le había exigido; y para la sabia Atenea, el escudo espejo y la espada con las que había vencido a la Medusa.


—Pronto llegará el momento de acompañarme —dijo Hades con voz fría, pero su mera presencia era una señal que su sobrino lo había impresionado, y eso era algo que Atenea y Hermes tampoco habían visto nunca.


—Viví en mis propios términos, señor mío, y por ellos moriré también. Andrómeda y yo estamos en paz y preparados, no veo por que esperar.


Y con estas palabras, con una fuerza inusitada para alguien de su edad, Perseo, hijo de Zeus, se levantó de la cama. Despacio pero con firmeza, caminó hasta estar frente a sus últimos visitantes, Tomó la mano de su esposa, no para apoyarse, sino con fortaleza, sintiendo una última vez la compañía de su calor. Y cuando volvió a hablar, miró directamente a los ojos de su hermana:


— ¿Trajo el escudo, mi señora?


Atenea estaba sorprendida, pues que un mortal no sólo abrazara la muerte, sino que se adelantara a la hora marcada, era algo más que veía por primera vez. Como respuesta, hizo aparecer la primera ofrenda que su hermano le había hecho: la cabeza de la criatura que le había ayudado a vencer, y que ella había reclamado como su propio símbolo al colocarla en la égida, para que todos temblaran ante su poder. Guardó el frente del escudo para sí, esperando la señal del rey. Perseo besó a Andrómeda, como lo había hecho por primera vez cuando la salvó de la roca a la que había sido encadenada, y tras asentir despacio con la cabeza, ambos dirigieron la mirada al escudo. Sin dejar de verlos, la diosa volteó el escudo.


Acabó pronto, pues la cabeza de Medusa nunca había perdido su poder. Sin embargo, en el cuarto acontecimiento de aquel crepúsculo que ningún dios había visto, la estatua que los tres seres tenían ante sí no era uno de horror: en los rostros de piedra que antes fueron Perseo y Andrómeda no había la menor pizca de miedo, sólo serenidad.


Unidos para la eternidad por el abrazo que se habían dado antes del fin, aquella estatua sería un recordatorio perpetuo de la grandeza del héroe que se había impuesto a lo imposible. Atenea se percató que las almas del rey la reina habían abandonado ya lo que fueron sus cuerpos, pero no para ir a los dominios de Hades, pues aunque Zeus no había estado presente, aún así honraba a su manera la vida de su hijo: la mirada de Atenea y Hermes se alzó al firmamento, viendo más allá del techo del palacio, y vieron en la bóveda celeste aparecer dos nuevas constelaciones, para ser admiradas por la Humanidad mucho después de que aquellos tiempos quedaran en el olvido.


Atenea sintió en su mejilla algo nuevo, y comprobó para su propio asombro que eran lágrimas, las mismas que corrían por el rostro de su hermano. Aquel atardecer dos dioses lloraban por un mortal, y esa fue la quinta cosa nunca antes vista.


¡Bienvenidos pasajeros! Muchos de ustedes habrán escuchado alguna vez uno de los relatos que circulan alrededor del héroe Perseo, pero estoy seguro que ninguno leyó de su muerte. Esto se debe a que, sencillamente, nadie la conoce, y su historia termina enumerando su descendencia. Estamos ante el único semidiós que recibe un final feliz en las fuentes clásicas. Lo más cercano que encontré es un poema bizantino, en el que se habla de un rey anciano que se petrificó a sí mismo con la cabeza de Medusa en su senilidad. Si bien esta historia me parece un final muy poco digno para el héroe, y contradice la versión aceptada que entregó el trofeo a la diosa de la sabiduría, me gustó el sentido circular que le da al mito, por lo que aquí les he presentado mi propia versión; y cómo un héroe que venció todos los pronósticos podría haber enfrentado a la muerte.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío


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