Cinco veces abandonada
- raulgr98
- 15 jun 2023
- 7 Min. de lectura
Ciudad de México, 22 de agosto de 1962
En una vieja cama de una casona lúgubre, sin nadie que vele por ella, una anciana agoniza. Ella, que antaño creyó que lo tenía todo, pelea su última batalla con fiereza, negándose a morir todavía. Dinero ya no le queda, hijos nunca los tuvo, sus hermanos muertos o alejados. La mayor de nueve, pero no quiere ver a ninguno. A cinco ni siquiera los conoció, infantes enterrados antes de que supiera que existían. A la última bebé no la dejaron verla, la enterraron al día siguiente que llegó al mundo. Y en cuanto a los otros dos, los adultos, tenía años que no los veía, quizá se le habían adelantado, como todos los demás.
Está sola, pero no tiene miedo, pues ha sobrevivido a todos sus enemigos, y logró sobreponerse a siete años de profunda, irremediable depresión. Si sigue luchando con tal fiereza no es porque morir le asuste, sino porque se niega a partir del mundo hasta saber si ella, que tanto amor dio, fue amada alguna vez. Es una noche nublada, y la bruma que penetra en la habitación cobra forma para susurrarle al oído.
—Hija mía, es momento que te reúnas con tu familia.
La anciana ríe con amargura, pues reconoce a su visita. Lleva dieciocho años muerta, pero todavía la reconoce: la elegancia señorial, la finura del vestido, la belleza en el rostro que en secreto siempre envidió.
— ¡No soy tu hija! Nunca te necesité Carmen. Era una adulta cuando llegaste a mi casa.
— Tenías catorce. Tu padre sabía que tú y tus hermanos necesitaban una nueva madre.
— ¡Y tú tenías diecisiete! ¿En serio creíste que te vería de esa manera?
—Supongo que no —dijo su madrastra, sonriendo con resignación—. Pero traté de ser una hermana para ti. No negarás que fuimos grandes amigas.
—Alguna vez, hace mucho. Antes de que me abandonaras, y hace tiempo que nada nos une. Pudiste haber regresado antes, después de enterrarlo, pero no, hiciste tu vida en París. Y cuando volviste, nada te impedía visitarme; pero preferiste pelear por una tumba que no existe por diez años, hasta que tu vida se acabó.
—Cada quien lleva su duelo como puede, no puedes culparme por eso. Y nunca “hice mi vida”, realmente. Tú y yo tenemos mucho en común: viejas viudas que nunca tuvimos hijos, esperando en la vigilia a nuestros fantasmas. Tú tampoco me buscaste.
—Si tan parecidas somos, debimos quedarnos juntas. Pero te fuiste, no te importó que me quedara atrás. Vete, Carmen.
—Te hubiéramos recibido con los brazos abiertos, y aunque lo niegues, sabes bien que tu elegiste quedarte, porque él te lo ordenó. Si buscas culpables, reclámale a…
La anciana agitó las manos, tratando de disipar la aparición, que no terminara de invocarlo, pues no deseaba verlo un sus últimas horas. Esfuerzo vano, pues antes de poder actuar su madrastra desapareció, sustituida por Él. Su ropa elegante estaba desgarrada y por los pantalones resbalaba sangre. Su rostro delgado y pálido, demacrado, en el que no quedaba nada del atractivo que la había seducido. Eran unos muchachos entonces, ella se le había entregado a los veintiuno, él era apenas unos meses mayor. Treinta años le había dedicado en vida, muchos más en la muerte, y él nunca le había correspondido. Aun así, se atrevía a mirarla con reproche.
— ¡No me hables Ignacio! ¡Ni siquiera me mires! ¿Crees que espero con ansías reunirme contigo? ¿O qué me niego a partir porque temo encontrarte? No me importas Ignacio, ya no. Como yo nunca te importé.
—Eres mi esposa.
—Sí, tú esposa cuando se trataba de ir a galas, de conseguirte contratos, de avanzar tu carrera. Pero nunca lo fui en tu cama, menos en tu corazón.
—Me dediqué a ti.
—Te dedicaste a hacerme sufrir, a humillarme. ¿Crees acaso que no leo periódicos? ¿Que no me enteré de la vergüenza que trajiste a mi dignidad? ¿Me crees tan tonta como para no entender por qué te mataron como te mataron? Desviado.
—Y aun así seguiste a mi lado. Incluso cuando tu padre se fue a Europa, tú te quedaste conmigo. No te obligué, tú lo escogiste porque lo que sentías por mí.
—Me quedé a tu lado porque me prometiste que resolverías las cosas, que podrías traerlo de vuelta. Pero eres un mentiroso Ignacio, y hasta para intrigar eres un inútil. Te descubrieron, y nos quitaron todo. Pero en lugar de quedarte, actuar como hombre, te fugaste a Estados Unidos y me dejaste aquí. No pudiste enviar una carta siquiera, sólo me enteré que te habías muerto cuando me dijeron que me habías heredado tus deudas. ¡Tuve que vender lo poco que me quedaba, desgraciado! ¡Es por tu culpa que viví años en la miseria, apenas comiendo! ¡Te odio, Ignacio! Cuarenta y cuatro años muerto, y ni uno sólo de esos te he dejado de despreciar.
— ¿Entonces por qué no te volviste a casar?
Y mientras su marido desaparecía con una sonrisa siniestra, la anciana comprendió que la había desarmado una vez más. Por qué, aunque nunca lo diría en voz alta, la verdad es que lo lloraba tanto como lo escupía, y lo único que superaba su odio era el hecho que nunca lo había dejado de amar. En su interior combatían la rabia y el duelo, e incapaz de contenerlas, lágrimas ardientes resbalaron por sus mejillas.
De repente, una mano dura y callosa limpió la humedad de su rostro. Cuando abrió los ojos, lo vio sentado con ella en la cama. Se veía igual que la última vez que lo había visto, el único día que lo visitó en el exilio, dos años antes que falleciera: el rostro inexpresivo, el robusto bigote blanco, las arrugas debajo de los ojos. Cuarenta y siete años muerto, y el viejo necio seguía colgándose sus medallas militares, como si significaran algo.
Quería gritarle, pegarle, insultarle; pero entonces volvió a ser la niña pequeña que se había dejado deslumbrar por la ciudad, los vestidos, las joyas. Lo abrazó.
—Te extraño, papá.
—Y yo a ti, pequeña. Te he estado esperando. Siempre fuiste mi favorita.
—No es cierto papá, no lo fui. Tu favorita siempre fue la gloria, el poder, el honor. ¿Por qué dejaste que te lo quitaran papá?
—No había nada que hacer mi niña, a veces, hay luchas que no se pueden ganar. No valía la pena seguir derramando sangre.
— ¡Pero yo sí lo valía, papá! Durante años me hiciste creer que lo podía tener todo, que no había nada que no estuviera a mi alcance. Era tu hija, la hija del hombre más importante del país. Y después renunciaste, se te hizo fácil dejarlo todo, dejarme a mí, atrapada en un mundo que no entendía, en el que no era nadie. Debiste haber peleado con más ganas.
El fantasma del viejo general se levantó y por un instante, la miró con simpatía, pero su padre era el mismo inflexible de siempre. No le pondría pretextos, pero tampoco se disculparía. Nunca lo hizo, y nunca lo haría. Antes de partir, dijo sólo una cosa, con la voz frágil por primera vez.
—No fuiste la única que lo perdió todo ese día.
El siguiente fantasma tardó en llegar, la más joven de las apariciones de esa noche. Apenas y la recordaba, pero se veía igual que en las fotos. Delfina tenía treinta y cuatro, y seguía vistiendo el traje de novia con el que había muerto, cuando por fin el general había aceptado reconciliarse con la iglesia para que su mujer no muriera en pecado. La primera de sus madrastras no dijo nada, sólo le sonrió y extendió su mano, pero la vieja la rechazó con respeto.
—No, Doña Delfina. Sé que sólo pasamos un año juntas, pero nunca olvidaré que fue muy amable al recibirme en tu casa y aceptarme dentro de su familia. Más de una vez me he preguntado si mis hermanos y yo hubiéramos crecido de otra forma si el parto no la hubiera acabado. Pero se marchó antes de que pudiera llamarla madre, y no se puede volver atrás. El tiempo se me acaba y no quiero ofenderla, pero antes de partir quisiera hablar con mi madre, la verdadera.
La abnegada aparición asintió y se desvaneció, pero cuando la última aparición llegó, la anciana primero tuvo un sobresalto de horror, después desesperación, después resignación.
El ser era claramente una mujer, pero no tenía rostro, ojos ni boca; hasta sus ropas perdían el color en la noche. Lo único que alcanzaba a distinguir entre la niebla eran unas manos indígenas. Sabía que tenía enfrente a su madre, pero entonces la anciana comprendió que sus fantasmas sólo podían construirse del recuerdo y ella, era incapaz de recordar a su propia madre, ni la forma de sus ojos, ni el sonido de su voz. Ni siquiera sabía cuándo había muerto, ni si la había querido alguna vez. Un nombre, Rafaela Quiñones, y un pueblo, Huamuxtlán, era lo único que sabía de ella.
—Por favor, mamá —suplicó— Necesito saberlo, contéstame. Abandonaste a tu niña de doce años, que ya no es capaz de recordarte ¿Por qué dejaste que me llevaran con mi padre? ¿Peleaste por mí? ¿Te obligaron? ¿Por qué nunca volviste por mí? Dime que me amabas mamá, dime que por eso tengo este nombre. Por favor, mamá. Dime que me amas, dímelo.
Pero la única respuesta fue el sonido del viento contra la ventana abierta, y entonces la anciana comprendió que aquellas apariciones nunca le darían lo que buscaba. Si quería asegurarse de haber sido amada alguna vez, de que no toda su vida había sido un desperdicio, que algo más existía detrás de la tragedia, debía hablar con su verdadera familia, no sólo sus recuerdos, y sólo había una forma de hacerlo. Estaba lista.
Y así, tras noventa y cinco años de tristezas, la anciana por fin se deja ir, soltando su último suspiro, pues sabe que del lugar a dónde va nadie regresa. Por primera vez, nadie podrá dejarla. Su nombre es Amada Díaz y con ella se extingue la última luz del Porfiriato.
¡Bienvenidos pasajeros! En esta ocasión no hay gran reflexión, sólo estoy aprovechando este espacio para experimentar un poco con la historia de una figura que lleva varios días rondándome en la cabeza, de la que quizá escriba en un futuro, uno de los personajes más trágicos de la Historia de México: Amada, la hija mayor de Porfirio Díaz. Más allá de su tragedia personal, creo que sería interesante explorar como se vivió desde el margen casi un siglo de la Historia nacional.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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