Continuidad de los parques
- raulgr98
- 11 oct 2022
- 3 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! En esta edición de la lectura de la semana quiero recomendar el primer cuento en este espacio. Continuidad de los parques, del argentino Julio Cortázar.
Publicado como parte de la antología de cuentos Final del juego, es la ficción más corta de Cortázar, pero a pesar de su brevedad me parece que tiene una complejidad muy interesante.
El relato siempre me ha intrigado por tres aspectos: el primero es la circularidad de la historia, inicia y termina en el mismo lugar. Un segundo aspecto es los múltiples niveles en los que el cuento funciona: la realidad del personaje central y la realidad de la novela dentro del texto; siendo como se entremezclan los dos niveles el aspecto más discutido del texto.
Sin embargo, para mí lo más interesante resulta en ver la historia como una metáfora de la relación del lector con la literatura: es un escape de la realidad, pero a la vez tiene tal poder que si aquel que se sumerge en el texto no tiene cuidado puede llegar a convertirse en su verdadera realidad. La literatura seduce al lector, pero este es a la vez un juego peligroso, y el final abierto del cuento nos indica que Cortázar cree que no hay un desenlace claro para esta relación.
Cortázar fue uno de los cuatro pilares del boom latinoamericano (junto con García Márquez, Vargas Llosa y Fuentes), y espero que la introducción a pequeños cuentos sirva para catapultar a potenciales lectores a los relatos más extensos del movimiento, pero dejo entonces en manos del autor esta tarea, pues les comparto el texto íntegro de Continuidad de los Parques.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
FIN
Título original: Continuidad de los parques
Autor: Julio Cortázar
Año de publicación: 1956
Editorial: Editorial Sudamericana
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