Cuarenta y cinco minutos
- raulgr98
- 23 may 2024
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Palacio legislativo de Donceles, 19 de febrero de 1913
Las manos del secretario temblaban. Escoltado por robustos militares, se preguntó si así se había sentido su abuelo sesenta y siete años atrás, en su propia inauguración. Pero el general Arista había conquistado la silla, y la había conservado por más de seis meses. Él había sido arrojado desnudo a la jaula de los leones, y no podía afirmar con seguridad que sobreviviría la noche.
En el pleno, lejos de su vista, la mesa directiva vociferaba, y un coro de congresistas, algunos abyectos, otros cobardes, aclamaban cada acta leída.
“Procurador general Valles Baca, renuncia aceptada”
“Vicepresidente Pino Suárez, renuncia aceptada”
“Presidente constitucional Madero González, renuncia aceptada”
Había llegado el momento. Alguien más le acomodó la corbata, y fueron otras manos las que le sacudieron el polvo del saco. A fin de cuentas, los conjurados habían sido muy claros: se debían guardar las formas. Cuando lo sacaron, casi a empujones, para encarar a la Comisión Permanente, el secretario contuvo la náusea. El abogado dentro de él se retorcía indeciso: por un lado, le repugnaba el cinismo con el que pretendían darle visos de legalidad a un golpe de Estado; por el otro, no podía sino admirar la sangre fría con la que se seguía el protocolo al pie de la letra, ignorando que el aroma a muerto aun no desaparecía de las calles de la capital.
El presidente del congreso dio un discurso de la ley que todos los presentes conocían, que ante la ausencia de los dos primeros lugares en el orden de sucesión, la obligación recaería en el secretario de relaciones exteriores…
El aludido apenas y escuchó la ceremonia, pero diligentemente, en cuanto sintió la banda tricolor ceñida a su pecho, levantó la mano derecha y gritó:
—"Juro desempeñar leal y patrióticamente el encargo de presidente de los Estados Unidos Mexicanos, conforme a la Constitución y mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión".
Entre los aplausos, nadie notó como la mano temblorosa de Pedro Lascuráin se escabulló dentro del saco, y miró de reojo su reloj de bolsillo. Eran las 17:15.
Por mero respeto a la tradición, aceptó una copa de champagne, pero la apuró, no tanto por los nervios sino como la única muestra de dignidad que el miedo le permitía. Sabía que nadie de los presentes lo celebraba a él.
Incluso en carro, el trayecto a Palacio Nacional era de quince minutos, pues aún no terminaban de retirar los restos de los combates de las últimas semanas. Lascuráin no se sentía cómodo de entrar en aquel lugar, lleno de militares, dónde sabía que en algún lugar mantenían preso al presidente al que había convencido de renunciar, y a los leales que le quedaban. Mientras caminaba a toda prisa en el despacho, se preguntó cómo lo juzgaría la Historia ¿dirían que su intención había sido traicionar a Madero desde el principio? ¿Lo tacharían de oportunista por haber jurado como presidente? ¿O entenderían que su pecado era el de los cobardes, y que no hay mucho que un hombre normal pueda hacer cuando amenazan su vida y la de sus hijos? "Ya te la sabes Pedrito" le habían dicho "ahí de ti si te quieres pasar de listo".
En el despacho presidencial lo está esperando el documento, que algún burócrata redactó durante la ceremonia. Lo único que faltaba era una firma. Tras una lectura rápida, asegurándose de que la redacción sea al menos decente, pide que llegue su extorsionador. Es bajo, anciano y casi ciego, pero aún así impone, en un uniforme que, si lo que decían de él era cierto, preferiría portar siempre cubierto de sangre. No puede sostenerle la mirada, tan sólo solicitó su presencia para que viera con sus propios ojos como no ponía resistencia al plan de los sublevados. Tras garabatear su firma, reúne el coraje para estrecharle la mano.
—Mi general Victoriano Huerta, por la autoridad que se me confiere como presidente interino, con este decreto lo nombro secretario de gobernación.
Los conspiradores necesitaban de él una sóla cosa más, y mientras el chacal se pone un traje de gala, Lascuráin dicta a una atemorizada secretaria el único documento que saldrá de su pluma presidencial. No le cuesta mucho, pues lo lleva escribiendo en su cabeza desde el momento que le dijeron que sería presidente.
El trayecto de regreso a Donceles se realiza en silencio, y al llegar al recinto, comprueba que la algarabía de porfiristas, hacendados y amigos de extranjeros en el congreso no ha parado. Cuando lo ven llegar, todos se ponen serios, aguardando al momento que llevan días planeando. La voz de Lascuráin no tiembla, pues la pesadilla está por terminar.
—Honorable Congreso de la Unión, por la presente, es mi triste deber informarles que, en atención a mi pobre salud, estoy en la obligación de renunciar al cargo de presidente interino de la República Mexicana, con el que la comisión permanente y el pueblo de México tuvieron a bien honrarme...
La aceptan con una rapidez inusitada, y en el instante mismo en que entrega la banda presidencial al presidente de la Mesa Directiva, vuelve a ver el reloj de bolsillo. Son las seis en punto.
No se queda a la ceremonia que sigue, en la que nombrarán presidente a la única persona que queda en el orden de sucesión. Cree que el nuevo gobierno le ofrecerá un cargo en el gabinete, pero está seguro de declinarlo, pues se sabe demasiado débil para la política. Un nuevo instituto de leyes, a unos días de cumplir siete meses, está buscando profesores. Ruega porque una vida de servicio docente logre eclipsar el recuerdo una efímera presidencia.
¡Bienvenidos pasajeros! En efecto, Pedro Lascuráin no volvió al sector público. Dieciséis de los treinta y nueve años que le quedan de vida los dedicó a la Escuela Libre de derecho, enseñando civil, mercantil e internacional, hasta que fue nombrado su rector, de 1930 a 1933. En su retiro, publicó varios libros, y el que podría haber sido uno de los juristas más importantes de la primera mitad del siglo es hoy poco más que una nota al pie en los libros de historia, un dato curioso de las trivias, setenta y dos años dedicados al ejercicio del derecho reducidos a una presidencia de cuarenta y cinco minutos.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Interesante relato de una parte de nuestra historia que con seguridad muy pocos conocen.