Desde el nido del halcón
- raulgr98
- 24 nov 2023
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Londres, 22 de junio de 2010
Los humanos ya habían comenzado a llenar el claro, listos para su cortejo. Al menos eso debía ser, sino, el ave no se explicaba porque alguien gastaría tanta energía en algo que no fuera cazar.
Era una calurosa tarde de verano, y, acurrucado entre las ramas que había reunido en los meses anteriores, el halcón veía a los hombres trabajar desde la mañana, quitando polvo y ramas del lugar donde se produciría la pelea. No entendía como lo habían logrado, pero mucho tiempo atrás aquellos seres cambiaron el color del suelo: ahora era un rectángulo azul, dividido en diez por líneas blancas. Y en el medio del lugar donde se daría el encuentro, los hombres habían colgado una red, cuya finura sólo sus ojos podían ver.
Alrededor del claro, habían apilado hileras e hileras de protuberancias donde los que se someterían al duelo se sentarían, para rugir y bufar mientras los otros peleaban, Aunque se usaba casi todos los días, nunca atraía tanta gente como en ese momento del año.
Muchos ritos de apareamiento había visto el halcón desde su nido, pero el hombre le parecía una criatura enigmática aún así. Mientras los dos machos, más o menos de la misma edad, que pelearían ese día se preparaban, el ave confirmó que no eran como las otras bestias: carecían de vistosos plumajes con el cual atraer a las hembras, pero se colocaban una segunda piel con la que se distinguían desde las alturas. Aunque había veces que llevaban muchos colores, en esa ocasión, ambos se habían pintado de blanco. La mayoría de los animales demostraban su fuerza peleando con cuernos o garras, pero los hombres carecían de ambas: el arma que portaban eran ramas como el halcón nunca había visto antes: planas en el extremo, con una red cubriendo un hueco en la madera.
Las reglas del duelo parecían simples. Por turnos, los machos debían golpear con la rama un fruto redondo, blanco y rojo; para que pasara del otro lado de la red. La primera vez que vio a dos pelear, el halcón pensó que el objetivo era romperle el cráneo al rival, pero apuntaban al suelo. Si caía en algunas partes, el golpeador celebraba, si caía en otras, refunfuñaba. Para que toda la tribu lo viera, en lo alto colgaron algo plano, con figuras que cambiaban durante el duelo, y con el paso de los meses, el halcón lo había aprendido a leer.
Si el fruto caía en el lugar correcto, el primero de los símbolos brillaba como "15", después "30", después "40" y de repente se apagaba. Cuando eso ocurría, en otra sección del tablero, en una hilera aparecía un "1", después un "2", y así. La mayoría de las veces, se pasaba a la siguiente hilera cuando aparecía un "6", pero a veces volvían a cambiar. El halcón no entendía las reglas, pero sabía que todo se terminaba cuando cinco hileras quedaban llenas de símbolos, y la gente comenzaba a chocar sus patas delanteras una con otra. ¿No era más fácil matarse a golpes, como el resto de las criaturas terrestres?
Había un conjunto de símbolos más, uno que cambiaba cada minuto, así que el halcón suponía que debía marcar la hora. Cuando los dos machos chocaron la pata, y uno de ellos pegó el fruto con su rama, el símbolo era "18:13".
El resto de la tribu a veces gritaba, a veces contenía el aliento, pero casi siempre estaba callada, por lo que lo que más oía el halcón era el golpear de la rama contra el fruto, y este rebotando contra el suelo, sin romperse jamás. "Por eso lo usan para el cortejo", pensó el ave, "jamás podrían comerlo". Después de un tiempo, la placa decía "18:45", aquel al que llamaban Isner tenía "6" en su primera hilera, su rival, "4". Siguieron golpeando con inclemencia el fruto, hasta que el tablero marcó "19:14". En el del ganador de la ronda anterior, la hilera decía "3", pero el que celebraba su "6" era el rival, a quien la tribu gritaba "Mahut".
Algo así como una hora había pasado, y el halcón pensó que el duelo duraría poco, pues ya casi llegaban a la mitad; pero mucha fue su sorpresa cuando se percató que en la tercera pelea, los dos tenían en su hilera el símbolo "6". El juego siguió, sumando numeritos pequeños, y cuando llegaron a "9-7", Mahut celebró al cambiar su "6" por un "7". El medidor marcaba "20:03", esta pelea había durado casi tanto como las dos anteriores juntas. El tal Isner se veía rojo, quizá de enojo, y la cuarta pelea fue incluso más dura, y también terminó con ambos en "6"; pero esta vez fue el perdedor de la ronda anterior quien se impuso, con un "7-3" en los símbolos. La pelea había durado más de una hora, era "21:07" e incluso al halcón se le dificultaba ver el fruto. Los humanos, de ojos más débiles, debieron haber pensado lo mismo, pues los machos chocaron nuevamente la pata y dejaron de pelear. Uno había ganado dos de las peleas, el otro las dos restantes, pero sudaban y apenas podían ver, debían terminar la quinta al día siguiente.
Tras una larga siesta y una mañana de cacería, el halcón estaba de vuelta en su nido; esperando junto a los restos de un ratón que los humanos volvieran al claro entre los árboles. Cuando por fin los machos retomaron su danza ritual, los símbolos en la placa eran "14:05". Al principio la gente se emocionó, pero conforme pasaban las horas, el ave se comenzó a aburrir. Hacía mucho que ambos habían alcanzado el "6", después del "8", después el "10", y no se acababa. Cuando el símbolo que les marcaba la hora se transformó en "17: 45", uno de los miembros de la tribu gritó algo que el ave no entendió, y murmullos se extendieron entre los humanos, pero el duelo continuó, pues las hileras de ambos decían "32". Otra vez llegó el crepúsculo, el sol se ocultó detrás del horizonte, y los cansados aspirantes seguían en su eterna rutina. Cuando los obligaron a tomar un descanso, el símbolo del tiempo era "21: 13" y el halcón estaba sorprendido: por primera vez desde que seguía aquellos extraños rituales, pasaban dos anocheceres sin ganador, pues los machos se fueron a dormir ambos con símbolos de "59".
El día siguiente el halcón tuvo más tiempo de volar por la mañana, pues el duelo se retrasó. Cuando el tiempo indicó "15:40" y la pelea comenzó de nuevo, el ave vio el motivo: alguien más había llegado, y por primera vez había un ser al que la tribu le ponía más atención que a los dos machos: una hembra cuya cabeza brillaba con piedras blancas que reflejaban la luz. ¿Sería ella el premio por el que los machos competían? Al observador le parecía extraño, pues la hembra era mucho mayor que los duelistas, pero ¿quién era él para juzgar a criaturas tan extrañas?
Después de una hora más de verlos golpear el fruto con sus ramas, el halcón pensó en irse a otro lado. Estaba aburrido, pues creía que otra vez llegaría la luna sin que hubiera triunfador, pero decidió darle unos instantes más, decisión que probó ser afortunada: cuando el símbolo que brillaba en el tablero era "16:48", aquel al que llamaban Mahut soltó su rama y cayó sobre sus rodillas, mientras el tal Isner recibía los gritos de la tribu. Los símbolos de la última hilera marcaban "70" y "68". Normalmente, en las peleas que el halcón había visto, el macho ganador no corría inmediatamente a aparearse, como lo hacían los otros animales, sino que recibía alguna piedra brillante, grande o pequeña, de algún miembro de la tribu; pero en esta ocasión, fue la hembra a la que todos le habrían paso quien les puso en el cuello una piedrita dorada, no sólo al ganador, sino al perdedor.
Si hubiera podido bufar, el halcón lo habría hecho, de pura decepción. Tres atardeceres había perdido por ver los sinsentidos de estas criaturas: por tres días habían luchado, sudado, casi sangrado, y les daban un premio a los dos. Es más, seguramente los obligarían a seguir peleando con otros en los días siguientes ¿Y para qué? Ninguno sería líder de su tribu, y a la hembra que se suponía que se disputaban no la veía por ningún lado. Sólo una clase de bestia gastaba inútilmente tanto tiempo y esfuerzo, pensaba el halcón, mientras se decía a sí mismo: "Lo arrasan todo, y aún así, no hay ser en esta tierra tan tonto como el hombre".
¡Bienvenidos pasajeros! Esta mañana quería hablar un poco del deporte, y haciendo mi investigación descubrí que el juego más largo del que se tiene registro es un partido de tenis en el torneo de WImbledon, entre el americano John Isner y el francés Nicolas Mahut, que se extendió por 11 horas, 6 minutos y 23 segundos, acumulando sus cinco sets un total de 183 juegos, repartidos en tres jornadas.
Aunque es un récord que me parece fascinante, no quería aburrirlos con una mera crónica deportiva, así que espero que hayan disfrutado este pequeño experimento en el que jugué con un punto de vista peculiar.
Hasta el próximo encuentro....
Navegante del Clío
Yo soy como el halcón ja, ja, ja. Definitivamente muy entretenida narración.