Diez selecciones
- raulgr98
- 22 ago 2024
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Montevideo, mayo de 1930
— ¿Aún nada? —preguntaba su jefe furioso— ¿Necesito recordarle que la inauguración es en dos meses?
—Envié otro telegrama al señor Rimet, pero parece que sus presiones no han surtido efecto.
— ¿Y qué es lo que espera la Federación? ¿Que organizamos un Mundial con doce selecciones?
Había llegado el momento, no se podía postergar más. La atribulada secretaria tragó saliva y transmitió con la voz más queda posible la noticia de aquella mañana.
—Diez selecciones, señor. Tailandia y Japón acaban de cancelar. Muy largo el trayecto,...
Así había sido el último año, una fuente constante de estrés. El orgullo de ser los anfitriones había dado paso a la vergüenza por el rechazo de los mejores del mundo. Al menos Inglaterra había tenido el arrojo de decirles que no en la cara, diciendo que los inventores del fútbol no irían a un "primer mundial" que no fuera en casa. Del resto sólo recibían silencios. A este paso, la copa del mundo en Sudamérica pintaba para ser tal desastre que quizá la primera sería también la última, si es que se llegaba a inaugurar.
Pidiendo un permiso, la mujer salió de la abarrotada oficina, escapando de la ira de su jefe, el delegado de la Federación Uruguaya de Fútbol, y su mente se trasladó al mayo anterior, en Barcelona, cuando lo había acompañado a la reunión donde se elegiría la sede del primer mundial:
Con la llegada de los representantes de México y Surinam, los recién admitidos; eran ya cuarenta y siete en la mesa. En una esquina, ignorados por todos, se encontraban Egipto y los dos asiáticos. Los trece americanos estaban desperdigados en varias secciones, lo que provocaba que la masa europea se viera aún más imponente: eran treinta y uno, dos tercios de los reunidos. Después de la lectura protocolaria, Jules Rimet, el presidente francés de la FIFA, pidió a aquellas delegaciones que quisieran asumir el costo de ser anfitriones, se pusieran de pie.
Fueron cinco, todos de la misma sección: el húngaro, el español, el italiano, el holandés y el sueco. Pero la modesta secretaria de Montevideo tenía un as bajo la manga, con el que ella y su equipo esperaban hacer historia. Le pasó un folder a su jefe, y para sorpresa de todos éste se levantó y agregó Uruguay a la lista de nominados. Los argumentos, precios y directors, como lo habían ensayado en el hotel: Uruguay celebraría el año entrante su centenario, estaban terminando el que sería el estadio más grande fuera de Inglaterra y, sobre todo, se habían llevado el oro en dos Juegos Olímpicos consecutivos.
Hubo algunos oídos atentos, en particular los de Rimet, pero los delegados europeos apenas escucharon ¿Por qué tendrían que hacerlo? Cualquiera de sus candidatos aplastaría al aspirante del Hemisferio Sur. Pero parecía que los uruguayos no eran los únicos que se habían cansado de la prepotencia del Viejo Mundo. Con voz firme, el delegado chileno anunció que apoyaba la candidatura americana, después el brasileño, después el mexicano. Estados Unidos, Canadá, Costa Rica, todos se sumaron, y hasta Egipto, Japón y Tailandia asentían.
La secretaria vio por primera vez algo más que arrogancia en los delegados europeos: miedo. Aunque ellos eran muchos más, también tenían varios candidatos, y si el voto se dividía, quizá lo imposible podía suceder. Un sólo intercambio de miradas bastó, sin palabras, para decidir el nuevo plan. Alzando la mano, Suecia "humildemente declinó su candidatura", después Hungría. España tomó la iniciativa de nombrar al campeón escogido, declinando a favor de Italia, y el delegado holandés no tardó en sumarse.
La resistencia de América había sido valiente, pero parecía que sería inútil. Aún así, la determinación era tal que, con sólo dos candidatos, llegarían hasta la votación final. Fue el delegado argentino quien tomó la palabra. No había mucho amor entre las naciones rioplateneses, pero en ese momento luchaban por algo más grande que rencillas regionales, la dignidad de una región entera. A puertas cerradas, Adrián Beccar Varela, representante de Argentina, dio uno de los discursos más importantes de la historia del deporte, conmovedor y poderoso, recordándoles a los ufanos europeos que, tras la devastación de la Gran Guerra, un país que no estuviera recuperándose de la devastación, y que no hubiera participado en tan cruel conflicto, mandaría un mejor mensaje de unidad. La votación fue unánime, Uruguay había vencido.
Le mujer volvió al presente sonriendo, pero esta se esfumó al recordar los últimos meses, pues la victoria había sido pírrica. Ahora, a dos meses del inicio del torneo, entendía por fin porque Europa se había rendido con tal facilidad: se habían tomado como una gran ofensa el desafío del pequeño país sudamericano, y en lugar de intentar imponerse, habían optado por sabotear todo el elenco. Ninguna de las selecciones europeas asistiría: algunas habían argumentado costos, pese a que Uruguay ya había accedido a pagarlos completos, otros las distancias, otros preferían participar en una Copa de Naciones que Suiza había programado de improviso en los mismos meses. Ni siquiera la unidad americana había vivido mucho: Canadá, presionados por el rey inglés, habían abandonado la competición; Ecuador, Costa Rica y Surinam, con cientos de excusas presupuestales, temerosos de represalias, tampoco se habían sumado a la copa. Con la sorpresiva salida de los dos asiáticos, quedaban diez selecciones, si es que Egipto cumplía su promesa; y ya no había un Beccar que los salvara, pues había fallecido un mes después de su heroica intervención.
Sólo quedaba una esperanza, el presidente de la FIFA. Por ocho meses había intentado convencer a su propio país, y a los otros europeos, de superar su orgullo herido, pero las negociaciones limpias no habían resultado. En su última comunicación, una semana atrás, había decidido que el chantaje, el soborno y la extorsión serían sus nuevas herramientas; pero que un mundial no fracasaría bajo su gestión. Cabizbaja, la secretaria volvió a la oficina, pero al sentarse a su escritorio vio que el telégrafo sonaba sin parar. Con una celeridad renovada, interpretó los clics que sabía provenían de Rimet. Eran sólo tres palabras, las necesarias para salvar el torneo:
"Francia. Bélgica. Rumania",
¡Bienvenidos pasajeros! Al final, fueron cuatro las selecciones europeas que fueron, pues poco después Yugoslavia, sin ninguna presión de la que nosotros sepamos, accedió a cruzar el Mar. Cómo se convenció a franceses y belgas es información que no se ha querido revelar, pero fue la amistad del rey de Rumania con el presidente de FIFA la que logró la inclusión de estos últimos, se dice que el monarca obligó a los jugadores a asistir, mediante un sorteo dirigido por él en persona. Por desgracia, una tormenta en el Mediterráneo impidió que los egipcios embarcaran a tiempo, por lo que el primer mundial se jugó con trece equipos: cuatro europeos, nueve americanos. ¿Y la final? Entre Argentina y Uruguay, justa recompensa por sus esfuerzos de darlo a luz.
¿Por qué les conté esta simpática historia? Por que la geopolítica, con sus influencias, rencillas y orgullos, muchas veces se ejemplifica mejor en los eventos que podrían parecer mundanos, como el deporte. Asimismo, quiero señalar la importancia del fútbol para América, pues lo que acaban de leer es quizá la única ocasión en que todo el continente, desde el Círculo Ártico hasta la Tierra del Fuego, hizo causa común.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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