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Dos canciones de amor

Durante el gran viaje, me enfrenté al horror de las harpías, a la fuerza de los gigantes de seis brazos y a la inmensidad de las rocas chocantes, pero en la gran travesía del Argo, jamás hubo mayor peligro que cuando nos acercábamos a mujeres hermosas. Sea la seducción de las asesinas de Lemnos, que casi nos detiene antes incluso de comenzar el viaje, o la crueldad de la princesa de Cólquida, que hizo nuestro regreso más difícil de lo que debió haber sido, los hombres sufrimos porque, en nuestra estupidez, rara vez controlamos nuestros impulsos.


Muchas proezas heroicas se pueden contar de aquel viaje, tanto en la ida como en el regreso, y los nombres de los argonautas harán eco en el tiempo, pero la historia que más recuerdo fue la de una victoria que no se consiguió ni con fuerza ni con astucia, sino con la pureza de la voz y el corazón. Aconteció en las semanas que siguieron a que Jasón conquistara el vellocino de oro, poco después de que la bella Circe limpiara de nuestra expedición la mancha del crimen que se cometió para llevarla a cabo.


He sido marinero toda mi vida, por lo que he escuchado los rumores y las historias; de barcos que se perdían en aquellas aguas, para nunca regresar. Ningún mortal había antes enfrentado el peligro y regresado a casa, pero sabíamos a que nos enfrentaríamos, pues Démeter le había susurrado en sueños a sus sacerdotes sobre las mujeres de la isla a la que nos acercábamos: sirenas, las antiguas compañeras de Perséfone, convertidas en aves sin plumas, pero de quienes se decía que aún conservaban los encantos de su fémina forma.


¿Cómo es eso posible? Yo no sabría decirles, pues jamás las vi. Aquella isla está rodeada de una niebla perpetua, y lo único que se alcanzan a ver son los maderos de los desdichados naufragios que nos precedieron. Pero ¡Oh, dioses! ¡Vaya que si las oí! Y sé que esas voces me perseguirán hasta que mi alma vaya a encontrarse con el barquero, al otro lado del Estigie.


No sé si alguna vez reúna la elocuencia necesaria para hacerle justicia a lo que escuchamos los argonautas aquel día, es algo que aún no termino de entender. Recuerdo un coro de voces de mujer, en perfecta armonía, cantando con una dulzura que me hizo creer que así debían saber el néctar y la ambrosía. Era una canción sobre el amor eterno. Solo tenía que seguir las voces, y el amor nunca terminaría; de alguna manera sabía que en la isla me esperaba la mujer más hermosa de esta tierra, y que a su lado no conocería nunca la vejez o el dolor, que yaceríamos juntos por la eternidad, y nunca encontraría descontento alguno, pues yo era perfecto para ella, y ella, aunque nunca la hubiera visto, era perfecta para mí.


Con un solo canto, aquella voz despertó en mí a la vez la ingenuidad del infante, que cree que el amor es cosa sencilla; y la lujuria del necio, convencido que sin placer no hay conexión que valga la pena. Y no tardé en perder noción del tiempo y el espacio, hasta olvidé mi propio nombre, dispuesto a dejarlo todo por ella. No sé cómo evité saltar al instante por la borda, pero recuerdo que habitaba en mí tal frustración que habría matado a mi capitán y a mis amigos si se negaban a acercarse más; y cuando sentí como el timonel cambiaba el rumbo, para penetrar dentro de la Niebla, creí que era el momento más feliz de mi vida.


Pero entonces oí el rasgueo de las cuerdas de la lira, y otra voz comenzó a cantar su propia canción de amor, no una de la carne y la juventud, sino del dolor y la añoranza. Dicen que Eurídice era bella, pero en aquella canción, su amante no habló de su forma. Con la canción, lo que conocí fue su dulzura y su sonrisa, su comprensión y la inocencia, la gracilidad de su danza y el perfume de su cabello. Nunca la describió como perfecta, y él sabía que tampoco lo era, pero en sus pruebas y desafíos, habían decidido estar uno con el otro, conociéndose más cada día. Lo que contaba era una historia de una pérdida, de una lucha imposible, y de cómo el héroe, inseguro, por no confiar en su amada y mirar atrás, la perdía para siempre. Lloré amigos, lloré como no se imaginan, pues fue ahí cuando descubrí el amor. Quizá el poeta nunca volvería a tocar el cuerpo de su amada, pero la sentía en el viento, la escuchaba en el mar y la veía en la luz de las estrellas. Eran sus espíritus los que se habían entrelazado, y el ímpetu de mi sangre se apagó, pues entendí que incluso en la ausencia y la tristeza, el amor persiste, cual faro que rompe las nieblas del pesar.


Tan conmovido estaba con la voz del noble Orfeo, que apenas me percaté que las sirenas, vencidas en su propio arte, habían dejado de cantar. Despertando del ensueño, la tripulación remó hasta que el viento tuvo tal poder que la isla no era más que un punto en el horizonte. Y fue hasta ese momento que el hijo de la musa dejó de tocar, y yo entendí que de las dos canciones de amor, sólo una era tal. Toda mi vida creí que necesitaba satisfacer mi deseo, y eso hubiera sido mi perdición; pero hoy me pregunto si algún día podré recuperar el amor que no sabía que era suficiente, y que la canción de Orfeo encuentre en mí un puerto feliz.

¡Bienvenidos pasajeros! En particular desde que la declamación dejó de ser una materia escolar, aquellos de nosotros que aún sentimos interés por la poesía creemos que es un ejercicio solitario, para leerlo en silencio. Pero lo que los antiguos entendían es que el arte es para compartirse en comunidad, y para los griegos, toda poesía era lírica, pues no podía separarse de la música. Por eso, cerramos la semana de la poesía con una historia de cómo Orfeo, a quien hoy se le consideraría un poeta, salvó a toda su tripulación, pues así como las palabras pueden matar, también son aliento de vida y esperanza.





Hasta el próximo encuentro…

Navegante del Clío

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