El burro, el gato y "ellos"
- raulgr98
- 17 oct
- 7 Min. de lectura
En un pueblo sin nombre, en algún lugar de Veracruz
Incluso hoy, muchos años después de conocer su verdadera naturaleza, no me atrevo a decir sus nombres; pues las supersticiones de la infancia no se olvidan con facilidad; y aunque sé que entre aquellas criaturas están seres de bien, en lo profundo de las cavernas moran los malvados, y tengo miedo de llamar a uno por error.
Mi mamá me había advertido de ellos, cuando era una niña pequeña.
—No camines por el monte si puedes evitarlo, porque ahí habitan los ladrones de niños. Pero si no tienes otra opción que pasar por el despoblado, desconfía de todo lo que se vea pequeño, y no te acerques a ninguno. Pues aquellos traviesos con cara de niño son en realidad "ellos", de los que no se debe decir el nombre. Se ofenden con facilidad, y sus embrujos roban el sueño, el apetito, y hasta la vida.
Con el tiempo, olvidé los detalles de las historias de mi madre, pues otras emociones inundaron mi mente. Año a año, cambié, crecí, e incluso llegué a creer que amé.
Pero el hombre con el que elegí casarme era cínico y cruel. Jamás levantó la mano contra mí, pero tampoco me dio muestras de cariño o comprensión. Me ignoraba casi siempre, y cuando recordaba mi existencia, era para reprenderme por una supuesta falta.
Él nunca creyó en "ellos", y por eso cuando desapareció un arete de cristal brillante, no tardó en echar a la criada con malos modos. A mi tampoco me pareció extraño al principio, pero con el pasar de las noches cada vez más cosas se perdían. Algunas reaparecían en lugares extraños, donde era imposible que una las hubiera dejado; a otras jamás se les volvía a ver. Poco a poco, comencé a sentir dentro de mí un temor que creía haber olvidado.
"Eres una mujer adulta, demasiado grande para historias tan ridículas" me dije, y decidí que yo era más lista que cualquier superstición, y probaría que las leyendas no eran más que eso. Por las noches, solía escuchar risitas en la cocina y supe que, sí iba "ellos" eran reales, aquel sería un buen lugar para ponerlos a prueba. Antes de acostarme, espolvoreé con harina la vieja mesa de madera.
A la mañana siguiente, la encontré sin ninguna huella, y reí con suficiencia; muy tarde me di cuenta de mi error. Antes del mediodía, escuché caos en el patio, pues algo había espantado a los animales. Uno por uno, calmé a cada oveja y cada gallina, pero cuando llegué al viejo caballo, descubrí algo peculiar: su cola y su crin, que solían ondear al viento, ahora estaban trenzadas, tan apretadas como el cabello de una dama de ciudad.
Todavía no alcanzaba a comprenderlo, cuando escuché a mi leal perro sollozar en el interior de la casa. Corrí para presenciar un terrible espectáculo: todas las sillas estaban del revés, las ollas tiradas y las servilletas rotas. La mesa seguía espolvoreada de harina, pero bajo ella se encontraba el desafortunado can, temblando. Con voz dulce lo llamé, y me percaté que su cola tenía harina, y que aquellas manchas formaban un patrón inconfundibles, el de diminutas manos.
Quise gritar, quise llorar, quise huir y no volver a mirar atrás. Mi marido, como era su costumbre, estaba lejos; y la desesperación me embargaba. Pero entonces el viento me trajo un eco, eran las historias de mi madre, recordándome que había una forma de aplacarlos. No tenía hijos, ni hermanos más chicos, pero si un puñado de viejas recetas, y esa noche, aprendí a preparar dulces. Las coloqué en la cornisa de la ventana, junto con un vaso de leche de burra, y murmuré:
—Los acepto y recibo como vecinos míos. Por favor, acepten esta ofrenda como muestra de mi respeto hacia ustedes.
Repetí aquel ritual todas las noches, y pronto la armonía volvió al hogar. No volví a notar cosas peculiares, e incluso algunos de los objetos que había creído perdidos para siempre reaparecieron. Pero no estaba destinado a durar, pues una infortunada noche, mi marido llegó a casa justo cuando colocaba la ofrenda.
—¿Pero que estás haciendo mujer?
—Es un regalo, para "ellos".
—¿"Ellos"? Pensé que eras una adulta, ya estás vieja para fantasías. ¡Loca ridícula!
Y de un manotazo, tiró el plato y el vaso al piso, que se despedazaron con el impacto. Yo también caí de rodillas, al borde de las lágrimas. Los dulces nadaban en un mar blanco, pero llenos de cristal y fragmentos de barro, eran ya incomibles.
Esa noche me dormí llorando, repitiendo una y otra vez:
—Nos van a castigar, nos van a castigar...
Mas el sol salió a la mañana siguiente, y el campo se veía tan hermoso como un día de verano. Hasta mi marido despertó de buen humor, e insistió en que lo acompañara a pasear. Incluso años después, no entiendo como perdimos tanto tiempo, pero cuando me di cuenta ya era noche cerrada, y seguíamos en el despoblado.
Aunque no había luz suficiente para verme, sabía que debía estar pálida de puro terror, pues mi cuerpo temblaba y mi corazón por poco se había detenido. Poseída por un frenesí, sin importarme que alguien me viera, comencé a desnudarme.
—¡Vieja demente! —me gritó él— Algo me decía que no debía casarme contigo ¿Qué demonios haces?
—Debes...ponerte la ropa al revés. Escúchame por favor. Sólo así "ellos" no podrán perderte.
— ¡Otra vez con eso! ¡Por última vez mujer, no existen los chaneques!
Antes incluso de poder terminar de gritar por su atrevimiento, ya nos habían rodeado. Parecían niños, vestidos solo con taparrabos, pero sus ojos brillaban con astucia, y su mirada escondía la sabiduría de años sobre esta tierra.
Ninguno dijo nada, se limitaban a reír con malicia, pero nos condujeron hasta un agujero en el suelo. Perdí la noción de mí, y lo siguiente que recuerdo es que nos encontrábamos a la orilla de un río subterráneo. "Ellos" nos rodeaban, pero se inclinaban ante un trono de enredaderas. Sentado en él, se encontraba un ser tan pequeño como sus siervos, pero con el rostro de un anciano. Sobre su regazo descansaba un gato atigrado, y a su lado nos miraba fijo un burro blanco y negro.
—Yo soy Chane, dios de la tierra y el río, el grande y temible. Me han dicho que ustedes, mortales, han ofendido a mis siervos, aquellos que viven en lugares peligrosos.
Me arrodillé, y con los ojos enrojecidos, supliqué su perdón. Yo nunca les había faltado al respeto, pero sabía que aquel no era el momento de defenderse, dependíamos de la misericordia de aquel ser.
—Debieron saber que mis hijos se dividen en dos, pues dual es la naturaleza del mortal. Aquellos con los que compartían su hogar eran los del bien, los habrían proveído de salud, si tan solo hubieran calmado sus ansias traviesas con una golosina y una comida amable. Pero les arrebataron una ofrenda ya realizada, y ahora no tengo opción mas que entregarlos a mis otros hijos, los de naturaleza malvada, cuyas travesuras son mucho más...serias.
—No, por favor. Nunca quise ofenderlos. Juro que los recibiré en mi hogar, si me hacen el honor de volver a visitarlos. ¡Por favor señor, tenga piedad!
El dios sonrió.
—Tus palabras se escuchan sinceras, y puede que les de otra oportunidad; pero hay algo que deben hacer antes, una prueba para ver si son dignos de mi perdón. Si hay algo que me disgusta más que la falta de cortesía, es el adulterio, pues no hay hombre o mujer más infame que aquella que engaña a su cónyuge, al que debería atesorar.
Por primera vez, noté que a mi lado mi esposo reaccionaba. Fue muy sutil, pero podría haber jurado que su respiración se había detenido.
—Estas son mis mascotas —continuó el dios— Shúnu-Ti jugará contigo, Lúpu-Ti, con tu marido. Si han respetado sus votos, no tienen nada que temer.
El gato fue el primero en moverse, y se aproximó a mí receloso, con la cola erizada. Se acercó lo suficiente para olerme, y observarme con sus rasgados ojos verdes; pero nunca me tocó. Después de juzgarme en silencio, se volteó con indiferencia y regresó al regazo de su amo. Fue el momento más oscuro de mi vida, pues creí que el rechazo del animal implicaba que había fallado, pese a no haber cometido la falta de la que se me acusaba, pero Chane no respondió.
El burro fue el que siguió, con pasos ruidosos y lentos; su rostro parecía reflejar tristeza. Apenas alzando la cabeza, se acercó a mi marido. Sólo lo miró un momento, antes de abrir el hocico y darle una cariñosa lamida. La sombra de una sonrisa se alcanzó a asomar en su rostro, pero entonces escuchamos a Chane decir:
—Mala suerte.
Los ojos casi salieron de sus órbitas, destilando miedo en estado puro; pero ya no podía moverse; era como si la saliva de la criatura lo hubiera paralizado. Su mirada, lo único que podía moverse, se fijó en mí, pero no entendí lo que quería decirme : ¿acaso iba a justificar sus misteriosas salidas, y su indiferencia conmigo? ¿Era una disculpa por sus faltas o una súplica desesperada? No lo habría de saber, pues el hombre al que llamaba esposo nunca volvió a hablar.
A su alrededor, "ellos" comenzaron a reír y a danzar, tocando tambores; mientras el burro paciente lo lamía y lo volvía a lamer, primero en una mano, luego en el brazo. Pronto ya no veía piel, sino carne al rojo vivo. Después, ni siquiera eso. Cuando la criatura se movió al rostro empapado en sudor, cerré los ojos, pues no me atrevía a ver castigo tan atroz.
No volví a abrir los ojos hasta que escuché que los tambores se habían silenciado. Para entonces, el burro había regresado junto a su señor, y a mi lado no había más que retazos de tela, y un puñado de huesos blancos, pues el animal los había lamido hasta limpiarlos.
—Ya puedes irte —me dijo Chane— espero por tu bien, que no nos volvamos a encontrar.
Asentí, y di una leve inclinación, antes de dar la vuelta y correr hacia la luz de la luna. Pero justo antes de volver a la superficie, alcancé a escuchar un último consejo:
—Los hombres, como mis hijos, pueden ser buenos o malos. Espero que escojas mejor la próxima vez...
¡Bienvenidos pasajeros! Ayer les advertí que quizá no habría un cuento para el día de hoy. Al final si tuve tiempo de escribir, pero uno más corto, un homenaje a las historias que me contaron mi mamá y mi abuela, de pequeñas criaturas a las que les tenía miedo, pero que tras investigar descubrí que también existen las buenas.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
¡Terrorifico!