El colibrí y el Niño Dios
- raulgr98
- 27 dic 2024
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Insignificante entre el resto de la maleza, siglos antes de tí y de mí, vivía un hierbajo. Más pequeño que incluso el menor de los árboles, más feo que la más vil de las enredaderas, incluso el pasto que los hombres pisaban día con día vivía con más dignidad.
Una noche de invierno, en la que ya no soportaba su propia tristeza, el hierbajo lanzó un cántico al cielo:
—Yo también soy tu hijo, ¿por qué no me diste un propósito? A los hombres les enseñan que la creación es un acto perfecto, pero yo soy despreciado y olvidado.
Y de las alturas descendió un gran hombre, con una pierna cubierta de plumas de colibrí. Era un guerrero implacable, pero esa mañana, se apiadó del pobre suplicante.
—Dime pequeño, si pudieras ser cualquier otra cosa, que forma es la que más te gustaría, pues nadie merece ser tan triste.
—Una flor, para que los niños y las bestias se detuvieran a observarme. No deseo gloria o alabanza, sólo que alguien noté que existo.
La petición era difícil, pues todas las flores habían sido ya creadas, pero Huitzilopochtli, señor de los mexicas, tuvo una idea. No podía darle pétalos, pero con su toque hizo crecer al hierbajo, y con una sola palabra hizo que de él brotaran hojas, tan parecidas a una flor como pudo lograr.
—Desde hoy tendrás la forma de una estrella, para que todos sepan que tu papel en la Creación ha sido dado desde el firmamento. Mis guerreros que mueren como héroes en el campo de batalla regresarán a esta tierra, y tú serás su sustento.
— ¿Cómo me reconocerán tan grandes hombres, si no poseo color alguno?
Entonces Hutzilipochtli extendió una de sus largas manos, y de la cima de una montaña tomó nieve. Con la otra, tomó una daga de obsidiana y abrió un corte en su propio brazo.
—El rojo de la sangre, para que recuerden el campo de batalla y el dios que guía su destino —dijo mientras lo cubría— el blanco de la nieve, para que sepan de la pureza de tu néctar, y recuerden que de la muerte siempre brota una nueva vida.
El dios desapareció, y la primera visita no tardó en llegar. Era un ave muy pequeña, de colores hermosos, y un frenesí indomable, pues batía sus alas con tal rápidez que incluso verlas era difícil. Minúsculo y frágil como parecía, ignorarlo era fácil, pero el hierbajo sabía lo que era ser ignorado y lo observó con atención, y detrás de los ojos del pajarito encontró el alma de un guerrero, que volvía al mundo en libertad, cubierto de un bello plumaje y un espíritu alegre.
Día con día la planta alimentó a los colibríes, quienes al visitarlo honraban a su dios, y los hombres no tardaron en ser atraídos por su color, Cuetlaxōchitl lo llamaron, y lo usaron para teñir sus telas y curar sus entrañas. Pero una tarde llegaron extraños del otro lado del mar, que cargaban con otro dios. Larga fue la guerra, terrible el sufrimiento, y cuando todo terminó, se dio cuenta que en los ojos de las aves que lo visitaban ya no se escondía ningún guerrero, y que Hutzilopochtli jamás volvió a verlo.
Triste de nuevo, día con día el Cuetlaxōchitl fue perdiendo su color, y llegó el momento en que se marchitó, pero no volvió a crecer. La magia se había terminado, y él era de nuevo un triste hierbajo. El mundo a su alrededor cambió, nuevas ciudades crecieron, y parecía que él volvería a ser la criatura más ignorada de todas. Eso fue hasta otro invierno, muchos años después, en el que una niña que corría se tropezó con él.
La pobre criatura iba a prisa, pues era mañana de hacer ofrenda en el templo, y ella no había tenido ni el dinero ni el tiempo para conseguir algo. Aún así, su fe era grande y su corazón inocente, así que en su desesperación, tomó al hierbajo con el que había tropezado, lo arregló de la mejor forma que pudo, y corrió a la iglesia de su barrio. Ahí, se arrodilló ante una efigie que la planta reconoció, pues era el dios que llegó del mar, y rezó con los ojos cerrados.
—Señor Jesús, sé que ésta no es la más grande, ni la más bella de las ofrendas, pero te la entrego para conmemorar tu Natividad.
Y mientras la niña rezaba, la planta también suplicaba en silencio.
“No por mí, por ella. Sé que no valgo nada, pero esta niña te ama. Acéptame en su nombre, por favor”.
Y entonces ese nuevo dios se manifestó, no a la niña, quien solo sintió su calidez en el corazón, sino al humilde hierbajo. Más la aparición no era el hombre barbado de la efigie, sino un niño pequeño, pues aquella era la noche antes de Navidad.
—Existes, pequeño, y eso es suficiente para que valgas a mis ojos. Sé que has estado solo y triste, pero tú también mereces mi amor, y te restauraré a lo que una vez fuiste. Cuando los hombres te vean, recordarán la pureza del cordero de Dios, y su sangre que por ellos fue derramada en la cruz.
Entonces, ante la incrédula mirada de la niña, el hierbajo creció y recuperó de nuevo sus colores. Asombrada, la joven llamó a toda su comunidad para que presenciaran la obra del Niño Jesús. Aquel fue el primer milagro de Navidad en esa tierra llamada México, y la plantita nunca más careció de amor, pues en recuerdo de aquella velada adorna los hogares cada invierno, y con su nuevo rol llegó un nuevo nombre: Nochebuena.
¡Bienvenidos pasajeros! El relato, un poco tardío es la interpretación de dos leyendas, dos orígenes distintos para una de las plantas mexicanas más famosas, a propósito de estas fiestas, como nueva prueba del sincretismo cultural que hace a esta región tan cautivante.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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