El compositor y el letrista
- raulgr98
- 25 ene 2024
- 6 Min. de lectura
Nueva York, 1942
En un abarrotado apartamento, con olor a cigarro y alcohol barato, la cabeza de Richard se estrelló en frustración contra las teclas del piano.
—La paciencia de Theresa no es eterna, Lorenz. Llevamos casi un año estancados.
—Ya te dije que la historia no me inspira, Richard. Campesinos, principios de siglo. Mi ingenio funciona para la modernidad, la ciudad, no estas cursilerías. No me inspira nada.
“Lo único que te inspira es el fondo de la botella”, pensó el pianista; pero no lo dijo. Lorenz Hart había sido su amigo los últimos veinte años, desde que entraron juntos a Columbia, pero la dependencia del escritor por el trago era cada vez más difícil de sobrellevar. Richard tomó el libreto que su productora les había dado: Green grow the lilacs; una obra fallida de diez años atrás, que no estuvo ni dos meses en cartelera. Olvidada por todos los que vivían en la gran ciudad, Theresa Helburn había visto una producción de un campamento de Ohio, con música folk, y había comprado los derechos, pues era “ideal para el... juego que ustedes tienen”.
—Sólo tienes que leerla otra vez —dijo, arrojándosela a su amigo— es una historia sencilla, pero podemos encontrar algo valioso aquí. Un verso, es todo lo que te pido hoy.
—No lo sé, Richard. Además, sabes bien que nunca hemos trabajado así. Que necesito que la melodía me impulse, me inspire a las palabras. Nunca he iniciado yo el proceso.
Y ese era el gran problema, sabía el pianista. Estaba orgulloso de lo que había logrado con Lorenz estos años. The boy fom Syracuse había sido un gran éxito en el 38, pero la dinámica de trabajo que llevaban siempre le había impedido explotar su potencial. A sus cuarenta y un años, Richard estaba cansado de las presentaciones de la calle Broadway, comedias insulsas y operetas ridículas, que detenían la trama para que la compañía saliera a bailar. Durante quince años, Richard había intentado crear obras en las que la música no fuera solo un distractor, formara parte de la obra, pero si se veía obligado a componer la banda sonora sin conocer la letra, siempre habría una barrera que separaría la música de lo escrito. Viendo que esa conversación no iba para ningún lado, continuó.
—Le diré a Theresa que esto no tiene futuro, entonces. Pero debes salir ya de este letargo en el que estás sumido. Me preocupas.
Pensó que Lorenz le reclamaría, o lo que es peor, lo ignoraría, así que fue una sorpresa cuando en su mirada encontró solo alivio, y un poco de gratitud.
—Lo sé amigo mío, y no creas que no me siento culpable de no poder dejar el alcohol. Gracias por liberarme de esto, pero veo la ilusión en tus ojos, no renuncies a él.
—Nunca he trabajado con otro letrista.
—Pues ahora tendrás que hacerlo. Dado que me he librado de esta responsabilidad, he decidido que iré a México a atender mi enfermedad. Pero tú necesitas a un nuevo compañero.
—No hay nadie.
—Sí lo hay, sólo que te niegas a verlo. Alguien que comprende tus inquietudes. Aún recuerdo tu sonrisa cuando vimos Show Boat, allá en el 27. Si se lo pidieras…
—No lo haré. Con cualquiera menos con él.
Richard sabía bien a quién se refería su amigo. Todo Nueva York sabía su nombre. Habían conocido al genio en la Universidad, ellos en primero, él en último. Fue jurado de la primera obra que había presentado en Columbia, pero dudaba que hubiera vuelto a pensar en él desde entonces. No se reduciría a suplicarle a alguien que lo viera con tal condescendencia, sin importarle que él también hubiera logrado forjarse un futuro.
—Es tu decisión Richard, pero los dos sabemos el futuro que ves para el teatro de esta ciudad, y sólo hay un hombre cuyo trabajo se parece al de tu visión…
A tres cuadras de ahí, un hombre de cuarenta y ocho años entró apresurado en un apartamento abarrotado de partituras, sosteniendo en la mano una impresión amarillenta. Un promocional de Show Boat colgaba de la pared. Exultante, Oscar se lo arrojó al amigo con el que compartía piso.
—Mira Jerome. Se lo compré a un anciano en la calle. Vi esta obra hace diez años, y nunca volví a saber de ella. Pero si encontramos los derechos, y le ponemos música…
Jerome Kern vio el título con apatía.
— ¿Green grow the lilacs? No suena muy cautivador Oscar. ¿No crees que si nadie se acuerda de ella es por un motivo? ¿Sabes siquiera de qué trata?
—Un triángulo amoroso: una chica de campo, un vaquero y un trabajador de granja. Romance, duda, superstición… le encantará a la audiencia.
— No lo sé, Oscar. Quizá con algo de folk, tal vez country; pero esto no es nada como lo que hemos trabajado antes.
—De hecho, me gustaría primero escribir la letra. Esto tiene el potencial de ser la culminación de todo lo que estamos trabajando: la música en el teatro como algo legítimo, una estrategia narrativa, no un entretenimiento. Pero para eso tienes que dejarme escribir primero.
Esa simple petición fue el factor decisivo. El proceso creativo de Jerome Kern era muy específico: la composición de la música siempre iba primero, y le indignaba que en tantos años su amigo pretendiera ahora cambiar las reglas del juego, sobre todo por una historia que no quería futuro. Sin embargo, en un afán de no ser grosero, antes de salir a caminar insistió con una sonrisa forzada en que Oscar podría encontrar algún otro colaborador, alguien que sí compartiera su pasión.
Pareciera que tenía boca de profeta, pues una hora después, tocaban a la puerta.
En un café casi clandestino del distrito teatrero, lejos de la mirada de turistas, dos creativos se veían por primera vez desde la escuela mientras sus tazas humeaban. Ninguno recordaba la cara del otro, pero habían seguido sus carreras como si fueran familia, y el destino los había llevado a ambos a la misma obra fallida. Pero recelosos de una nueva complicidad, en la que la lucha de egos sería mayor de la que nunca antes habían enfrentado, expresaron sus reservas.
—La letra de las canciones debe ser parte fundamental de la historia —decía Oscar.
—Y la música debe amplificar la narrativa, no distraer de ella —contestaba Richard.
—Sólo tengo una condición indiscutible —dijeron ambos al unísono.
—Escribiré la letra antes de que compongas —exigió Oscar.
—No comenzaré con la música hasta que tengas las letras —demandó Richard.
Un año después del apretón de mano que sucedió a aquella conversación; la producción estaba en un bache. Aunque uno y otro habían encontrado el compañero que no sabían que necesitaban, la audiencia de prueba no reaccionaba del todo; y ambos sabían que si este proyecto fracasaba, canciones en el teatro nunca pasarían de un divertimento sin importancia. Como una medida desesperada, los dos compañeros habían escrito una nueva canción, un gran número para que todo el elenco cantara junto al final del segundo acto. Oscar y Richard estaban convencidos que era su mejor creación hasta el momento; pero atraía tanta atención, que el nombre que le habían dado a la obra ya no cuadraba con la nueva versión.
Los productores pronto querrían saber cómo se llamaba la obra en la que invertían, y viendo el nombre de su última pieza en la partitura, el dúo que cambiaría la Historia dijo al unísono el nombre que iniciaría una edad de oro:
— ¡Oklahoma!
¡Bienvenidos pasajeros! Richard Rodgers y Oscar Hammerstein II continuarían su amistad por décadas, con obras icónicas como Carrusel, South Pacific, The King and I y La Novicia Rebelde, acumulando 34 Tonys, 15 Oscares y dos Grammys; pero Oklahoma siempre será recordado como el primer musical moderno.
Por separado, ambos creativos se dieron cuenta que el teatro musical tenía potencial para contar historias dramáticas complejas, no sólo comedias simples, y durante casi veinte años trataron de imponer su visión, pero no fue hasta esta primera colaboración que llegaron a tres leyes claves para el éxito del género:
La música y el baile avanzan la trama y los personajes, no se puede entender si las quitas.
Las canciones no pueden ser un añadido, al momento de escribir la historia, esta debe girar alrededor el efecto que produce la música en la trama y la audiencia.
Debe haber temas o motivos asociados a personajes, puntos de trama y acciones, que le den identidad y cohesión a la historia.
Durante más de año y medio, en este espacio hemos cubierto el teatro musical de muchas maneras, pero creo que ha llegado el momento de contar el encuentro fortuito que lo vio nacer.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Comentarios