top of page

El corazón de la tormenta

"Guárdate del viento helado" te advirtieron cuando eras niño "pues el invierno no perdona a quienes no lo respetan".


Noche tras noche escuchaste las mismas historias frente al calor del fuego, pero la fuerza de la que tanto te precias ha resultado ser tu perdición, y así como los troncos se doblegan ante tu hacha, en tu arrogancia llegaste a creer que la naturaleza misma se sometería a su voluntad.


Enceguecido por tus ansias de gloria, esta tarde has talado y talado, sin reparar en el frío que no para de aumentar. Soñando despierto con convertirte en leyenda entre los tuyos, el mejor leñador que la aldea ha visto, ignoras las advertencias de tus compañeros, que son a tus oídos poco más que un susurro lejano.


No es hasta que cae el décimo árbol, que algo te sorprende: el silencio. Tu primer impulso es jactarte que los demás se han rendido, y eres el único que continúa trabajando, pero una veloz mirada te hace darte cuenta de la realidad: no están descansando, sino que volvieron a casa al caer los primeros copos de nieve, que ahora forman una capa sobre tus hombros. Te han dejado solo, con un anciano que se quedó dormido como única compañía. Es entonces cuando tu columna se tensa y el hacha resbala de tus manos.


Es entonces cuando sientes de verdad el frío.


En un sólo instante, dejas de ser el orgullo de tu oficio para convertirte de nuevo en un niño asustado. Tiritando, te das cuenta de lo ridículo de tus ínfulas y elogios, pues tú, el amo de los elementos, que enfrentaría cualquier bestia, tiene miedo de morir. Hay una parte de ti que quiere salir corriendo, en un vano intento de alcanzar a los tuyos, pero en el fondo sabes que no lograrás ganarle a la tormenta que se desata sobre ti. Otra parte quiere rendirse, acurrucarse contra el tronco caído y dejar que la nieve te cubra, pero entonces ves como de la boca del anciano emerge una pálida bocanada y recuerdas que hay algo peor que morir, y es morir solo. No puedes abandonarlo, y tampoco puedes darte por rendido.


Tus pies se hunden ya entre la nieve, y te cuesta echar a andar tus pasos, pero aún así te aproximas a tu compañero de infortunio. Tiene los ojos cerrados, no tiene energía para pronunciar palabra alguna, pero sigue vivo. Has talado casi toda tu vida, pero ahora te das cuenta que eso no es nada comparado con llevar el peso de un hombre sobre tus hombros cuando apenas puedes avanzar, y la ventisca no te deja ver más de un metro por delante tuyo.


No sabes por cuanto tiempo te arrastras, abriéndote camino entre la nieve, pero de repente, al borde de un risco que lleva a un río congelado, alcanzas a ver una mancha oscura, bajo los últimos rayos del ocaso. No tienes la energía para gritar pidiendo auxilio, el cuerpo del anciano se ha aferrado con tanta fuerza a tu espalda que temes no poder despegarlo nunca, y el frío te quema las extremidades, pero te niegas a dejarte vencer tan cerca de la esperanza. Reuniendo una fuerza que no sabías que tenías, das diez pasos más, hasta encontrarte frente a una sucia cabaña de madera. Con un grito, te abalanzas sobre la puerta para abrirla, y colapsas en el interior.


Adentro hace el mismo frío que afuera, pero al menos la nieve ya no cae sobre ti. Sientes como tu cuerpo se aligera, y te das cuenta que es el viejo, que ha recuperado la conciencia lo suficiente para soltarte, y arrastrarse hacia la ventana cerrada. Arrastrándote tu también por el piso, logras cerrar la puerta, y te incorporas lo suficiente para trepar a la cornisa. Mirando a tu compañero, sabes que ninguno llegará a ver el sol otra vez, pero en ese refugio, al menos tienen la compañía del otro. Al menos no los enterrará el invierno. Al menos, algún día, serán encontrados. Y en ese pobre consuelo, es cuando te das cuenta de lo cansado que estás, y tus párpados te vencen.


Te despierta el murmullo del viento, pues la puerta se ha abierto de nuevo. Y por un momento crees que el frío te hace alucinar, pues no puedes creer lo que tus ojos contemplan. En el umbral hay una mujer tan alta que apenas puede entrar por la puerta. Su piel blanca es tan pálida que parece casi transparente, pero alcanzas a ver sus ojos y sus labios, del mismo azul que el hielo. Sus negros cabellos enmarcan el rostro más hermoso que has visto en tu vida. Boquiabierto, no haces sino contemplar como la extraña avanza hacia la ventana, y te percatas que sus piernas no tienen que moverse, pues flota sobre el suelo.


Con una sonrisa triste, la belleza se inclina sobre el anciano, y con delicadeza sopla sobre su rostro. Aterrado, ves como una tenue escarcha comienza a cubrir el cuerpo del viejo, y como ésta se transforma en hielo, cubriendo sus piernas, sus brazos, su cuello. De repente, el hielo cubre el rostro del anciano, y te das cuenta que ha dejado de respirar, pero que hay cierta paz en sus facciones.


"No podrías haberlo salvado" te dice la fría hermosura, encarándote "pero lo intentaste, y eso es más de lo que muchos hombres hacen".


La reconoces entonces, de los cuentos que nunca antes creíste. Es el corazón de la tormenta, el espíritu del invierno, que trae la paz a los perdidos y la ira a los soberbios. Acerca su rostro al tuyo, y te preparas para lo inevitable, pero por primera vez, lo que sientes no es el frío, sino un calor en tu interior, que te recuerda a tu hogar.


"Sólo esta vez, joven y bello, para que entiendas que el invierno puede ser cruel con quien no lo respeta, pero no disfruta ser malvado. No le digas a ningún mortal lo que aconteció esta noche, o el frío volverá por ti".


Y con esta advertencia, mientras el sol sale de nuevo y la tormenta se disipa, ves como la yuki-onna, el espíritu de la nieve, se deshace en niebla frente a tus ojos.

¡Bienvenidos pasajeros! Espero que hayan disfrutado esta adaptación de una famosa leyenda japonesa, que me parece muy ad-hoc para estos tiempos invernales. Si quieren saber que le pasó a nuestro temerario amigo, y si logrará conservar el secreto, no olviden leer la segunda parte el próximo jueves.



Hasta el próximo encuentro....


Navegante del Clío

Entradas recientes

Ver todo
No por mí, sino por Roma

Año 458 a.c. He corrido hasta perder el aliento, y cerca he estado de morir a manos de mi propia toga, pues pocas veces se ha visto a tantos esclavos despertar a sus amos antes del alba, pues hay una

 
 
 
La última bandera de Castilla

San Juan de Ulúa, 23 de noviembre de 1825 Una llovizna ligera hace que mis lágrimas se disimulen, y mi acalorado cuerpo sienta alivio por primera vez en dos años. El viento hace ondear la bandera roja

 
 
 
Con sólo tres gotas

Gwion revolvía y revolvía el caldero negro, como lo había hecho incesantemente noche y día, veinte horas; por cada cuatro de descanso, por tantos meses que había perdido ya la cuenta. Pero aquel día s

 
 
 

Comentarios


bottom of page