El diamante negro
- raulgr98
- 24 ene
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Ella nunca había querido enamorarse, menos aún de dos hombres, pero el destino puede ser cruel con aquellos de corazón ingenuo. Para ella, una criolla sin nada que aportar más que su juventud y la belleza, el español que llegó de más allá del mar fue cual maná caído del cielo: de noble alcurnia, generosa fortuna y una distinguida reputación a ambos lados del océano. Por muchos meses la cortejó, y al final, después de innumerables presiones de sus amigos, sus vecinos y sus familias, aceptó hacerse novia de él. No lo amaba, al menos no aún, pero lo apreciaba y lo admiraba, y creía que eso sería suficiente.
El día que salieron por primera vez, en un instante lejos de la mirada de la chaperona, el apuesto caballero le obsequió un anillo antiguo, de oro pulido, coronado por una enorme joya. Ésta era de una naturaleza que la joven nunca había visto, no sólo por su tamaño y su forma extrañamente perfecta, sino por su color, pues el diamante era más negro que la misma noche.
“Lo encantaron en África, para elevar el deseo del marido hacia la esposa, y advertirle de la infidelidad de una mala mujer. Ese es mi obsequio para ti, te lo entrego como prueba de mi devoción”.
Y la criolla, que nunca antes había sentido deseo por varón, ni siquiera por aquel querido señor que la cortejaba, pensó que no tenía nada que temer, y juró frente a una cruz que la sortija jamás se desprendería de su dedo.
Después del noviazgo vinieron los esponsales, y como esposo el español fue aún más espléndido que como pretendiente. De sus firmes brazos, ella descubrió la pasión por primera vez, pero lo que en verdad desnudaban cada noche eran sus almas, conociendo uno del otro la inteligencia, la bondad y la ambición de construir un futuro. Ella lo ayudaba a él con los negocios que emprendía en la Nueva España, y gustosa preparaba la casa para recibir también a su socio, el criollo al que él había llegado a querer como un hermano. Y con el pasar de los años, bajo la vigilancia del diamante negro, la muchacha se convenció que no podía haber pedido una mejor vida, y comenzó a ver a su marido con otros ojos.
Pero ¡oh, desgracia! Quisieron los astros que el día en que la mujer despertó sin ninguna duda que amaba a su marido, fue la mañana que el español le informó que su atención era requerida en Europa, y que tendría que hacer largos viajes, pero que no pretendía hacerla cambiar de vida ni alejarla de sus conocidos, por lo que la dejaría en su casa durante esos trayectos. Si esa hubiera sido su circunstancia cuando se casaron, a la mujer no le habría importado, pero ahora había abierto su corazón a la calidez, y no pasó pronto antes de que comenzara a añorarlo. Dos semanas juntos por ocho meses de ausencia era una situación imposible, y mientras la joven clamaba al cielo, preguntándose porque le arrebataban el amor cuando apenas lo conocía, su voluntad comenzó a flaquear.
Fue entonces que actuó el hombre al que se le puede llamar todo menos caballero, el socio quién, seducido por sus inocentes sonrisas y la amabilidad de su recepción, llevaba años deseándola en secreto. Dentro de él todavía habitó por largo tiempo el respeto por su amigo, pero cuando éste le pidió que no dejara sola a su mujer, la lujuria comenzó a poseerlo como un gusano a una manzana podrida. Al principio no camnbió su actitud, mantuvo sus visitas usuales con la apartada cortesía con la que se trata a la pareja de un conocido, pero poco a poco aproximó primero su silla, y después su mano. Con cada encuentro, su voz se hizo un poco más dulce, y sus palabras un poco más atrevidas, y en cuanto su astuto ojo percibió que la soledad embargaba a la mujer, pasó a la acción: unas flores recogidas en el camino, una seda comprada en el mercado, un hombro en el cuál llorar.
Sí, ella nunca había querido enamorarse, pero ahora se encontraba dividida entre dos hombres: uno, el primero que había ocupado su corazón, pero que siempre estaba lejos; el otro, peligroso y prohibido, pero siempre presente, eternamente cerca, dispuesto siempre a escucharla y acompañarla. Trató de resistir lo más que pudo, pero sabía que tarde o temprano tendría que reconocer que disfrutaba la presencia del amigo de su marido, y la vergüenza que sentía por sus deseos insatisfechos le impedía detener a uno y poner sobre aviso al otro.
Desesperada, se prometió que en cuanto su marido volviera de su último viaje, que ya había durado un año, le pediría que alejara a su socio de ella, pero una mañana llegó una carta de su esposo, rogándole perdón por que el viaje se demoraría seis meses más. Y quiso la mala suerte que, entre la rabia y el dolor por sentirse abandonada, su tentadora compañía llegara a suplicarle que lo acompañara a su casa.
La mujer nunca había estado sola con un hombre fuera de su casa, y el peligro la hacía sudar, pero también regresaba a su cuerpo una emoción que creía haber perdido, una sed de aventura. Encontrándose solos, el hombre la tomó en brazos y la llevó hasta su alcoba, y no le dio un segundo para respirar antes de comenzar a besarla. El primer impulso de ella fue separarse y golpearlo, pero el contacto de los labios, que no había sentido en más de un año, la sometió. Fue muy débil el intento de apartarlo, pero fue suficiente para sentir como algo duro se clavaba en su duelo: el anillo, cuyo diamante parecía más negro que nunca. Miedo, como nunca antes fue lo que experimentó la mujer, y con celeridad se lo quitó de la mano, dejándolo sobre el buró del que pronto se convertiría en su amante.
Libre del recordatorio de su marido, se convenció de que la magia no era algo real, y que las palabras del español habían sido una mera superstición para asustarla, y se rindió ante la insistencia del otro joven; mas una vez consumada la pasión, lo único que sintió fue culpa. Sin deseos de volver a ver el rostro del hombre malvado que la había seducido, se vistió tan aprisa como pudo y, sin importar que fuera el atardecer, corrió sola hasta su casa, en un callejón en el centro de la ciudad, agradeciendo que su marido aún demorara seis meses, pues le daría tiempo de lavar su vergüenza.
Lo que la desdichada ignoraba era que el negocio que había demorado el viaje del español se había ido a pique, por lo que en ese momento cruzaba la garita de la ciudad, deseoso de ver a su mujer, a la que no le había advertido de su regreso, pues deseaba sorprenderla con su presencia. Sin embargo, se consideraba un hombre prudente, y al haber fracasado su inversión en el Viejo Mundo quiso asegurar primero el estado de sus negocios en el Nuevo, por lo que la primera parada fue a la casona de su socio, casi su hermano.
Tanta confianza se tenían, que uno tenía la llave del hogar del otro y viceversa, por lo que el español no tocó ninguna aldaba, se limitó a adentrarse en la casa. El silencio le intrigó, pues sabía que su amigo era proclive a la juerga, pero supuso que se encontraba fuera de casa, por lo que sin emitir un ruido se aproximó al estudio, decidido a ver los libros de cuentas y marcharse. Pero de camino a aquella estancia pasó por una puerta entreabierta, y alcanzó a ver un familiar destello, reflejando la luz de una vela a punto de extinguirse. Entrando, descubrió a su amigo desnudo, dormido en la cama, y en el buró a su lado, un objeto que le era muy familiar: un anillo dorado pulido, engarzado con un enorme diamante negro.
Ya no revisó los libros de cuentas, pero tampoco despertó a su traidor socio, se limitó a tomar la joya y correr a su casa, poseído por una furia vengativa. Tocó la puerta de su hogar y cuando su mujer le abrió la puerta, encontró la fuera para sonreírle e inclinarse para besar su mano. La criolla, sorprendida por la llegada de su marido y con la mente angustiada, cayó en la trampa y extendió el brazo hacia el rostro de su marido, sin percatarse aún que había roto una promesa y su dedo se encontraba desnudo.
Pero el marido sí se percató, y nada más terminado ese último beso, desenvainó del cinto un puñal y lo clavó tres veces en el corazón desenvainó su mujer, quien falleció sin poder confesar su culpa. La mañana siguiente, los vecinos se despertaron y al salir se encontraron la puerta de la casona del español abierta y el cadáver ensangrentado de una criolla, con un diamante negro colocado sobre su pecho; en aquel estrecho callejón que desde entonces y para la eternidad, se llamará “del diamante”.
¡Bienvenido pasajeros! Espero que hayan disfrutado de este experimento de narrar una de las leyendas más populares de la ciudad donde vivo, pero antes de despedirme, quiero señalar algunas cosas de la historia, pues creo que las leyendas ayudan mucho a conocer los valores y sistemas sociales de la época en la que surgen:
Hay un claro componente social, pues en todas las versiones de la historia que he leído, el marido agraviado es un español peninsular, mientras que los amantes son criollos, como una manera de reafirmar la superioridad moral del punto más alto de la jerarquía novohispana.
La presencia de la brujería en el cuento es algo que parecería poco común en una sociedad católica, pero esto es una prueba más de la fuerte influencia cultural africana en México, en particular en estados como Veracruz.
Que el marido engañado asesine a su mujer, pero no al amante, quien es cuando menos igual de responsable de la traición siempre me ha parecido una injusticia, pero reveladora de valores que subsisten en la sociedad mexicana, en la que la fémina siempre carga con la culpa del adulterio, sin importar las circunstancias en las que se dio.
En todas las versiones de la leyenda, el marido es caracterizado como una víctima virtuosa, cuyo asesinato está justificado, pero no hay que olvidar que la misma entrega del anillo (que recordemos, fue antes incluso de casarse) revela una personalidad celosa y posesiva que la leyenda normaliza.
Aunque mi propia versión hizo un intento por profundizar en las motivaciones de su trágica protagonista, la mayoría de las versiones que yo he escuchado parecen concluir que su interés por el marido era meramente económico, y no tuvo escrúpulo alguno en la infidelidad, lo cual empalma con la trágica costumbre en este país, en particular cuando se trata de crímenes pasionales, de re victimizar a la víctima.
Que sea un momento de reflexión para todos nosotros: no tiene nada de malo compartir las historias de nuestras ciudades y comunidades, es parte de nuestra herencia, pero disfrutar de tétricas historias no debería ser impedimento para analizarlas críticamente, pues la leyenda, al igual que la Historia no es sino el reflejo difuso de otro tiempo.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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