El dilema del rey de los muertos
- raulgr98
- 23 sept 2023
- 5 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! En el relato de esta semana finalmente terminamos con los Doce Trabajos, aunque, como Heracles descubrirá tristemente en dos semanas, aún nos faltan aventuras por vivir en compañía del semidiós.
El dilema del rey de los muertos
Inframundo, tres años después
En su trono de mármol negro, Hades estaba aburrido. Eras en aquel exilio impuesto lo amargaban. Su inmenso reino tenía hileras de súbditos inacabables, y controlaba todas las riquezas del subsuelo, pero a sus dominios nunca llegaba la luz del sol. De no ser por su reina, su única compañía serían monstruos y fantasmas, pero ni siquiera a ella la podía gozar por completo, pues estaba obligado a renunciar a su compañía la mitad del año.
En la soledad y la penumbra, su único divertimento, si es que así se le podía llamar, era imaginar venganzas imposibles contra sus hermanos menores que lo habían condenado a aquel lugar, rumiando rencores que se llevaban gestando desde el final de la guerra contra los titanes. El resentimiento envenenaba su esencia, pero era lo único que evitaba que cayera en la locura.
El señor del inframundo odiaba también a los héroes. Aquellas arrogantes criaturas, pruebas vivientes de la libertad de la que gozaba el resto de su familia, hacían y deshacían, amaban y guerreaban trayendo honor a los dioses que los engendraban y gloria inmortal a sus propios nombres. Hades casi podía escuchar las carcajadas en el Olimpo, comparando las gestas de un hijo con otro, vanagloriándose en una eterna fiesta a la que nunca era invitado. Todo semidiós terminaban tarde o temprano en su reino ¡lo que daría por torturarlos hasta borrarles sus sonrisas taimadas, y que no recordaran rastro de su pasado! Pero el rey de los muertos era ante todo un dios justo, y para su desgracia todos y cada uno de esos altaneros se había ganado los campos elíseos.
A sus pies, dos criaturas mortales se retorcían de dolor, encadenadas a columnas a unos centímetros de un banquete al que no podían acceder. Si, Hades era un dios justo, pero esos sobrinos en particular se habían ganado el castigo, lo más cerca que estaría de obtener alguna retribución por la prisión en la que estaba atrapado. Pirítoo tenía los mismos ojos pícaros de Zeus, y la sonrisa de Teseo era tan seductora como la de Poseidón. ¿Su terrible crimen? A alguno de los dos idiotas se le había ocurrido que guerreros tan notorios sólo podían desposar a hijas del rey del Olimpo. Teseo había encontrado la suya en una niña llamada Helena, una más de las decenas de semillas que su hermano había sembrado en el mundo mortal, pero tras robarla se había dejado convencer por su amigo de descender hasta el Inframundo, pues el muy imbécil pretendía raptar a una diosa para hacerla su esposa. ¡Y no cualquier diosa, sino Perséfone, SU Perséfone!
Todo aquello había ocurrido cuatro meses atrás, y subsistían gracias al poder divino del propio señor, al fin y al cabo, no estaba en la obligación de juzgar sus almas si los cuerpos seguían con vida. Pero ahora, ni siquiera sus gemidos lo despertaban de su sopor, el dolor mismo se había tornado en monotonía. Exasperado, consideraba matar a uno, únicamente para ver la reacción del otro, cuando un estruendo hizo eco por todo el Inframundo y una de las paredes se derrumbó.
El recién llegado era un mortal, desnudo salvo por una piel de león y una espada al cinto. Con un carcaj de flechas a su espalda, sostenía un garrote en la mano derecha y un inmenso arco en la izquierda. A punto estuvo el dios de fulminarlo por el atrevimiento, pero alcanzó a ver como, a su lado, Perséfone se inclinaba en el trono con curiosidad, y decidió detenerse. Después de todo, necesitaba una historia que lo entretuviera.
Al poco de iniciar el interrogatorio lo reconoció, pues Heracles era otro de los bastardos de su hermanito, y hasta aquel lúgubre reino habían llegado historias de un héroe que había cometido crímenes atroces y llevaba casi ocho años realizando tareas imposibles en un intento por expiar sus culpas. Aun así, había algo que no entendía y era qué lo había impulsado a descender hasta ahí, pues muerto no parecía.
—¿Cómo cruzaste el Estigie?
—En la barca —dijo encogiéndose de hombros— Amenacé a Caronte.
—¿Y mi guardián?
—Ofreció una buena pelea. Pero logré domarlo. Precisamente del sabueso de tres cabezas es que vengo a hablar, pues la última de las cargas que se me ha impuesto es llevarlo como presente al Rey Euristeo. Podría habérmelo llevado sin más, pero preferí pedirle permiso a usted, señor mío, puesto que no deseo ofenderlo.
Por primera vez en milenios, el implacable juez dudó. No veía con buenos ojos la altanería con la que el semidiós había invadido sus dominios y burlado sus defensas; pero era difícil no admirar el coraje, y era cierto que al menos estaba ahí solicitando permiso. Lo que más le atormentaba no era el mortal en sí mismo, sino como afectaría su reputación entre los dioses. ¿Se burlarían de él por débil? ¿Lo odiarían si mataba a su sobrino? No podía negar que estaba tentado a destruir al hijo favorito de Zeus, quien siempre lo había menospreciado; pero al mismo tiempo, Heracles era hermano de su esposa, y ella parecía impresionada por la historia del héroe. Además, tampoco sentía mucha simpatía por Hera, y alimentar un conflicto en el "perfecto Olimpo" era una idea que lo cautivaba.
Tras meditar largamente, llegó a una reflexión: Odiaba a los héroes, eso era cierto, pero odiaba más a los mediocres advenedizos que disfrutaban humillando a los que eran mejores que ellos. Lo que Zeus y Poseidón habían hecho con él, el mayor de todos los varones de Cronos, aquel engreído de Euristeo estaba haciendo con su primo. Si algo no podía permitir era que un patético mortal pretendiera usarlo en sus juegos mezquinos.
—¡Llévatelo! Pero cuando el pequeño rey tenga la prueba que necesitas para obtener la libertad, deberás devolverlo a la entrada de mi reino. Y dile que responderé con toda mi furia si pretende quedarse a mi Cerbero.
—Ese no será problema, justo señor, hermosa dama. Por monstruos menos temibles mi tío ha chillado órdenes desde el fondo de una tinaja de bronce.
Cerrando el acuerdo, Heracles reparó en los dos prisioneros. Explicando que había navegado con ellos apenas el año anterior, a las órdenes de un tal Jasón, suplicó que les concediera la libertad, pues les tenía cariño.
—¡Que nadie diga que Hades es cruel sin motivo! Podrás llevarte a Teseo, quien es tan sólo un imprudente orgulloso. Pero quiero ser claro, el otro es mío para siempre.
Asintiendo, el de la piel de león rompió con sus manos las cadenas de su primo ateniense y levantó sobre sus hombros al debilitado aventurero, desoyendo las débiles súplicas de su medio hermano, quien se resistía a dejar ir a su última esperanza. Regresando por donde vino con un mortal en su espalda y llevando de la mano al monstruoso can, Heracles alcanzó a escuchar la última sentencia del rey de los muertos.
—¡Que los dioses te protejan, héroe, pues la muerte llega por todos y la próxima vez que nos veamos puede que no sea tan bondadoso!
Hasta el próximo encuentro....
Navegante del Clío
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