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El discurso de la reina Dido

814, a.c., Qart-Hadash


El troyano la había enamorado con historias de su ciudad perdida: de las artimañas del griego Odiseo, la belleza de la princesa de Esparta y la valentía del noble Héctor, domador de caballos. Obligado a huir de una Illea en llamas con los pocos supervivientes del desastre, llevaba meses navegando hasta encallar en sus costas por una tormenta.


Dido lo comprendía perfectamente, pues la reina también era una exiliada. Habían pasado años, y su nombre era otro (Elisa), pero aún recordaba la calidez de Siqueo, su marido asesinado, y Pigmalión, su hermano, el rey fenicio que había ordenado el homicidio. Forzadas a escapar de Tiro bajo el amparo de las sombras, Dido, su hermana y un puñado más de mujeres habían navegado hasta África, donde con poco más que el ingenio le habían arrebatado tierra al rey de los gétulos, donde habían construido aquella gran ciudad en la que habían iniciado una nueva vida.


La reina pensaba en todo esto mientras reposaba en el suelo de una cueva, donde había pasado la noche con el invitado al que había llegado a amar. Originalmente sólo lo había recibido por cortesía, pero eventualmente se había visto conmovida por su tristeza y seducida por su talento. Una mañana, el héroe le había confesado que era un hijo de Afrodita, y que esta había pactado con Hera el matrimonio entre ambos. Extasiada, Dido aceptó entregar su mano y prometió que juntos reconstruirían Troya, ordenando inmediatamente la reconstrucción de la flota del navegante.


Pero el compromiso no estaba destinado a durar. En la cacería para celebrar la víspera de la boda, otra tormenta había estallado y los enamorados se habían refugiado en aquella cueva donde habían pasado toda la noche entregándose el uno al otro. Eneas entró entonces, tan desnudo como ella, reusándole la mirada:


-Vino un jinete de la ciudad, majestad. La flota que en su magnanimidad ha construido está por fin lista para zarpar-aquí hizo una pausa y la voz sonó triste, llena de remordimiento-Y... Hermes se me apareció esta mañana, para recordarme que mi destino está en Italia. Me causa mucho dolor, pero no puedo oponerme. Yo y los míos nos partiremos en tres días.




Dido podría haber llorado, suplicado que se quedara, pero una mujer tan noble no debe humillarse jamás. En la cima de un acantilado, veía los barcos navegar hacia el norte pero su corazón estaba vacío, el amor reemplazado por dolor y odio. Ana, su hermana, la única que desde el principio había desconfiado del extranjero, se acercó.


-Todo está listo.


De la mano caminaron las dos hasta la pira donde se había reunido toda la ciudad. En ella se amontonaban las ropas que el troyano había dejado y el tronco que marcaba la entrada de la cueva donde Dido había entregado su fortuna, su honor y su virtud.


-No tienes que hacer esto, por favor-suplicó Ana.


-Tengo qué, lo odio tanto como lo amo. He perdido todas ganas de comer, beber o dormir, no me queda nada. Como último favor, préndele fuego a todo cuando haya muerto.


Despidiéndose con el último abrazo, trepó hasta la cima de la pira, desde donde aún se podían ver los barcos, y como gesto de despedida tomó la espada de Eneas y se la enterró en el pecho descubierto. Sin gritar ni desfallecer, pero aún señalando al amante que se alejaba, giró para mirar a su pueblo y a ellos dirigió su última orden:


-"Y vosotros, ¡oh Tirios! cebad vuestros odios en su hijo y en todo su futuro linaje; ofreced ese tributo a mis cenizas. Nunca haya amistad, nunca alianza entre los dos pueblos. Álzate de mis huesos, ¡oh vengador, destinado a perseguir con el fuego y el hierro a los advenedizos hijos de Dárdano! ¡Yo te ruego que ahora y siempre, y en cualquier ocasión en que haya fuerza bastante, lidien ambas naciones, playas contra playas, olas contra olas, armas contra armas, y que lidien también hasta sus últimos descendientes!"


¡Bienvenidos pasajeros! La razón de este breve relato, que termina con el discurso que Virgilio puso por escrito en el 19 a.c. es ejemplificar como la mitología es usada para explicar y justificar la historia.


Efectivamente, Eneas llegó a Italia, donde sus descendientes levantarían la ciudad de Roma, mientras que el reino de Dido se convertiría en Cartago. Hay quienes dicen que el discurso fue compuesto por primera vez por Aníbal, quien se creía el vengador de la mítica reina, pero esto no se puede comprobar. Lo que es cierto es que pocos pueblos se han odiado tanto como Roma y Cartago, y sus legendarias gestas no terminaron hasta que una de ellas vio sus muros arrasados y sus campos regados con sal.




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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