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El fantasma en el fondo de la botella

Ciudad de México, 10 de febrero de 1913


Era aún de madrugada cuando el vampiro entró al despacho presidencial, con la mano izquierda descansando sobre la pistola enfundada y la diestra esgrimiendo una botella de whisky. Bajo la tenue luz de la lámpara del escritorio, quien lo hubiera visto en ese momento lo hubiera confundido con una verdadera criatura de ultratumba: la piel cetrina y arrugada, las ojeras producto de décadas de insomnio, los lentes oscuros, incluso en interiores, para ocultar los ojos emblanquecidos por cataratas. Incluso su voz, otrora imponente, el alcohol la había tornado áspera y quebradiza. Un muerto en vida que aún soñaba con hacer más, tener más, ser más.


Recordaba la primera vez que se había asomado por las puertas de Palacio Nacional. Era entonces un cadete arrogante de veinticinco años, que se las ingenió para convencer a un puñado de ineptos de dar su primer Golpe de Estado, pues estaban deseosos de ganarla la gloria a los rebeldes de Tuxtepec. No habían siquiera logrado entrar al edificio, y en los meses que pasaron presos, se juró a sí mismo que no volvería a intentar uno hasta que tuviera absoluta certeza de poder ganar. Si Don Porfirio no se hubiera impuesto sobre Lerdo en aquella ocasión, lo habrían expulsado del colegio y no tendría carrera alguna, habría tenido que regresar a Ocotlán, y ese es un riesgo que no estaba dispuesto a tomar.


Como casi todas las mañanas desde que escuchó su nombre por primera vez, el vampiro pensó en Napoleón. Leer nunca le había gustado, en los números y los mapas era donde hallaba la felicidad, pero había averiguado lo suficiente para construir una idea del hombre: un brillante estratega, una autoridad fuerte, un prodigio militar, un mando incuestionable. Ese era el tipo de gobernante que un país necesitaba para evitar el caos, no un catrín incapaz de poner orden entre sus propios seguidores. Pero por una vez, el vampiro no pensó en Napoleón el general, sino en el emperador. Movido por una siniestra inspiración, aprovechando la soledad, se sentó en la silla presidencial, imaginando una corona sobre su cabeza. Fue entonces cuando abrió la botella y comenzó a beber, preguntándose qué fantasmas vería en aquella ocasión.


Por ya más de veinte años, no podía acabar un día sin terminarse al menos dos botellas. Primero bebió para poder dormir, después para soportar el dolor de sus dientes desprendiéndose de sus encías, después para disfrazar los temblores incontrolables de sus manos. Ahora, bebía casi por inercia, y su mayor pasatiempo era apostar con él mismo sobre que muerto encontraría en el fondo de la botella. El primero había sido el sacerdote de Ocotlán, quien con paciencia lo había convertido en uno de los únicos treinta hombres del pueblo que sabía leer y escribir, reclamándole con un gesto acusador los saqueos a las iglesias que había ordenado.


—México no necesita iglesias, pero sí soldados —había sido siempre su respuesta. Pagarle a tiempo a sus hombres fue la prioridad de su carrera, incluso cuando se retrasaba el gobierno. Fuera por la llegada del salario, por saquear el oro y la plata de las iglesias, o incluso por asaltar un banco, ningún hombre a su cargo se quedaba sin recibir paga el primero de cada mes, y por eso los suyos lo seguirían hasta el mismo infierno. Si eso ofendía al hombre que le había dado las herramientas para escapar de la miseria, que importaba, era sólo un muerto más.


Aquella madrugada, sentado en la silla presidencial, el vampiro pensó en Ocotlán por primera vez en muchos años. ¿Estarían orgullosos sus padres, abuelos y hermanos de lo lejos que había llegado? La respuesta, la misma que había tenido por décadas ante cuestionamientos similares, era que no le importaba. Hacía mucho tiempo que había trascendido a ese pueblo, había luchado para salir de ahí, y era indigno del poder que acumulaba el retornar, aunque fuera en su memoria. De niño probó la pobreza, y el juramento más solemne que realizó en su vida, fue el de nunca volver a sufrirla.


Y aún así, no despreciaba todo su origen. A quien le preguntara, le diría orgulloso que él entendía que quería y necesitaba el pueblo, puesto que su sangre era de raza huichol pura. “Hipócrita”, lo llamaban las hordas sin nombre y sin rostro de yaquis y mayas, a los que había masacrado en sus campañas y que en ocasiones aparecían en el fondo de la botella, pero a ellos el vampiro ni siquiera se dignaba a contestarles, pues carecían de la inteligencia para entender. Todos esos campesinos habían muerto por su cerradez, por anclarse a un pasado de atraso, por no querer superarse. Él era el indio moderno, dispuesto a lo que sea para integrarse al nuevo orden, como Juárez antes que él. El resto, eran pobres porque querían.


“Juárez”. El vampiro aún poseía una carta amarillenta, con la firma del zapoteco apenas visible, en la que lo elogiaba por ser un alumno de excelencia del colegio militar. Y aunque sus adversarios solían decir que sólo por ese papel era que había conseguido tantos ascensos, eran solo calumnias. Con o sin elogio, el vampiro hubiera llegado alto en el cuerpo de ingenieros, pues era mejor matemático que cualquiera de sus pares, tanto así que daba clases en sus descansos del servicio, y dibujar mapas tampoco se le daba mal. Si Díaz se había hecho de la vista gorda ante el uso excesivo de la fuerza que había mostrado en sus campañas, era en parte porque, como miembro de la Comisión Nacional Geográfica, siempre regresaba del exterminio con nuevos atlas para que el presidente pudiera presumir su inexorable marcha al progreso.


Sí, al vampiro le gustaba decir que se había hecho a sí mismo, pero hasta los más brillantes necesitaban de conexiones, y él había sido protegido de dos hombres excepcionales: el primero era Manuel González, quien le había dado su primer puesto de confianza, y lo había introducido al mundo de Chapultepec, donde se había hecho fama de cortés con sus superiores y disciplinado con sus subordinados, pero el buen general llevaba décadas enterrado, y hacía mucho que no se sentía en deuda con él. El segundo, que había hecho campaña para que lo nombraran general, y le colgó del cuello la medalla al mérito, había muerto el día anterior, pero cuando le notificaron de la muerte de Bernardo Reyes, su antiguo pupilo solo pensó “uno menos”, pues Victoriano Huerta, experto en números y probabilidades como era, hacía mucho que había entendido que nunca sería la “mejor opción” para nadie, pero era un experto en maniobrar para convertirse en la “única opción”.


Un súbito dolor de cabeza lo regresó a la realidad, y se percató que ya había amanecido: era la insoportable luz del sol la que le traía tanto dolor, su rostro parecía quemarse bajo ella, y sólo los lentes oscuros volvían los días menos agónicos. Estuvo tentado de correr a cerrar la ventana, para continuar su ensoñación, pero escuchaba ya actividad en el palacio, y el presidente no tardaría en volver de Cuernavaca. Mientras alistaba a sus hombres para el arribo del comandante supremo, el vampiro pensó en la relación que había sostenido con Madero.


Para cuando la Revolución comenzó, él, cada vez más ciego, llevaba tres años retirado del ejército, pero se había enlistado de nuevo para combatir a los alzados. O al menos, eso le había dicho al viejo Don Porfirio, pues la verdad era que nunca los enfrentó en el campo de batalla. No veía razón en exponerse, considerando que aquellos revoltosos tenían la suerte de su lado, pero el circo de reintegrarse le valió conservar la amistad de los porfiristas. Y Madero, en su infinita sabiduría, recordaba con sorna, había disuelto el ejército que lo llevó al poder para preservar el Federal al que combatió, y el vampiro había conservado así todos sus privilegios.


Cerca estuvo de perderlo todo, cuando lo mandaron a Morelos. Si Zapata y el presidente tuvieron alguna vez oportunidad de reconciliarse, el vampiro la había sepultado con su brutalidad, y ahora el indio del sur había lanzado un nuevo plan desconociendo al catrín como presidente. Aquella fue la única vez que vio a Madero furioso de verdad, cuando le reclamó sus métodos y lo despidió; pero la característica que el viejo general más odiaba del hacendado, su aborrecible indecisión, era la que lo había salvado, pues no llevaba ni dos semanas de su segundo retiro cuando lo habían convocado de nuevo, ahora para combatir a otro de los viejos aliados del revolucionario, el bruto de Pascual Orozco.


Cuando el presidente llegó, el general no muerto ordenó que se le recibiera con vítores, pero en cuanto cruzó miradas con él comprendió que las cosas no habían cambiado: se aborrecían uno al otro, con pasión e intensidad. El vampiro a su comandante supremo podría haberle perdonado casi todo, pero había una humillación que no podía dejar atrás, de los días de la primera campaña contra Orozco. No sólo lo había avergonzado al obligarlo a compartir el mando con el pelado de Villa, el único de los revoltosos que le era todavía leal, sino que había sido muy poco claro en quien de ellos era el oficial superior.


En uno de los descansos entre batallas, el vampiro había aprovechado su oportunidad, y mandado apresar al condenado Villa por un supuesto robo de caballo, pero lo que no podía imaginar era que el maldito Ojo Parado tenía espías incluso en el ejército, y no tardó en decirle a su hermano. El vampiro ya tenía a Villa ante el pelotón de fusilamiento cuando el presidente se apersonó y lo desautorizó frente a todos sus hombres. Victoriano Huerta nunca antes había sentido odio, veía los asesinatos como trámites en su carrera, pero aquel día se juró que viviría lo suficiente para ver a Madero, que se había atrevido a humillarlo frente a los suyos, muerto a sus pies. Pero hasta en ese, su momento de más autoridad, el presidente seguía siendo un débil. Otro lo habría despedido ahí mismo, o mandarlo fusilar, pero el hacendado se había limitado a decirle que le quedaban dos semanas al mando de la campaña. Quiso el destino que en esas dos semanas se diera el triunfo definitivo contra el rebelde Orozco, y el vampiro, convertido en héroe de guerra, se había vuelto intocable.


— ¿Por qué no se realizaron acciones bélicas contra los traidores hoy? —preguntó Ojo Parado, cabalgando al lado del presidente, y siempre demasiado suspicaz para su propio bien.


—Vi necesario tomar el día para reagruparnos. Si el presidente ha traído a todo el regimiento de Cuernavaca nuestra posición se ha vuelto mucho más sólida, quizá unos seis mil.


Y en el gesto tuerto del jefe del servicio secreto, el vampiro entendió que había adivinado su juego. Sí, tomar tiempo para reagruparse era una decisión prudente en el sentido militar, pero también le había dado tiempo a los rebeldes para fortalecer su posición en la Ciudadela, y reclutar más traidores. Pero antes de que pudiera seguir el interrogatorio, el presidente alzó la mano.


—Sea la paz, aquí todos somos leales. General Huerta, le agradezco su servicio en esta jornada, pero es mi deseo nombrar al general Felipe Ángeles nuevo comandante de plaza.


Pero el vampiro ya se había preparado, pues suponía que para eso iba a Cuernavaca. Ángeles era un artillero brillante y honorable, que ya lo había reemplazado antes contra los yaquis primero y contra Zapata después. Mucho más joven, formado en Francia y Estados Unidos, era el tipo de hombre que le gustaba a Madero: idealista y conciliador, que prefería la negociación a la brutalidad como estrategia militar. El general no era hombre de letras, pero tenía amigos que si lo eran, y en la noche había memorizado el argumento que le habían preparado:


—No tengo duda alguna de las capacidades de Ángeles, señor presidente, y estoy consciente que lo ascendió a general hace tres meses, pero lamento mucho recordarle que el congreso estaba en receso, y no lo pudo confirmar en su nuevo grado, por lo que un sentido jurídico aún no lo ostenta. Yo le daré el mando si insiste, pero no respetar la cadena de mando podría resultar…problemático…en estos tiempos difíciles.


La cara de Madero era una de frustración, pero el vampiro se sabía con la victoria, pues el presidente era incapaz de atreverse a tomar decisiones drásticas. Tras unos instantes, asintió y se limitó a preguntar por las otras noticias del día.


—El general Blanquet mandó un telegrama desde Toluca. Dice que los rumores que han circulado sobre su defección son falsos, y que pronto se pondrá en marcha para ponerse a su servicio.


El Ojo Parado no pudo evitar sonreír con sorna, pero el presidente no dijo nada.


—Si usted está de acuerdo —continuó el vampiro— me gustaría comenzar mañana un ataque frontal contra la ciudadela, en cuatro columnas. Tengo a Mass, Cauca y Delgado preparados, pero me gustaría que el ilustre Ángeles comandara la cuarta.


—Usted es el militar, general. Confío en su criterio —fue la única respuesta de Madero.


—Y una última cosa, señor presidente. Creo que la demostración de fuerza es necesaria y por eso me tomé el atrevimiento de mandar fusilar a los traidores capturados el día de ayer, espero que me disculpe el no haberlo consultado.


Madero arrugó la nariz, pues la idea de la violencia le desagradaba, pero en los ojos del presidente, el vampiro halló también un alivio de no tener esa sangre en las manos.


—Usted es el jefe de plaza —se limitó a decir antes de entrar a Palacio con su hermano y Ángeles, pidiendo una cita con el capitán Bassó.


Encerrándose en una oficina, el vampiro apuró la botella con ansias de recuperar el tiempo perdido, y al llegar al fondo llegó un fantasma nuevo, uno más que agregar a la colección.


—Asesino, traidor —le murmuraba con desprecio el ánima de Gregorio Ruiz, fusilado la tarde anterior.


—No fue personal, Gregorio. No podía permitir que le contaras historias al Ojo Parado.


Sólo tres hombres sabían que el vampiro se había reunido con los traidores, y que compartía sus ideas pese a su decisión de aguardar una mejor oportunidad. Ahora solo quedaban dos, que correrían la misma suerte que el peroteño si eran tan estúpidos como para dejarse atrapar. La carga de mañana les serviría como un sustituto, y si una bala perdida le rompía el cráneo al sobrino de Don Porfirio, que se sentía ya presidente, sería la cereza en el pastel, un rival menos para la máxima ambición.


El vampiro desenfundó entonces la pistola, vacía, y disparó aire contra el fantasma de Gregorio Ruiz, que se disolvió en la nada, pues Victoriano Huerta bebía no para escapar de las apariciones, sino para encontrarlas, y tener la dicha de volverlas a asesinar.


¡Bienvenidos pasajeros! El segundo día de la Decena Trágica fue uno de poca actividad, pero espero que hayan disfrutado la profundización en el que es quizá el villano por excelencia de la Historia de México.







Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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