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El hambre de Kisín

En algún lugar de la selva lacandona


El Hediondo tenía hambre. Condenado por su rival, el dios del maíz, a vagar en el subsuelo, haciendo temblar la tierra y poseyendo a los indignos, sólo su ira era comparable a su apetito. Para entretenerse, jugaba bromas a los ilusos mortales, esperando el momento para llevarse a uno a sus dominios.


Una mañana, a su morada llegó un aroma que conocía de sobra, el de la desesperación, y un sonido que le acompañaba: alguien gritaba su nombre. Tomando la forma de un enorme esqueleto, con los ojos saltones, se apareció en el lugar de donde procedía la voz: una choza miserable, donde moraba un hombre joven vestido apenas con harapos. Mirando a su alma, Kisín descubrió que aquel mortal era un ser bueno y devoto, que sólo lo había invocado movido por años de hambre y soledad. Seguramente, aquel tonto intentaría pedirle un favor de buena fe, ignorando que el Hediondo pronto saciaría su hambre con el espíritu del desesperado iluso.


—Kisín, o Hediondo, o Retorcido. Estoy harto de esta vida de angustia y pesar, no tengo nada en esta vida a mi favor. Si me ayudas a probar la felicidad, aunque sea por un instante, te daré lo que tu me pidas. Una semana es todo lo que necesito, y te serviré si ese es tu deseo.


Salivando al pensar en devorar el alma de aquel infeliz, y sin decir que el precio de su ayuda sería su espíritu inmortal, el ser prometió que cada mañana, a partir de aquella, le cumpliría un deseo, pero en el séptimo anochecer cobraría el favor.


Apenas cerraron el trato, el tonto mortal pidió aquello que nunca había visto: riqueza, y Kisín llenó la choza de tanto oro y joyas que si aquel hombre no estuviera condenado, no tendría que trabajar hasta el fin natural de sus días.


A la mañana siguiente, el hombre pidió buena salud, y con una sonrisa taimada Kizín lo concedió, pues de nada le serviría al ingenuo que su cuerpo permaneciera siempre en armonía cuando en unos días de haría de su espíritu.


El deseo del tercer amanecer fue la comida que nunca había disfrutado. Regodeándose de estar a la mitad de su plan, el Hediondo decidió ser generoso con su víctima por los días que le quedaran y levantó de la tierra una mesa que a voluntad de su amo se llenaría de los más suculentos manjares.


Al cuarto día, el pobre maya pidió la caricia de una mujer, y Kizin hizo aparecer al ser más bello y dulce jamás creado, y por un momento lamentó que no pudiera darle a su nuevo marido una familia, pues sus días estaban contados.


Tras despertar de una noche de pasión, el maya pidió la quinta mañana poder, y Kizín, sabiendo que no duraría mucho, lo convirtió en el rey de aquella región.


En el sexto amanecer, aquel que había nacido en aquella pocilga y estaba destinado a morir en ella pidió ver el mundo, y un poco conmovido, el Hediondo lo tomó de la mano y juntos recorrieron hasta el último rincón de la tierra.


El séptimo día, Kizin tenía casi tanta curiosidad como hambre. Le había dado todo a aquel ingenuo ¿que más podría desear como último deseo?


—Este es un cesto de frijoles, gran Kizin, y es todo lo que poseía antes de llamarte —le dijo el hombre— Me has dado todo, y sólo me gustaría un último capricho, por tonto que parezca. Estos frijoles, con su oscuro color, no son dignos de estar entre tanta maravilla, pero mis brazos siguen cansados de una vida de padecer. Lávalos por mí, hasta que se tornen blancos, y seré tuyo.


Kizin lavó y lavó, hasta que el último rayo de sol se ocultó bajo el crepúsculo, pero negras siguieron las semillas. No fue hasta que cayó la oscuridad que el Hediondo, que tan astuto se creía, comprendió que aquel mortal era todo menos tonto, y lo había engañado. Con el crepúsculo su acuerdo había quedado sin efecto, y al no cumplir el séptimo deseo aquella deliciosa alma se le escurría entre los dedos.


Furioso por la astucia del maya, pero incapaz de tocarlo, Kizin decidió que nunca más se dejaría engañar por aquellos malditos frijoles, y haciendo temblar la tierra, de sus dominios brotaron tres plantas más de esta legumbre, pero ahora no sólo blancos, sino rojos y amarillos, desprendiendo el aroma más delicioso que jamás había probado, como el de aquellas negras semillas que había pasado un día entero intentando lavar. Quizá en el frijol, Kizin había encontrado algo más suculento que el alma de un tramposo.



Y desde entonces se dice que el Hediondo ronda las cocinas de México, tratando de probar aquella delicia, fruto de su ira y la astucia de un mortal, en un intento de saciar su interminable hambre. Si un día los frijoles no se cuecen, sean negros, blancos, rojos o amarillos, por más tiempo que permanezcan en el fuego; es porque Kizin hizo una visita.

¡Bienvenidos pasajeros! El día de hoy me quise divertir con un breve mito maya, cultura que rara vez he cubierto en este espacio, sobre el origen del que quizá sea el ingrediente más importante de la dieta mexicana, en una divertida historia que compartimos con Guatemala; demostrando que las historias mágicas de la antigüedad pueden explicar hasta el más superfluo de los misterios.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío


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1 comentario


raul221063
18 mar 2024

¡Escalofriante pero divertido! Conforme lo leía, pensé que terminaría que como todas las otras historias es las que un ser sobrenaturales cumple deseo futiles a un hombre. Pero me encantó la astucia del maya, aunque me sorprendió la ignoracia de Kisín

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