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El hijo del dragón

Viena, diciembre de 1463


—Di su nombre. Aquel al que temen no es brujo ni demonio, ningún daño puede hacerles un mortal.


Nunca he sido supersticioso, y en casi treinta años no he visto sobre la Tierra prueba alguna de espíritus malignos. Aún así, los prisioneros que albergábamos desde hacía tres días seguían pálidos, como si hubieran escapado del mismo infierno. En los huesos, vestidos con poco más que harapos, ni siquiera tres noches de alimento les había borrado la expresión de los ojos, dudaba que hubieran dormido más de una hora desde que llegaron. Pese a los improvisados vendajes, sobre sus pies descalzos aún alcanzaba a ver las ampollas llenas de pus y las costras ensangrentadas: habían corrido por casi dos semanas, deteniéndose apenas para tomar agua sucia del río, hasta llegar a mi ciudad. Lo que los guardias se encontraron entonces era una aparición bizarra: un monje católico y un soldado otomano caminando juntos, huyendo del mismo monstruo.


—A tu amigo el turco, el emperador lo colgará en cuanto se recupere. Perdió parientes en Constantinopla hace diez años, y el sultán Mehmed sigue imponiendo miedo entre la gente de las fronteras. Pero tú, anciano, eres húngaro y el rey Corvinus es aliado de nuestro señor. Si tan sólo renunciaras a tu herejía, serías puesto en libertad...


Pero el hombre permanecía mudo, y entre más se aferraba a su crucifijo más parecía perder la fe. En mi presencia no había pronunciado palabra alguna, pero los guardias decían que en la madrugada susurraba delirios sobre perros y ratas, y el ser oscuro que los controlaba. Nunca había viajado al este, pero de joven sentí fascinación por los mapas, y sabía de dónde habían venido.


—Es un largo camino el que recorrieron de Valaquia. También sé quien los encerró en una fría mazmorra. Pero ahora el príncipe está preso, y estoy seguro que lo saben, pues debieron aprovechar el caos para huir. No hay razón porque temerle a su nombre.


—No...lo conoces —susurró el monje, con la voz quebrada— no hay celda que lo pueda retener. Mejores...hombres....que tú, lo han intentado. Él volverá. Él siempre vuelve.


Apreté los puños. Era inútil, ni con tormento podría sacarlos de sus fantasías. Hasta dónde sabíamos en la corte, la historia de Vlad III era una de fracasos. Su padre, un bastardo húngaro, se había hecho con el trono de Valaquia cuando el príncipe tenía cinco años, pero mal cristiano, le había temido al Turco y le entregó a su propio hijo, junto con su hermano menor, antes de cumplir once. Para lo que le sirvió, pues Hunyadi el húngaro, padre del rey Corvinus, lo ejecutó junto con su heredero cinco años después.


El muchacho de dieciséis se unió a los infieles en su invasión, pero sólo logró conservar el trono de su padre un mes. En algo le concedí razón a los prisioneros, aquel hombre no tenía corazón, ni lealtad alguna. Escondido en Hungría, durante ocho años se hizo amigo de los que orquestaron la muerte de su padre, a cambio de que le regalaran un ejército para vencer a su primo, el títere que usurpó su trono. Logró su objetivo, pero yo no había vuelto a escuchar de él por seis años, hasta que un mensajero dijo que nuevamente perdió su trono, y que se pudría en una celda de Corvinus.


—Ustedes serán cobardes, pero yo no le temo a ningún nombre. Vlad de Valaquia es un simple mortal, apenas mayor que yo. Además, no entiendo como se ganaron su enemistad. Se crió en la corte del sultán, y tu rey lo ayudó a recuperar un trono que no tuvo el talento de conservar. Es una rata mentirosa sin duda, pero amigo de sus señores, al menos hasta que consiguió que lo encerraran....


—Vlad no significa nada. Hace años que dejó de usar el nombre con el que nació. Eres un tonto. No te has enterado de nada...


Furioso por la arrogancia que había demostrado, el monje me contó la historia del segundo reinado del príncipe de Valaquia, y entre más detalles confesaba, más asqueado me sentía. Aún hoy, no sé de dónde obtuve las fuerzas para no vomitar ahí mismo. No era ajeno a la crueldad de los hombres, pero esas historias no tenían límite. Furioso de que su hermano bastardo, un rival al trono, había escapado de sus garras, Vlad había ejecutado a lo nobleza de Valaquia, de una manera original. Para saciar su sed de sangre, movió sus ejércitos a Transilvania, aliados de sus enemigos y regresó con hombres, mujeres y niños.


Mediante señas, el turco se agarró la cabeza y pidió a gritos contar su historia, que su compañero tradujo: después de llenarse de sangre cristiana, y encerrar a los sobrevivientes, el príncipe se negó a seguir pagando tributos al Sultán. El desgraciado que tenía ante mis ojos fue uno de los seis embajadores que Mehmed envió a reclamar el pago, y que Vlad decidió conservar como juguete. A dos los regresó a su señor con el turbante clavado a sus cabezas con estacas. El resto nunca volvió. Fue el Otomano quien quitó a Vlad de su trono, después de una guerra larga, pero Corvinus había escuchado rumores de los niños transilvanos descuartizados, y lo apresó en cuanto le pidió asilo.


Un carcelero nunca debe mostrarse débil ante sus prisioneros, por lo que con cualquier excusa abandoné la celda antes de que se notara mi lividez. Era noche de luna nueva, así que no había la menor luz que se asomara por la ventana. En los pasillos de piedra alumbrados por tenues antorchas, veía ojos en cada sombra, y más de una vez me quedé paralizado esperando que algo saltara sobre mis espaldas.


Esa noche soñé que me me encontraba en un páramo que intuí era el este. No corría viento, yo tenía los ojos cerrados. Me sabía perdido, y caminé sin rumbo, escuchando crujidos al caminar, pero no me atrevía a mirar. Una risa grave, como yo nunca la había escuchado, me sacó del trance y mis ojos se abrieron a un espectáculo que nunca olvidaré, por irreal que parezca:


El atardecer era anaranjado, y el crujido que había escuchado era el de millares de huesos que se quebraban bajo mi peso. Frente a mí, en un trono negro, se alzaba un hombre vestido de carmesí, de cabello y barbas oscuras. Sus ojos enrojecidos de odio brillaban con malicia, pero su boca sonreía. En una mano sostenía una copa que desbordaba un líquido rojo, y en la otra una rata muerta, cruda, que parecía que acababa de morder. No es real, me dije, pero no podía despertarme. Con un gesto, Vlad me ordenó que me diera vuelta, y poseído por una maligna fuerza lo obedecí, para contemplar lo que tanta diversión le causaba.


El páramo estaba cubierto de estacas, de dos metros de altura, extendiéndose hasta el horizonte. Y en cada una había algo clavado hasta el medio, cuerpos que cobraron forma para horror mío: eran hombres, eran mujeres, eran niños. A algunos los habían clavado por el abdomen, a otros por los genitales, a otros por los costados, y yo sabía que Vlad había perfeccionado la forma de evitar los órganos vitales. Vísceras putrefactas se escurrían por la madera, teñida de sangre seca. Todo era tal y como el monje lo había descrito, pero había un detalle que había omitido: algunas de las sombras se retorcían, pues las pobres almas seguían con vida.


—¡Dí mi nombre! —dijo una voz a mi espalda.


Una mano, blanca y huesuda, como la de un muerto, me apretó con firmeza el hombro y mi propio alarido fue el que me regresó a la realidad.


Parecía que mi corazón iba a estallar, cubierto de sudor, un escalofrío seguía paralizando mi columna, mi nuca tan fría como la de un cadáver. Sabía que era la madrugada, pero necesitaba la respuesta. Corrí hasta la celda y tomando una daga, se la puse en el cuello al turco.


—¡Sé que entiendes mi lengua! Entiende infeliz, que estás acabado, pero si me liberas de este tormento, te daré una muerte más limpia que la hoguera o el cadalso. Lo veo, el empalador, está aquí. ¡Dime su maldito nombre!


—Sabes quien fue su padre —dijo el monje a mi lado— Cuando se crió en la corte de Luxemburgo le dieron un alto honor.


—La orden del dragón. ¿Pero eso que tiene que ver?


—El ser maligno que nos persigue siempre dijo que era el hijo de un dragón. El hijo de Dragul. Y en eslavo, al hijo de un dragón se le nombra como...


Pero fue el turco, quien en medio de lo que parecían terribles dolores, pronunció una sola palabra, que por meses ha estado en mis pesadillas, que ha pasado a ser sinónimo del más terrible de los temores.


—¡Drácula!

¡Bienvenidos pasajeros! En este último jueves de octubre, así que decidí contarles el origen del monstruo más famoso de la ficción. Efectivamente, Vlad el Empalador escapó de prisión y eventualmente recuperó su trono, y aunque murió en combate contra los turcos otomanos, la leyenda de su crueldad fue inmortalizada en poemas y rumores por toda Europa hasta llegar a una humilde biblioteca, donde Bram Stoker encontró el nombre con el que bautizar al villano de su famosa novela. Los monstruos no son reales, pero es importante recordar que todos tienen su inspiración en la Historia, donde moran relatos igual de aterradores.




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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