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El invisible

21 de febrero de 1913


En los días de asedio y traición, José María Pino Suárez vio todo y a todos, pero nadie se percató de su presencia. El día del golpe, él fue de los primeros en apersonarse en Palacio Nacional, y Reyes antes de poner sobre aviso a Madero. Cuando los cincuenta cadetes marcharon del Castillo de Chapultepec, él cabalgó junto al presidente; pero junto al imán de carisma que era Pancho Madero ¿quién se fijaría en un tabasqueño cuarentón y espigado? Él fue el primero en sospechar de Victoriano Huerta, a tal grado que en tres ocasiones se había negado a recibirlo, pero sólo su buen amigo, el tuerto, le creyó. El asistió a todas las reuniones de los leales, en los oscuros despachos de Palacio Nacional, compartiendo la misma frustración ante la evidente deslealtad de Huerta, pero si el presidente ignoraba los consejos del gallardo Ángeles o los del imponente hermano ¿qué esperanza tenía de que lo viera a él siquiera? Y cuando Gustavo llevó al traidor preso al despacho de Don Francisco, él cerca estuvo de suplicar que lo matara ahí mismo, pero de nuevo fue ignorado. “No lo abandones José María”, le suplicó Gustavo, antes de salir para el Gambrinus, y Pino Suárez había cumplido; de no salvarlo, al menos moriría con él, aunque dudaba que a alguien fuera a importarle.


En verdad, que el oficio de vicepresidente era uno ingrato, pero José María parecía destinado a ocuparlo, transparente como se sentía. Bisnieto de Sáinz de Baranda, gobernador insurgente de Yucatán, padre de la armada de México, héroe de Trafalgar; en su árbol genealógico se encontraban gobernadores de tres estados, embajadores, ministros de la Suprema Corte, secretarios de estado, diputados constituyentes, el primer procurador, y el fundador de la Normal Superior ¿qué era él en comparación? El dueño de un periódico, en el que los articulistas y la misma tecnología de imprenta brillaban más que él; un poeta que temía que su último volumen de obras jamás vería la luz del día, un abogado sin grandes casos que presumir; demasiado rico para que se le considerara del pueblo, pero poca cosa a los ojos de los titanes del henequén. Mientras todos los otros maderistas arrasaban en sus elecciones a gobernador, en Yucatán sólo se había logrado imponer con el apoyo de su suegro y su cuñado, en un margen vergonzosamente estrecho, y menos de un mes ocupó la oficina antes de ser requerido en palacio.


Ni siquiera había sido la primera opción para ser compañero de fórmula de Madero, pese a haberlo seguido a San Antonio y a Ciudad Juárez, después de organizar el levantamiento en el sur. Madero apenas y había intercambiado un par de palabras con él, pero el resto de sus candidatos eran demasiado radicales, o cercanos a Don Porfirio. Indeciso, delegó la decisión a su hermano, y Don Gustavo por alguna razón recordó a un modesto empresario con el que había entablado amistad décadas atrás. Fue sugerencia de Gustavo que, consciente de lo gris de su trabajo, asumiera también la cartera de Instrucción Pública, como si supervisar un país de analfabetos y combatir el último bastión de los Científicos fuera una labor gratificante; hasta Pani, subsecretario a su cargo, tenía más influencia que él, pero al menos era un hombre honrado. En poco más de un año había hecho lo posible por transitar del gastado positivismo a una visión humanista, renovadora, socioliberal; pero la resistencia había sido feroz pese al apoyo del Ateneo. Sabía que la única razón de existir de la Escuela Libre de Derecho, fundada seis meses atrás, era escapar de sus políticas, pero el yucateco había aprobado su creación, pues debía predicar los valores de libertad de cátedra y expresión que decía profesar.


El día que lo arrestaron, junto con todo el gabinete, durante unas horas lo mantuvieron retenido con el resto, sin distinciones. No fue hasta que alguien se percató que para el derrocamiento necesitaban también la renuncia del vicepresidente, que lo trasladaron con Madero. Y aún en aquel cuarto de palacio donde llevaba tres días cautivos, pese a que sólo cuatro hombres dormían en ella, seguía siendo el ignorado. Pasaba las horas solo, escribiendo poemas y cartas, mientras el presidente; Ángeles y el embajador de Cuba discutían sobre política y filosofía. Los primeros días, sintió un intenso deseo de reclamarle al presidente sus malas decisiones, preguntarle si había sido ignorancia o arrogancia lo que lo había motivado a desoír a los únicos en aquel nido de víboras que si tenían sus intereses en mente, pero desistió con rapidez. Lo hecho, hecho estaba, y con Gustavo, el único hombre que alguna vez había tomado en cuenta su opinión, desaparecido, casi no había sentido en hablar.


Hablar parecía ser lo único que había hecho el gabinete, y poco se había logrado. Por un lado los renovadores, como él, Gustavo y Azcona, el secretario particular; pro el otro los porfiristas, y al presidente, en medio, lo habían despedazado jalando de él como si de una cuerda se tratara; y los otros habían ganado la mayoría de las veces. Contra consejo de José María, el presidente había apartado a Villa de su lado, y permitido que Zapata se desencantara, prestando cada vez más oídos a traidores. Se lo había advertido; “no se puede ser conciliador con aquellos que consideran su mera existencia una afrenta a sus intereses”, pero los meses antes del colapso, parecía que en Palacio no era sólo invisible, sino mudo.


Sterling era el único de los cuatro habitantes de aquella habitación al que permitían entrar y salir, pues no era un preso en el sentido estricto de la palabra. El cubano era su única fuente de noticias, su última esperanza, pues había prometido darles asilo; y todas las noches dormía en palacio para evitar que los asesinaran en la oscuridad. Pero desde hacía dos días, el vicepresidente veía en su mirada que algo les ocultaba.


Aquella tarde, el embajador cubano regresó a la habitación con un cambio de ropa, la más absoluta etiqueta. En los segundos que la puerta permaneció abierta, escucharon risas y exclamaciones de dicha. Madero, siempre optimista, dijo:


—Parece ser que la están pasando bien, no hay porque perder nosotros el ánimo. No veo razón por el que no podamos pasar una velada agradable.


José María sabía que no había motivo alguno para celebrar, y veía en la mirada de Ángeles que él opinaba igual, pero ninguno tuvo el corazón de desilusionar al presidente. Jugaron a las cartas, brindaron con la sangría que un guardia les había logrado conseguir, e intercambiaron opiniones sobre los lugares que los habían visto nacer; él habló de Yucatán, de Tabasco, de Chiapas y Campeche, y escuchó con atención los relatos de Sterling sobre sus viajes; en particular trató de visualizar las imágenes que describía de las playas cubanas, pues cada vez estaba más convencido de que jamás las vería. Al final, el general incluso se animó a cantar una pieza.


Cuando el presidente se retiró al sofá donde dormía, el resto había optado por el suelo, en su ritual de rezos que permanecía inmutable, José María se acercó al cubano.


—No me malinterprete, Sterling, le agradezco mucho lo que ha hecho por nosotros, aunque lo del tren no haya funcionado, pero sé que me oculta algo. ¿Por qué fue la celebración?


—Está bien. Victoriano Huerta ofreció un banquete al cuerpo diplomático. Insistencia de Wilson, para celebrar las renuncias.


—¿Las renuncias? Pero Lascuráin prometió que las entregaría…


—Nunca llegaron a nuestras manos. El congreso las aprobó hace dos días, licenciado. No he tenido el corazón para decirles.


—Entonces ya no somos de ninguna utilidad para el chacal. Nos van a asesinar.


—Licenciado, no le diga al presidente. Aún tiene amigos, tanto aquí como en el extranjero, y su familia sigue en pie de lucha. Estoy haciendo lo posible, si no han atentado aún contra ustedes…


—Es sólo cuestión de tiempo. Señor embajador, creo que ya no es necesario que siga compartiendo la noche con nosotros. Continúe con su misión afuera, si le dará consuelo a su espíritu, aquí todo está perdido.


El cubano parecía querer seguir protestando, pero quien fuera vicepresidente de México lo silenció con un gesto. Sólo una cosa le pidió, que antes de irse lo esperara, pues tenía un recado que darle. En silencio, se sentó en el escritorio, y tomó una hoja en blanco. ¿A quién escribirle? ¿A Casimira? Dieciséis años de matrimonio, y sentía que no había sido suficiente, que tantas cosas habían quedado por decir. ¿A sus hijos? Pensar en María y en Alfredo, en José y Aída, en Hortensia y Cordelia, le dolía; y por primera vez desde que la tragedia comenzó se sintió a punto de romperse. La mayor acababa de cumplir catorce, la menor no llegaba aún a su primer cumpleaños, tantas vivencias, tantos hitos que no alcanzaría a ver. ¿En qué se habían equivocado aquellos inocentes, que el cielo los condenaba a crecer sin padres?


Dos tomos de poesía había publicado José María Pino Suárez, pero en esos momentos, no tenía palabras. Decidió escribir a otro de los renovadores, un campechano amigo desde hace muchos años, esperando que no lo hubieran arrestado. En oraciones cortas, le pidió que cuidara de su familia, que les ofreciera las palabras de consuelo que a él no llegaban, y que, si podía, revisara en el cajón de su casa los borradores de sus últimos poemas. “Constelaciones”, había decidido llamar a aquel volumen. Al terminar, besó la carta, imaginando que eran los labios de su mujer, y se la entregó sellada al embajador.


—Para el diputado Serapio Rendón, si me puede hacer el favor de rastrearlo. ¿Qué les he hecho para que intenten matarme? La política sólo me ha proporcionado angustias, dolores, decepciones. Y créame usted que sólo he querido hacer el bien. La política al uso es odio, intriga, falsía, lucro. Podemos decir, por tanto, el señor Madero y yo, que no hemos hecho política, para los que así la practican. Respetar la vida y el sentir de los ciudadanos, cumplir leyes y exaltar la democracia en bancarrota, ¿es justo que conciten enemiga tan ciega, y que, por eso, lleven al cadalso a dos hombres honrados que no odiaron, que no intrigaron, que no engañaron, que no lucraron?


Tras la partida de Sterling, José María continuó sus meditaciones. El presidente aún rezaba, y le producía incomodidad hablar con Ángeles; si bien su honor le constaba, la visión del uniforme militar le desagradaba. En esas horas de silencio, recordó la carta que recibió en mayo: al parecer alguien al otro lado del mar había leído sus trabajos; pues lo invitaban a trasladarse a España para ocupar el asiento en la Real Academia que el gran Menéndez Pelayo había dejado vacante. Era el reconocimiento que toda la vida soñó, pero habría tenido que renunciar a la vicepresidencia, y su sentimiento de lealtad con los hermanos Madero, con la Revolución, con México mismo, era demasiado grande. El cautivo sintió la tentación de perderse en la fantasía de lo que podría haber sido, imaginándose viendo crecer a sus hijos en un apartamento en Madrid, pero logró recuperar la compostura. Una única dignidad le quedaba, y era el no desperdiciar sus últimas horas en un tiempo tan inútil como el hubiera.


Era ya noche cerrada cuando la puerta se abrió de nuevo, dejando pasar a una mujer cubierta por un velo, vestida por completo de negro. Cuando se descubrió el rostro, José María se encontró ante los ojos enrojecidos de la madre de Francisco.


—Doña Mercedes, me alegra mucho verla a salvo.


Ángeles también se aproximó a presentar sus saludos, pero la dama apenas les dirigió un gesto, toda su atención estaba puesta en su hijo, quien fue el último en notar su presencia, pero corrió a abrazarla. Con su sonrisa de alivio, parecía casi un niño.


—¡Madre! Dime que Sara está bien. ¿Y mi padre?


—Sarita está a salvo. Tu padre y yo, tus hermanas. Todos refugiados en la embajada de Japón.


—¿Japón? Pensé que Sterling sería el primero…no importa; no importa. Buen país, Japón, por eso fue el que seleccioné para enviar a… ¿Y Gustavo mamá?


Doña Mercedes no contestó, pero en aquel cuarto tan pequeño, José María pudo unir las pequeñas señales, la respiración contenida, los ojos rojos, el tono entrecortado de voz, como si luchara para contener las lágrimas. Él no hubiera insistido más, pero Francisco necesitaba oírlo, sólo así creería lo que una parte de él llevaba días temiendo.


—¿Qué pasa con Gustavo, mamá? ¿No has visto a mi hermano? ¿Gustavo?


José María no escuchó lo que la mujer dijo, pero no necesitó. En aquella noche invernal, lo que más le heló la sangre no fue el miedo a la muerte, ni el frío del aire; sino el desgarrador grito que llenó la estancia. Entre incoherencias, negativas y sollozos; la voz del que incluso esa mañana sonreía a la vida estaba llena de dolor, pero también de culpa. Doña Mercedes no pudo soportarlo más y sumó sus llantos a los de su hijo, y José María, rezando en silencio por el alma de su amigo, no pudo sino darse la vuelta, testigo involuntario del dolor más grande, para el que no hay consuelo alguno.


Unas horas después, cuando un cadete fue enviado a apagarles la luz, Francisco Madero seguía llorando. En la oscuridad, José María Pino Suárez, pese a tener un tercio del cuarto, se recostó junto a Ángeles, pues se sentía tan vacío que necesitaba la cercanía de algo vivo para no enloquecer. El sueño le llegó rodeado de sollozos, pero él hacía mucho que se había quedado sin lágrimas que derramar.

¡Bienvenidos pasajeros! En nuestra penúltima entrega de esta larga serie, seguimos a una de las figuras de la Revolución de la que se habla a menudo, pero rara vez se profundiza. Por desgracia, el tercer tomo de su poesía nunca se publicó, pues el diputado Serapio Rendón fue asesinado poco meses más tarde por el régimen.







Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío



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