El juez de música
- raulgr98
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Hay personas que no cambian, sin importar los reveses que les da el destino. Tal fue la experiencia del personaje de nuestra historia, quien había prometido llevar una mejor vida, tras su trágica experiencia con el dios del vino. Y si bien es cierto que el oro le repugnaba ahora, y su palacio era notorio a lo largo y ancho de toda Grecia por su sencillez, su alma ambiciosa no había cambiado, pues la codicia de juventud era tan solo un síntoma del parásito que aún devoraban sus entrañas: el de la vanidad.
Puede ser que el rey ya no soñara con ser el más rico sobre la tierra, pero ahora tenía una nueva obsesión, que lo llamaran el más sabio. Y con tal intención fue que vacío su palacio de joyas y monedas, para cambiaros por libros y pinturas, a sus tesoreros los reemplazó por tutores e instruidos, y las bóvedas se vaciaron de oro, llenas ahora de instrumentos musicales y pergaminos de tierras lejanas. Pero el rey jamás escuchó una lección de los sabios que había reunido, o leyó una sola palabra de los antiguos libros, pues ¿para qué esforzarse? Que pareciera poseedor de un conocimiento superior sería suficiente para que la gente lo creyera, y así preservaría su imagen sin perder su tiempo en cuestiones tan mundanas como aprender.
Y durante años su plan tuvo éxito, a tal grado que otros monarcas acudían a pedirle consejo, y él a la mayoría los despedía con gesto arrogante, pues solo un grupo selecto era digno de escuchar la verdad de sus labios. Otrora se había ufanado de ser "más rico que los que moran en el Olimpo", y ahora una soberbia superior era la que presumía, aunque no se atrevía a pronunciarla "soy tan sabio como un dios, puede que un poco más".
Entonces llegó el día en que tuvo que ponerse a prueba tal afirmación, pues espíritus del viento llegaron a su palacio, para solicitarle que los honrara juzgando un concurso de música. Pese a jamás haber oído las cuerdas de una lira rasgar, o una hermosa voz cantar, el monarca accedió pues ¿Qué tan difícil podía ser?
Siguió a los espíritus a un claro a la sombra de una montaña, donde lo esperaban los dos seres en conflicto. El retador era un sátiro sucio y desnudo, que sostenía una flauta doble; el otro era un joven hermoso, vestido en doradas túnicas, con una lira descansando en su regazo. El dios de la montaña, que había accedido a ser el anfitrión de la competencia, nombró a los miembros del jurado.
"A cinco mortales hemos reunido para que sean testigos y jueces de este desafío, que han sido seleccionados de toda Grecia, pues la belleza del arte puede reconocerse más allá de la fortuna o condición. ¡La más hermosa de las doncellas! ¡El más valiente de los soldados! ¡El más humilde de los pastores! ¡El más inocente de los niños! ¡El más sabio de los reyes!"
Sin más preámbulo, sin siquiera decir sus nombres, los participantes tocaron la misma pieza, uno en la lira, el otro en la flauta; y el rey esperó a que el tiempo se terminara. De reojo, podía ver a los otros jueces cerrar los ojos, incluso esbozar sonrisas, pero para el único que portaba una corona, las dos melodías sonaban iguales, y ninguna le inspiraba sentimiento alguno, pues en sus años de coleccionar saberes, sólo se había interesado por presumir su posesión, no por apreciar su belleza.
Cuando ambos terminaron, los jueces echaron suertes para saber quien sería el primero en emitir su veredicto, y quisieron las Moiras que el rey fuera elegido último. Si alguna vez se hubiera molestado en apreciar a los músicos de su corte, o escuchar a sus tutores, podría distinguir quien habría sido mejor. Si hubiera abierto alguno de los muchos libros de su colección, podría haber reconocido a los participantes, pero esa tarde, el sabio rey era el más ignorante de todos los presentes.
"El joven ha sido superior", inició el soldado.
"El muchacho me ha gustado más" afirmó el niño.
"La música del joven fue más bella" confirmó la doncella.
"Creo que el muchacho fue mejor" continuó el pastor.
Y el rey desesperó. ninguno de ellos tenía tantos libros como él, ni era señor de una corte llena de instruidos en todos los saberes del hombre. ¿Cómo podía votar igual que ellos? ¿Qué diría la gente si el sabio rey tenía el mismo criterio que un humilde pastor o un niño ingenuo? No, cuando se contara la historia de aquel día, se diría que el rey de Frigia tenía un entendimiento mayor que el de los otros mortales, y sólo él podía ver más allá de las ilusiones en los que los ilusos caen.
"El sátiro tiene un talento más grande", sentenció.
"Más sabio que los dioses" presumía el rey en sus sueños, pues alguien había oído tal osadía, pues eran divinidades quienes lo habían invitado a juzgarlos. Lo que los otros jueces habían reconocido, pero a lo que él permanecía ciego, es que se trataban de Apolo y Pan quienes querían resolver una vieja rencilla sobre la proeza musical. Los otros jueces no habían tenido que mentir, pues en efecto el talento del dios del sol no tenía igual, pero incluso si el señor de lo salvaje hubiera sido superior, el voto no habría sido distinto, pues lo que cuatro de los jueces sabían, era que Apolo era tan mal perdedor como buen músico.
"Pobre de nuestro infortunado amigo" dijo apenas conteniendo la ira "creo que sus oídos no funcionan bien, tal vez deban ser más grandes".
Y tomando con fuerza sus orejas, pronunció:
"¡Que el rey tenga las orejas que corresponden a su sabiduría!"
Y con un tremendo dolor, el monarca sintió como el dios tiraba de sus oídos, y estos crecían y crecían, cubriéndose de pelo negro.
Por un año, ni un alma vio la cabeza desnuda del rey, pues a partir de ese día se cubrió con un enorme turbante, que afirmaba había sido un regalo por haber participado en el jurado. Pero llegó el día en que los cabellos le llegaban casi a la cintura, y la barba enredada y caótica cubría su barriga. Con mucho temor, llamó a su barbero, pero sólo se retiró el turbante una vez que le hizo jurar que nunca revelaría lo que viera.
El barbero cumplió su juramento por varias lunas, pero la revelación era tal, que el guardarla le producía dolor. Desesperado, una noche salió al campo y, sabiéndose solo, cavó un agujero en la tierra. Se agachó sobre el hueco y, antes de cubrirlo, susurró un secreto.
Y ahí habría acabado todo, pero la venganza de Apolo aún no estaba completa. Al amanecer, de la tierra que cubría el agujero brotaron unas plantas que, cuando el viento pasaba a su alrededor, gritaban el secreto que el barbero les había confiado. Pronto, todo el reino supo la verdad sobre su monarca, y el desdichado arrogante jamás pudo abandonar su palacio sin recibir burlas y desprecio.
Y dicen que si vas en una noche de luna llena a un campos de juncos, el viento te susurrará a ti también el mismo secreto:
"El rey Midas tiene orejas de asno".
¡Bienvenidos pasajeros! Siendo honesto, me he sentido abrumado por las noticias esta semana, y no desperté con humor para escribir sobre tragedia o violencia. Por lo tanto, aprovechando que hemos llegado a la mitad del relato de la Decena Trágica, decidí tomarme esta semana de descanso y escribir algo más breve, una versión de uno de los mitos con los que crecí. Ojalá que se pudiera humillar así a todos los líderes que conducen a este mundo al desastre.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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