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El juicio y el banquete

Desde que vine al mundo supe que viviría por siempre; pero hoy, ante el negro trono del señor del Inframundo, entiendo por primera vez porque los mortales temen a la muerte. No es la primera vez que traigo a un alma a este oscuro rincón del Cosmos, pero siempre paro en la sala de juicios, con los tres reyes. Pero esta vez es diferente. Esta vez, mi señor tío ha decidido impartir justicia él mismo, y en sus ojos por primera vez hay más que amargura y rencor: veo ira, veo crueldad, veo deseos de hacer daño.


— ¿Traigo al acusado, señor Hades?


—Lo interrogaré a su tiempo, Hermes. Primero quiero oír la historia de tus labios.


Me inclino y mientras relato el horror de aquella mañana, tartamudeando por primera vez en mi vida, es como si lo viviera de todo de nuevo:


Los salones del rey de Frigia son blancos y dorados, y el brillo del sol aumenta el esplendor de cada columna. Ahora que estoy aquí, me cuesta creer que alguna vez algún mortal dudara el que mi medio hermano comiera en el Olimpo, pues para mí es claro que ha modelado su propio palacio a semejanza de su hogar, e incluso esta pobre imitación es de una hermosa que desarma mi ingenio. Por primera vez, olvido mi orgullo y recupero la curiosidad, ansío conocer la sorpresa que no tiene reservada un rey que ha sido capaz de construir algo así.


Sé que muchos de los dioses, comenzando con mi "dulce" madrastra, me miran con el mismo desprecio con el que siempre he mirado al rey, pero no puedo evitar indignarme de que Zeus decidió invitar a la mesa al crío de una mortal, por muy rey, y muy vástago suyo que fuera; nunca sería un rey. Así se lo dije a mi padre, y sé que muchos compartieron mis reservas, pero la decisión estaba tomada. Lo reconozco, sus ropajes eran dignos y suntuosos, su habla culta y cortés, sus modales mejores que los de alguno de mis hermanos; pero incluso tras su sexto banquete seguía siendo un extraño entre nosotros. Cuando tras la séptima reunión descubrimos su ofensa, ni siquiera yo pude realizar una broma que levantara el horror.


"Seré el dios de los ladrones", recuerdo haber dicho, "pero descender a la tierra con nuestro néctar y ambrosía, es demasiado incluso para mí".


Si se hubiera tratado de cualquier otro, la ira de Zeus habría sido incontenible, pero parece que mi padre estaba prendado de su primer hijo semidiós, quién ya le había dado nietos; y decidió darle la oportunidad de explicarse. Por eso estoy aquí, en el palacio del rey de Tracia, esperando una sorpresa que nos ha prometido junto con sus motivos.


Nos recibe con sus mejores galas, una corona de oro y plata, y anillos de piedras preciosas en cada dedo. Siempre sonriente, regresa el botín robado, pero no parece estar arrepentido. Sin un sólo dejo de humildad, agradece que respondiéramos a la invitación y nos invita a sentarnos a la mesa. Sus nobles, cortesanos y parientes ocupan también sus lugares, no cabe un asiento más, y aún así no puedo evitar pensar que falta alguien.


Varias copas después, parece que toda rencilla a quedado atrás. De un lado mío, Atenea y Ares discuten por sus proezas con las armas; del otro, Apolo y Poseidón ríen mientras piden a gritos más licor; hasta Hera sonríe con educación ante los elogios de nuestro anfitrión. Sólo mi tía Démeter, quien no puede separar su mente de su hija perdida, parece no disfrutar de la velada. Pidiendo la palabra, el rey se levanta y tras brindar por la gloria de nuestro padre, ordena que traigan el primer plato.


El olor es tan suculento que casi asfixia. Mezclado con las más finas especias, el platillo es de un color casi dorado, pasado con esmero por el fuego por largas horas. No distingo aún de qué animal ha provenido el manjar, pero estoy seguro que es uno que nunca he visto en una mesa de banquetes, y eso me desconcierta. Lentamente, la sombra de una duda se cierne sobre mi cabeza, y creo que no soy el único, pues nadie ha probado el plato, nadie excepto el rey.


Mi cabeza piensa a toda velocidad, y observo a mi medio hermano comer. En su mirada hay hambre, pero cada bocado es deliberado, su concentración está en nosotros. No parece desagradarle el sabor, pero lo que le causa placer es la expectativa de lo que hagamos nosotros. Su avidez no la saciará el comer, sino el vernos comer. Hay curiosidad en su gesto, pero también satisfacción, arrogancia... Mil preguntas revolotean dentro de mí ¿Por qué nunca he visto este plato antes? ¿Por qué nuestro anfitrión, que presume hasta el más pequeño detalle de sus posesiones, omitió decir lo que nos iba a ofrecer? ¿Por qué hace un banquete de disculpa sin mostrar arrepentimiento? ¿Por qué nos recibe con brazos abiertos después de que lo acusamos de robo? Súbitamente, me percato de quien está ausente, el invitado al que mi intuición ha buscado. De un salto, me levanto de la mesa.


— ¿Dónde está Pélope? ¿Dónde está tu hijo, Tántalo?


Y lloro, porque mi corazón sabe la respuesta, y el olor que otrora me pareció tan suculento ahora sólo me produce náusea. Los otros invitados lo saben también, y se apartan lo más posible sus platos. Todos salvo una, ajena al horror que estamos viviendo, pues atraviesa su propio infierno...


— ¡No! —grita Atenea, pero ya es tarde. Démeter, una de los Olímpicos, ha probado la carne humana.


Regreso al inframundo, a la mirada colérica de Hades, y termino el relato. Con ganas de dejar atrás tan repugnante hecho, cuento como Zeus fulminó con su rayo a todos los mortales presentes, antes de ordenarme que lleve en persona el alma de mi medio hermano a través del Estigie, para que responda por sus crímenes. Aun no entiendo porque el señor del Inframundo me ha llamado a mí a declarar, cuando fue su hermana quien probó lo que después supimos había sido el hombro de un muchacho. Hay quienes dirán que, en una rara muestra de compasión, le quiso evitar a Démeter el tener que revivir su tragedia, pero no puedo evitar pensar que la quiere lejos de su reino, como si ocultara algo...


Aún así, por primera vez no tengo apetito para intrigas y secretos. En cuanto mi tío me da su venia, me retiro con una reverencia y llevo al salón al acusado, deseando que todo termine. Pese a estar encadenado, pareciera que tiene el control de la sala. Su rostro es sereno e inexpresivo, salvo por sus ojos, llenos de enfermizo ingenio. Perfectamente bien arreglado, se las ha arreglado para que su fantasma conserve la corona que aún porta con orgullo. Sé que es un monstruo, pero a la vez sigue siendo el mortal más inteligente que he visto, y eso me aterra. Hades, en su trono, tiene sólo una pregunta para él:


— ¿Por qué?


Y en cuanto responde, sé que nunca en mi eterna existencia lo olvidaré, y que no habrá tortura ni prisión suficiente para aquel hombre.


— Lo podría llamar curiosidad intelectual, señor —dice sereno, sin perder la cortesía— Quería comprobar si era cierto que los dioses lo saben todo, y no hay manera de engañarlos. Quizá no sean tan distintos de nosotros.




La sentencia de Hades fue rápida e inflexible. Tántalo, rey de Frigia, había cometido una atrocidad que no se veía desde los días de Cronos. Por devorar a su propio hijo, y ofrendar su carne a los dioses, fue arrojado a una fosa, hundido en un estanque del que no puede beber, y observando un árbol del que no puede comer. Han pasado eras completas desde el juicio y el banquete, pero sé que si bajara al Inframundo lo encontraría aun sonriendo, esperando para conversar con su captor.



¡Bienvenidos pasajeros! La primera película que cubrí en este espacio, hace dos años, fue El Silencio de los Inocentes y debo confesar, me costó encontrar cómo hacer referencia a él en el relato de hoy. Tras pensar detenidamente, decidí enfocarme en el tema del canibalismo, un acto que casi todas las culturas occidentales consideran una atrocidad, y que ha permeado códigos de valores en todo el mundo.





Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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