El león y la hormiga
- raulgr98
- 2 may 2024
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Chalut-Chabros, 26 de marzo de 1199
Por veinticinco años he seguido al duque de Aquitania y Normandía, rey de Inglaterra por casi una década. No soy el único trovador de su cortejo, pero nadie como yo ha inmortalizado sus gestas, su nobleza, su gallardía. Conquistador de Sicilia y Chipre, más grande de los campeones de nuestro señor Jesucristo en la tercera cruzada que se lanzó en su nombre, vencedor en Acra y Jaffa, el único cristiano al que Saladino, el grande y temible, temió alguna vez.
Me mantengo al lado del monarca mientras pasea con su caballo al pie de las murallas de la fortaleza. Nuestra misión, castigar a los normandos traidores que han abrazado la perfidia del rey francés, y olvidado a su legítimo gobernante. Los cabellos rojos y dorados de Corazón de León ondean como estandartes de victoria, y montado sobre su regio corcel, el alto guerrero parece más grande que todos los que le precedieron en el trono de Guillermo el conquistador.
Uno de los nobles se acerca y le susurra al oído. La risa del rey es profunda. Los exploradores le han dado la vuelta a las murallas por tres días, y tienen plena confianza en el reporte que acaban de entregar.
—“El castillo sólo tiene dos caballeros defendiéndolo” —proclamó el rey— ¿y uno de ellos es Petite Pierre?
Corazón de León ríe y ríe. Sabíamos que la fortaleza tenía pocos defensores, estamos a mitad de la nada, en un lugar sin importancia, pero al rey le habían llegado rumores que el señor del castillo ocultaba un cofre de oro romano, y si algo amaba el rey de Inglaterra más que el éxtasis de la batalla, era el dulce tintineo de las monedas. Al hombre del que se burla lo he visto apenas un par de ocasiones desde que el asedio comenzó, un ser insignificante, con una armadura que parece hecha de retazos, demasiado grande para él. No sé su nombre, no creo que a nadie le importa, pero Pequeño Pedro es un apodo que parece divertir al monarca.
Si tuviéramos con nosotros escaleras, el castillo sería ya nuestro, pero los bosques a nuestro alrededor no son suficientes ni siquiera para un ariete. Corazón de León goza de ganar por asalto, pero tras su reciente cautiverio ha ganado prudencia, optando por rendir a los enemigos por hambre y miedo. Sin embargo, ahora, ante la noticia que la fortaleza es defendida por un hombre y medio, vuelvo a ver al temerario que conocí cuando apenas era un príncipe, quien se sabía más poderoso que la misma muerte. Ricardo, el mejor rey al que he servido, anuncia con pompa que el calor era más peligroso que aquellos supuestos caballeros, y se desprende de la cota de malla, antes de exigir a un siervo una copa de vino.
Pero el siguiente líquido que prueban sus regios labios es el de su propia sangre. La saeta de una ballesta le atraviesa el hombro de parte a parte, y mientras todos se concentran en el cruzado herido, mi mirada alcanza a distinguir piezas de metal discordantes que rebotan contra un cuerpo enclenque: ¡es Petite Pierre quien le ha disparado!
Pero Ricardo Corazón de León permanece montado en el caballo, y su rostro no refleja dolor alguno, ni siquiera incomodidad. Seguro estoy ante el más glorioso de los reyes, y sé en mi orgulloso interior que se necesita mucho más para vencer a mi señor.
Amado hermano
En mi corazón ya no cabe canción alguna más que un terrible canto fúnebre, pues Dios ha castigado nuestra arrogancia. Once días después de aquella fatídica mañana, los días terrenales de Ricardo Corazón de León han terminado con el alba. No tengo de la sangre fría que se requiere para describirte sus sufrimientos, producto de la gangrena en el hombro herido, lo único que su pueblo necesita saber es que murió en paz, en los brazos de su madre que tanto lo amó. Esta misiva te llegará una semana antes de que el cortejo fúnebre llegue a Bretaña, pero te suplico que hagas lo posible por acercarte al príncipe Juan, del que dependen ahora nuestros destinos, y que repitas a quien esté dispuesto a oírlo la historia del último acto noble del rey de Inglaterra.
Mi único consuelo es que el rey alcanzó a saber que su última campaña culminó en victoria. La noche antes a que Dios lo llamara a su lado, el maldito castillo abrió sus puertas y se rindió, pues tuvimos cuidado de ocultar la gravedad de la salud del monarca. Corazón de León ya sabía que la muerte rondaba su tienda, por lo que al enterarse de la capitulación ordenó que trajeran ante él a su asesino.
Yo me encontraba junto al lecho del herido cuando llevaron a Petite Pierre encadenado. Aún portaba esa armadura de la que tanto nos burlamos, que no había sido obra de ningún herrero, sino retazos de lámina atados con cuerda. Quienes lo capturaron dijeron que su espada era un cuchillo de cocina, y que por escudo usaba una sartén, pero la mayor sorpresa fue cuando le descubrieron el rostro, pues quien miraba al herido con un odio intenso era un niño. ¡El soldado que abatió al más grande de los reyes no podía tener más de diez inviernos!
— Ya pueden ejecutarme —decía la criatura— pues tengo el consuelo que no fallé el tiro. La última vez que estuviste en mi tierra, cruel rey, mataste a mi padre y mis hermanos.
Pero el rey parecía no escucharlo. Incluso tan cerca del fin, su voz seguía tan fuerte e imponente como el rugido de un león. Ante una docena de caballeros, siervos y trovadores, proclamó su última orden.
—Fue un buen tiro. Cuando haya muerto, denle cien monedas y déjenlo en libertad.
Tras esto, por única vez, rey e infante se vieron a los ojos, como iguales, y a él dedicó las que estaban destinadas a ser sus palabras finales.
—Vive. Mi recompensa para ti es que contemples la luz del día.
Asegúrate de que esta historia llegue a todos los rincones del mundo, como recordatorio el poder del destino, que alcanza a los más grandes de entre nosotros. Bajo la sombra de Chalut Chabros, el león por la hormiga fue abatido.
¡Bienvenidos pasajeros! Con el libro de la semana observamos una niñez perdida, y la lección de la película del día siguiente fue el que no se debe subestimar a los más jóvenes. Ricardo I de Inglaterra, apodado Corazón de León, es uno de los monarcas más famosos de la isla, una figura casi legendaria por su participación en las cruzadas. El gran conquistador, quien en su mejor época se convirtió en el líder de la cristiandad, encontró su final a manos de un niño cuyo nombre la Historia olvidó: Pierre Basile, Bertran Gourdon, John Sabroz, son todos apodos con los que presenciaron la muerte del rey llamaron al infante ballestero. La Historia, sobre todo una tan antigua, no es la mejor cuando se trata de registrar las acciones de los pequeños y los olvidados, pero hay ocasiones en las que son imposibles de ignorar, hay días en los que hasta un niño puede cambiar al mundo.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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