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El lugar sin límites

¡Bienvenidos pasajeros! Dada la publicación de ayer, tenía intenciones de continuar explorando el arte colombiano, pero comprobé con cierta desilusión que no he visto ninguna película de ese país, o al menos no estoy lo bastante familiarizado para hacer un análisis completo. Sin embargo, creo que hay verdades comunes de realidad latinoamericana que trascienden fronteras, y hoy ponemos a prueba ese postulado al hablar de una emblemática cinta mexicana, que tiene sus bases en una novela chilena.


Estrenada en 1978, la cinta es dirigida por Arturo Ripstein, quien co escribió el guion con Carlos Castaño, José Emilio Pacheco, Cristina Pacheco y Manuel Puig; siendo la participación de escritores el posible origen del ritmo más pausado y reflexivo de la cinta, con tintes oníricos. Una película controversial al momento de su estreno, tuvo más éxito en el extranjero que en México, pero logró obtener un par de nominaciones a los Ariel y consiguió un seguimiento de culto. El elenco está integrado, entre otros, por Roberto Cobo (Manuela), Gonzalo Vega (Pancho), Ana Martín (Japonesita), Julián Pastor (Octavio), Emma Roldán (Ludovinia), Carmen Salinas (Lucy), Fernando Soler (Don Alejo) y Lucha Villa (Japonesa).


Debo ser honesto y comenzar diciendo que hay muchas sutilezas de adaptación que pasarán desapercibidas por mí, pues no he leído la obra original de José Donoso, pero sí estoy familiarizado con la trama, que se conservó casi íntegra, y puedo asegurar que, si no hubiera sabido el trasfondo, la historia de un pueblo perdido en la nada, apenas habitado, con sus últimos habitantes sometidos al yugo de un latifundista que los conserva en la miseria, no habría tenido ningún problema en creer que la génesis de la narrativa se ubicaba en experiencias reales mexicanas. Más allá del aspecto social, que es sin duda relevante, los otros temas de la película como el género, la homosexualidad y la violencia también son universales, intrínsecamente relacionada con la idiosincracia del continente.


En la reseña de ayer comentaba de la construcción de Macondo como un lugar sin tiempo, y El Olivo (rodado en Bernal, Querétaro), encaja con la descripción pero llevada aún más al extremo, combinando el aislamiento del mundo rural con la atmósfera fantasmagórica del abandono. La estación de tren y el camión de Pancho ayudan a ubicar temporalmente la historia, pero en muchos otros sentidos parecería que el mundo de los personajes se quedó atrapado en los días previos a la Modernidad, con la falta de luz eléctrica uno de los puntos centrales de la trama. Siguiendo esa misma idea, la figura de Don Alejo se eleva como la encarnación de todos los males del sistema capitalista, especialmente en su variante latinoamericana: un ente corrupto, que es a la vez autoridad política y económica, dueño de casi todo el pueblo (salvo el prostíbulo) pero carente por completo de empatía, que actúa bajo pretensiones de superioridad moral, pero es insensible a cualquier dolor y busca su propio beneficio y divertimento (la secuencia de la apuesta en el pasado, pese al tono jocoso que aparenta, es extremadamente cruel). Y aún así, muchos de los habitantes del pueblo, en deuda eterna con él, le tienen reverencia, otra crítica al populismo que ha predominado en el mundo, sobre todo como forma de explotación de los sectores desfavorecidos.


En términos técnicos, lo que me parece más rescatable de la cinta es la cinematografía, sobre todo en lo que a la paleta de colores se refiere: retratar el Olivo como un lugar muerto se logra desde las secuencias iniciales (los fondos se vuelven más estériles conforme se acerca al pueblo), y esta falta de color contrasta con la locación del burdel, que aunque también decadente se aferra a visos de vida, un símil de la esperanza vacua de los personajes que lo habitan, y cuya gama opaca de colores contrasta con la hipócrita “pureza” de los dominios de Don Alejo. En ese sentido, creo que la incorporación un flashback extendido a los mejores momentos de la comunidad es clave para entender la tragedia de El Olivo, pues el director tiene mucho cuidado en mostrar cómo incluso en su mejor época, las señales de decadencia estaban presentes, lo que vuelve el eventual colapso social de la región casi una inevitabilidad profética. Finalmente en este apartado técnico, aunque yo no comparto el análisis religioso que otros artículos le han dado, el uso preciso del color rojo para representar la tentación y el pecado (el camión, el vestido de Manuela) es excelente.


Si bien la interpretación de Roberto Cobo de Manuela es icónica, no desprovista de méritos, sobre todo por la profunda humanidad que le da en sus momentos de vulnerabilidad e ingenuidad; la representación de las minorías sexuales no ha envejecido del todo bien, pues el guion no logra discernir si el personaje central es un homosexual trasvesti o una mujer transexual, con diálogos que podrían orientar en cualquier dirección. Sin embargo, para la época la representación fue revolucionaria, y no tengo ninguna intención de demeritar el legado de la cinta, un paso importante en la representación pues evita algunos de los clichés más dañinos y le da profundidad a un protagonista LGBT. Menos discutida y más sutil, pero también más efectiva, me parece la genial interpretación de Gonzalo Vega como Pancho, que aunque sigue el arquetipo del “macho reprimido”, endeudado y mezquino, pero al que logra darle más capas y mostrar un arco polifacético del daño de la presión social, pero siendo muy cuidadoso de hacer al personaje responsable de su falta de ética, y no esconderlo detrás del escudo del trauma. Todos los personajes femeninos de la trama tienen personalidades bien definidas (algunas marcadas por el humor, otras por la inocencia, otras por la locura), pero todas comparten la característica de la falta de control, estar a la deriva en un mundo que suprime sus voces (salvo quizá la de la ciega Ludovinia, que pese a ser víctima del sistema se niega a jugar el juego), atrapadas en sus esquemas familiares, laborales y sociales; pero para mí la mejor representación de la sociedad es el personaje de Octavio, un hombre que por tener una posición económica ligeramente mejor que la de sus pares se cree más cercano a la élite, ignorando su propia explotación y que se rige por una doble moral en la que no tiene empacho en llevar a su propio cuñado a un prostíbulo, pero reacciona con violencia cuando sus ideas preconcebidas de la masculinidad son vulneradas.


Mención especial antes de concluir merece la música, tanto la banda sonora original como las canciones diegéticas y extra diegéticas, que son clave para la construcción de la atmósfera de las distintas locaciones, mapear la realidad social de El Olivo (dotándole de una identidad profundamente mexicana sin sacrificarse la universalidad de los temas) explotando un recurso que, por su propia naturaleza, no puede estar presente en la literatura, y que contribuye a construir momentos de gran tensión y expectativa, sobre todo alrededor del baile de Manuela y el beso que se convirtió en clímax y la secuencia más memorable de toda la cinta.


El lugar sin límites es el infierno sobre la tierra, tomando como referencia para el título una línea de Fausto, pues el sufrimiento, el abandono y la soledad no conocen de fronteras. Pero si una historia chilena fue trasladada a México, escrita por un argentino y bien recibida en España (el propio Buñuel peleó por los derechos de la cinta) eso también nos habla de la universalidad del arte, y que hay otra cosa que no tiene límites, y es la capacidad humana para empatizar y encontrar puntos comunes con los demás.





Hasta el próximo encuentro…


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