El misterio del Goya robado
- raulgr98
- 26 ago
- 5 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! Todos mienten sobre el primer libro que los inspiró a ser escritores. Es algo natural, y para nada reprochable, tiene todo el sentido del mundo que, cuando tomamos la decisión de perseguir la literatura como carrera tratemos de emular a los grandes autores y autoras. Si bien es cierto que en nuestra vida adulta tenemos un abanico más grande de inspiraciones, y que al final de la vida, nuestra obra más veces de las que no será influenciada por escritores que conocimos en la madurez; sería absurdo suponer que Cervantes, Virgina Woolf o Shakespeare fueron para todos nosotros nuestra puerta a la escritura. Para la mayoría, estemos o no conscientes de ello, el gusanito de la creación literaria llega a nosotros siendo jóvenes, niños incluso, y puede que olvidemos aquel primer libro que nos dio la primera ilusión de jugar al autor, pero la pasión permanece arraigada en el alma.
Durante meses he escudriñado mi memoria, intentando identificar aquella lectura que me dio por vez primera la idea de escribir. Recuerdo mi primer cuento, un concurso en segundo de primaria, pero de entre todos los libros de los que mis papás me rodearon ¿cuál es la semilla? Durante mucho tiempo creí que eran las versiones infantiles de los clásicos de la literatura, de los que llegué a coleccionar muchos, pero súbitamente el vivido recuerdo de una portada regresó a mí. No estoy seguro de cómo llegó a mis manos, ni siquiera de si aún lo conservo (y al estar lejos de mi biblioteca, no puedo comprobarlo), pero aprovechando que estamos en la semana de cumpleaños de este espacio, abriremos el baúl de los recuerdos para compartir con ustedes el que ahora estoy seguro que fue el primer libro que me hizo plantearme, aunque fuera como juego, el ser escritor.
Una obra destinada a un público infantil y juvenil, el libro se trata, en esencia, de una novela de misterio. Internet afirma que tiene alrededor de ciento setenta páginas, pero cada vez que yo lo releía, lo hacía en una sola sentada. La trama es en apariencia sencilla, pero con giros que me fascinaron de niño: de un museo ficticio (años después descubrí estaba inspirado en el Prado) desaparece un pequeño cuadro, y un torpe detective de la aseguradora, Amadeo Bola, debe encontrar al culpable. De cada uno de los seis sospechosos principales (dos guardias, la dueña del cuadro, el diseñador del sistema de seguridad y dos trabajadores de alto rango del museo) sólo puedo recordar o el nombre o el apellido, pero creo que es digno de reconocer el fuerte trabajo de caracterización, pues años después aún recuerdo las ocupaciones, rasgos de personalidad y móviles de cada uno; así como los del personaje principal y un par de secundarios.
De un ritmo en extremo ágil, la lectura está llena de giros de trama y diálogos ingeniosos, pero su principal recurso es un buen sentido del humor. Puede ser que si lo releyera hoy en día me parecería un poco bobo, pero recuerdo una buena combinación de juegos de palabras, humor físico (derrumbar paredes falsas es un chiste recurrente) y humor circunstancial, con excelentes resultados. En gran medida el éxito del humor se debe al carisma del personaje principal, que logra balancear una innegable torpeza y un característico pesimismo ante la vida con suficiente ingenio y voluntad para que sea interesante seguirlo, y su inesperado triunfo sea disfrutado por el joven lector casi como una victoria propia.
Pese a su tono humorístico y familiar, el libro emplea muy bien la estructura de la novela de misterio, explotando muchos de sus elementos recurrentes: un planteamiento aparentemente imposible, indicios menores que posteriormente se revelan como claves, pistas falsas (incluso llega a introducir dos sospechosos adicionales a los seis principales, como despiste de la trama), ataques al detective, romances e incluso un poco de acción en el clímax. Hasta donde yo recuerdo, creo que el “cómo” se realizó el robo siempre fue un poco decepcionante (salvo en uno de los finales, que me parece el más completo), pero las repuestas al “quién” y el “por qué” fueron lo suficientemente satisfactorias para compensar esta debilidad narrativa.
En ese entonces no lo hubiera podido expresar así, pero viendo atrás lo que más disfrutaba del libro era que la redacción no era condescendiente conmigo, sino que me tenía respeto como lector. Muy rara vez, que yo recuerde, el autor (a través de su narración en primera persona) es redundante en la presentación de la información, optando por confiar en la memoria de su audiencia. El lenguaje no está sobre simplificado, pero tampoco es complejo al exceso (recuerdo que había expresiones que nunca entendí del todo, pero tiempo después comprendí que eran modismos españoles, nada que ver con dificultad lingüística). En ese mismo sentido, creo que la trama está diseñada para invitar a los jóvenes lectores a continuar explorando fuentes de conocimiento, y eso incluye sus referencias. No sólo es un Goya el cuadro robado, sino que un Velázquez juega un rol clave en uno de los finales, y el preguntarle a mi papá qué significaban aquellos nombres fue una de mis primeras lecciones de Historia del arte.
Dejo para el final el aspecto de la estructura, pues creo que es uno de los mayores aciertos del autor: al comienzo del libro se presenta, en lugar de un índice, un esquema de lectura, pues llega el punto del libro en el que el lector debe tomar decisiones por el protagonista, y hay capítulos que sólo pueden ser leídos en uno de los caminos. El resultado es cinco finales distintos (dos un tanto anticlimáticos, tres con resoluciones extendidas), en los que los culpables y el método de descubrimiento son distintos. Debo confesar, hice un poco de trampa cuando era niño, y nunca seguí ninguno de los caminos hasta el final, sino que leía por separado los primeros capítulos de cada opción para tomar la mejor decisión, y uno de los finales siempre me gustó más que el resto, pero la mayoría de las veces leía los cinco en la misma jornada, aprovechando que el autor, en los intermedios entre disyuntivas, siempre se aseguraba de recordar al lector que era posible regresar y tomar otras decisiones si la conclusión le parecía insatisfactoria. Ese nivel de interacción entre autor y lector fue algo que siempre admiré, y aunque mis propios empeños creativos no se han tomado la dinámica de forma tan literal, el poder de comunicación a través de páginas impresas es algo que siempre he respetado y buscado incorporar en todos mis trabajos.
Título original: El misterio del Goya robado
Autor: Jordi Sierra I Fabra
Año de publicación: 2001
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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