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El pequeño embaucador

No aparentaba tener más de seis, pero el niño parecía más listo que casi toda su familia. Con su pícara sonrisa y su nariz respingada, su rostro reflejaba todo menos inocencia, nadie confiaba en él. O al menos, nadie confiaría, si lo conocieran siquiera, pues el infante no vivía en el hogar familiar: su madre no era la señora de la casa, por lo que había crecido escondido en un lugar apartado, conociendo la vida de su padre y sus hermanos sólo por las historias que le contaban de ellos.


Pero ese día era su cumpleaños, y estaba harto del encierro, su curiosidad no tenía límites. Exploraría el mundo, regresaría con mil historias que contar, y sólo tal vez, su padre se acordaría que existía. Liberándose de las sábanas con las que con tanto celo su madre la envolvía, abandonó su refugio antes del crepúsculo. No estaba acostumbrado a caminar, pero el sendero parecía guiar sus pies, como si estuviera hecho para él. Un único accidente ocurrió en las primeras horas de su aventura, y es que tropezó con una roca verde; o eso creyó que era, pues al recogerla se percató que estaba hueca, abandonada en el camino por el animal que la portaba, una vieja tortuga. El niño sonrió ante su descubrimiento, y aunque aún no sabía qué hacer con ella, decidió llevarla consigo, pues nunca se sabe cuando pueda ser útil.


Poco más fue lo que caminó hasta llegar a la gran casa de su familia, cuando el sol aún no se ponía, pero llegó a tocar la puerta, pues algo llamó su atención en el jardín: cincuenta enormes vacas. de pelaje rojizo, cuidadas por un adolescente rubio. Guapo, alto y fornido, parecía relucir el naranja del cielo, pero su hermosura era estropeada por el perpetuo gesto de altanería en su rostro. El niño lo reconoció: era uno de sus hermanos mayores, otro de los bastardos de su padre; pero cuando éste dejó a su rebaño para entrar a la casa, la rabia embargó al pequeño ¿si los dos habían nacido fuera del lecho, porque a uno se le recibía y a otro no? Se ganaría su derecho a sentarse en la mesa familiar, se juró. ¿Pero cómo? Para entonces ya había anochecido, y en la oscuridad, el niño pensó. Entonces vio al rebaño, a su pequeño hallazgo, al mar que se encontraba bajando una colina, y una sonrisa malévola se dibujó.


Fue el plan perfecto. Partiendo el caparazón en dos, se amarró uno a cada pie, y subió la colina deslizándose, sin separar los pies del suelo. Los surcos que dejaba tras de sí carecían de forma, nadie hallaría en ellos el menor rastro de huellas. Cuando llegó con el rebaño, les acarició el lomo a todas y cada una, mientras cantaba suaves melodías de cuna, y con la paciencia y astucia que pocos tienen, les enseñó a caminar hacia atrás, y bajo el amparo de la oscuridad así descendieron la colina. Una vez que el pasto se transformó en arena, enderezó a su botín y lo guió a casa cuidando que las olas borraran las huellas del delito.


Una vez en su hogar, escondió cuarenta y ocho lo mejor que puedo, pero a dos desafortunadas, les cortó el cuello y las preparó para ser devoradas. Pero cuando estaban en el fuego, como siguiente parte de su plan, mandó los mejores trozos a la casa de su padre, ofreciéndoles a quienes la habitaban un regalo, un sacrificio desinteresado. Con los despojos, terminó sus juguetes: cortó las tripas de una manera tan delgada que parecían cuerdas, y las ató al caparazón, mientras que a los huesos los ahuecó, los ató juntos y les hizo agujeros. Soplara de uno de ellos, o rasgara las tripas del otro, sus invenciones producían sonidos hermoso, y con sus dulces armonías fue que se quedó dormido. A la mañana siguiente, volvió sobre sus pasos y tocó la puerta de la gran casa, ofreciendo información importante.


En el salón principal, había un gran alboroto. El engreído pastor de la noche anterior se quejaba de sus reses robadas, pero sus tíos y hermanos no hacían más que burlarse de él, pues ¿cómo era posible que las únicas huellas salieran del mar y subieran la colina? El que reía con más fuerza era el jefe de familia, ante el ridículo de las explicaciones de su hijo. Cuando los sirvientes trajeron frente a todos al infante recién llegado, algunos mostraron indignación ante el atrevimiento, otros simple curiosidad, pero todos aguardaron en silencio lo que tenía que anunciar.


—Señor mío, me honra estar ante tu presencia y la del resto de mi familia; pues soy tu hijo padre, y mucho he esperado por conocerlos. No quisiera llegar a este gran hogar con las manos vacías, así que con humildad ofrezco el siguiente servicio: veo a mi hermano atribulado, y si puedo ayudar a encontrar lo que perdió, no pido más que el derecho de ser recibido en esta casa como un igual.


El señor de la casa contempló con satisfacción la excelente forma de hablar de su hijo, uno al que apenas recordaba haber engendrado, pero esa mañana se sentía deseoso de humillar a su esposa, y estaba harto de las quejas del otro de sus vástagos, así que juró frente a todos que aceptaría las condiciones.


—Muy bien padre, se hará como tu dices. Hermano, se bien donde se encuentran tus animales, pues fui yo quien las robó bajo las estrellas. Pero antes de que me maldigas, debo confesar que si bien seré un truhán, soy uno honesto, y la carne que devoraron esta mañana se las envié yo, como muestra de respeto a la familia.


El hermano ofendido ardía de furia, pero el resto de la casa dudaba. Era cierto que el pequeño embustero había obrado mal, pero también que se había mostrado respetuoso de las formas. Además, el padre había jurado recibirlo en la casa, y esas promesas eran difíciles de romper, cuando el crío ya había cumplido su parte del trato. Fue la señora de la casa, humillada y resentida, quien habló:


—Eres muy atrevido, pequeño; pero te reconozco la maestría en tu juego. Has ayudado a encontrar las reses perdidas, y te las has arreglado para honrarnos al mismo tiempo que nos has engañado. Tu padre deberá cumplir su promesa, lleva a tu hermano con el tesoro, y cuando regreses este será tu hogar, pero —agregó con una sutil sonrisa de maldad— un robo es un robo. Cuando tu hermano tenga lo que es suyo, tiene el derecho a exigir una compensación, sea cual sea.


En silencio, los dos hermanos abandonaron la casa y caminaron hasta llegar a dónde las vacas estaban ocultas. El mayor, furioso, las contó deprisa para asegurarse que no lo estaban embaucado de nuevo, y encaró al pequeño ladrón:


—Tal vez no pueda evitar compartir techo contigo, pero tendré mi venganza, renacuajo. Tus dedos y tu boca son lo que exijo como compensación. Cuando los triture bajo mis pies, y te arranque los dientes a golpes, tendremos paz.


—Un justo precio, hermano mío. Pero si estoy destinado a ser un tullido para siempre, permíteme despedirme de mi habilidad dedicándote una canción.


Y así, cuando recibió el consentimiento de su hermano, que siempre se complacía de las súplicas, el pequeño sacó el caparazón de tortuga y tocó hasta cansarse, mientras veía como el rostro del ofendido cambiaba de la arrogancia al coraje, y de ahí al hambre.


—La música es lo mío, y debo reconocer que ese sonido me es grato. Entrégame este artilugio, y daré por satisfecho nuestro acuerdo.


Realizado el intercambio, los dos hermanos regresaron juntos a la casa de su padre, y en el camino, el menor de ellos sopló por los huesos de la vaca, despertando de nuevo las ansias del mayor de poseer el nuevo instrumento. Llegando al hogar familiar, lo arrastró a su cuarto y, a cambio del segundo objeto, le ofreció todos los juguetes que quisiera.


El pequeño embustero escogió tres, y cuando se hizo adulto se convirtió en un dios, transformándolos en sus símbolos: una vara en la que se enroscaban dos serpientes, unos zapatos con alas, y una espada de bronce; pues el hermano al que había engañado era el hermoso Apolo, y aquel pícaro tramposo, inventor de la lira y la flauta de Pan, se llamaba Hermes, quien de esta manera ganó su lugar en el Olimpo.

¡Bienvenidos pasajeros! Con esta historia regresó a la mitología, después de darme unas semanas de descanso. La razón por la que escogí este relato en particular es porque Hermes es uno de los dioses griegos con la mayor variedad de atributos: patrono de los comerciantes, de los oradores, de los viajeros y de los ladrones; y en este relato vimos emplear todas sus habilidades, y permiten entender por qué los antiguos los agruparon en una sola figura: si se quiere triunfar en alguna de estas tareas, la astucia es la cualidad fundamental.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío



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