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El poeta y el policía

Ciudad de México, 18 de febrero de 1913


Por cuatro años, Alfonso se había acostumbrado a no salir de su casa sin dos objetos en el saco: la pluma regalo de su madre, y una pistola que perteneció a su padre. ¿Qué hacía él, catedrático de la Escuela Nacional de Altos Estudios*, titulado como abogado hacía apenas un mes, mirando por encima del hombro, con la mano en un arma oculta, todo el día? De haber tenido elección, habría optado por cualquier otra vida, pero con menos de veinticuatro años, la única reputación a su nombre era la de ser hijo de un traidor.


Tras el infierno de los últimos días, en el que las mortíferas ráfagas ofrecían apenas unos respiros al día para retirar los cuerpos, aquella tarde parecía casi normal. Sí, el hedor a muerte permanecía en el aire, pero había más silencio que incluso el domingo de armisticio. En la lejanía, un pájaro incluso se atrevió a cantar.


El poeta siempre supo que la memoria del pueblo era frágil, pero no lo comprendió de verdad hasta aquella tarde, cuando comenzó el desfile. Indolentes ante la tragedia y el sufrimiento, la ciudad estalló con una algarabía que no se veía desde el centenario, y la arenga era una sola:


—¡Viva Félix Díaz, restaurador del orden!


“¿Ganaron entonces los de la Ciudadela?” se preguntó Alfonso. Diez días antes, habría celebrado con los demás, pues el gobierno de Madero apestaba a malas decisiones; pero ahora la restauración del viejo estatus le sabía amargo, pues el único de los rebeldes con la dignidad de tomar las riendas del país yacía muerto: los despojos de la República serían botín no de héroes, sino de advenedizos.


El poeta recordaba otra fiesta, la de la toma de protesta del presidente, quince meses atrás. Aquella vez también se habían gritado vivas, y desfilado los militares, pues la elección, habían dicho, fue casi unánime. ¿Cómo podían todos haber cambiado su opinión tan rápido, y ahora sonreír ante la caída del padre de la revolución? Es porque a la gente poco le importan banderas y partidos, se respondió a sí mismo, sólo sus necesidades inmediatas. Si los otros hubieran acabado con el caos, los habrían vitoreado de igual forma.


Entre los gritos de júbilo, el marchar de los caballos y el tronar de la banda de guerra, Alfonso distinguió un sonido más: el crepitar de las llamas. Durante los últimos días, más de un edificio ardió, pero ¿qué lllevaría a los victoriosos a quemar una nueva propiedad en el primer día de paz? Con cautela, se alejó del desfile triunfal, siguiendo el sonido del fuego, hasta que las vivas a Félix Díaz se transformaron en risotadas, y una exclamación muy distinta:


—¡Muerte al Ojo Parado!


Entonces, como si la cortina de humo y ceniza se abriera ante sus ojos, el poeta vislumbró el edificio en llamas. Se trataba de la sede de Nueva Era, el periódico de Don Gustavo, el único que había defendido la gestión de Madero en aquellos días de caos. Aquel diario nació el mismo día que el gobierno, y ahora el destino quería que fungiera también como su pira fúnebre.


En ese instante, contemplando el grotesco espectáculo, sintió su corazón detenerse cuando una mano se posó sobre su hombro. Al girar, se encontró frente al sudoroso rostro de Alberto Pani, el subsecretario de Bellas Artes, único hombre del gobierno en el que confiaba, pues lo había ayudado a publicar su primer libro hacía menos de dos años. El traje fino que siempre portaba se hallaba ahora sucio y desgarrado, y el hombre con los ojos llenos de desesperación se aferraba un hombro, empapado en sangre.


— ¿Licenciado? ¿Qué pasó?


—Traidores, traidores por todas partes. El presidente es prisionero, también todo el gabinete, o al menos los que no estaban de parte de los golpistas. Sólo Bonilla y yo logramos salir. ¡Tienes que ayudarme Alfonso, por favor! Lamento mucho lo de tu padre, si algo se hubiera podido hacer para salvarlo...


Alfonso lo silenció con un gesto. Con todo lo que había pasado, jamás podría llamarse a sí mismo amigo de un Madero, pero sería injusto culpar a otros servidores públicos de su tragedia personal. Él mismo le había suplicado a su padre que no se sumara a la carga contra palacio, pero el viejo siempre fue demasiado terco. Su muerte, aunque dolorosa, fue una inevitabilidad.


— ¿Sabe llegar a mi casa? Bien, mi vecino es médico, y el hombre más discreto que conozco. Entréguele esta pluma, así sabrá que yo lo envío. Lo acompañaré en cuanto pueda, sólo hay un hombre que puede evitar los excesos de la tropa.


Media hora más tarde, el poeta se encontraba en el recibidor de la Embajada de los Estados Unidos, esperando que se terminara un banquete. Al salir la mayoría de los invitados, logró alcanzar a ver el interior del salón del té, donde vio reunidos alrededor de un tablero de ajedrez, a un variopinto grupo:


De un lado de la mesa, estaba Wilson, tratando de recuperar el aliento tras una serie de carcajadas. Junto a él se encontraban tres extranjeros, más embajadores, supuso y un mexicano con el brazo en cabestrillo, su espía Enrique Cepeda. Del extremo opuesto, un puñado de uniformados: Maas, quien fue amigo de su padre, Mondragón, del que éste siempre había desconfiado, el rollizo Félix Díaz, y dos viejos a los que Alfonso no reconoció, uno de ellos parecía un vampiro, con lentes oscuros y gesto agrio.


— ¿Me decía, general Blanquet, que no habrá problemas de ningún militar? —preguntaba el embajador al otro de los dos generales ancianos.


— Ángeles es ya mi prisionero, junto con el hombre que mandaron a ponerle sobre aviso. Ninguno de los demás representa un riesgo, siempre y cuando nos apuremos a darle formalidad a nuestro...acto patriótico.


—Of course, of course. ¿Y el hermanito?


—La detención se realizó sin problemas —intervino el vampiro de lentes oscuros— tengo entendido que en la Ciudadela le preparan una fiesta.


Todos los reunidos rieron de nuevo, y alzaron sus copas. Tras terminar de beber, el embajador se aproximó al tablero.


—Let's finish this ¿shall we? Terminemos de una vez con esto. Mi estimado licenciado Reyes, ¿está listo el documento?


El poeta se sobresaltó al oír su propio apellido, pero quien respondió al llamado de Wilson fue un hombre hasta entonces oculto, y Alfonso reconoció a su propio hermano, festejando con los conjurados.


—He tenido a bien llamarlo Pacto de la Ciudadela. Los puntos son sencillos, desconocer al presidente, legitimar el golpe como un esfuerzo por restaurar el orden, nombrar un gabinete de emergencia. Cuando consigamos las renuncias, podremos pasar a la siguiente etapa, y todo será legal. Sólo me queda una duda ¿por qué no aceptó la presidencia interina Don Félix, ni ningún puesto en el gabinete?


—Querido Rodolfo, yo sólo quiero servir a mi nación. Mi intención siempre fue que su padre ocupara la presidencia que tantas veces le fue negada, pero ante su trágico deceso, no me siento digno de ocupar sus zapatos.


"Mentira", pensó Alfonso, escuchando detrás de la puerta, "si formaras parte del gabinete interino no podrías postularte a un periodo completo, miserable".


—Ya llegará el momento de nuestro Félix, señores. Creo que en estos tiempos, el general Mondragón será un excelente secretario de guerra. Por lo pronto, quiero que dediquemos otro aplauso al futuro presidente de México, mi excelente y muy estimado amigo, general Huerta.


Alfonso Reyes había escuchado lo suficiente. Se alejó de la puerta y esperó en el recibidor a que terminara aquella reunión. Tras ver a los invitados, más de uno apenas conteniendo el alcohol, interceptó a su hermano.


— Eres una vergüenza Rodolfo. Estamos todavía de luto.


—Es por padre que hago esto, Alfonso. ¿O acaso estás de lado de sus asesinos?


— ¡Por supuesto que no! Pero lo mataron hace diez días, Rodolfo, aún no hemos podido celebrar su funeral, y tú ya estás festejando. ¿Qué te prometieron?


—El ministerio de Justicia, Alfonso, lo que podría haber sido tuyo si hubieras tenido más valor. Debemos adaptarnos hermano, no confundas mi celeridad con falta de dolor. Las hostilidades tenían que terminar, y si algún provecho saca la familia, es sólo un beneficio adicional.


Rodolfo se soltó de su hermano y salió de la embajada. Alfonso Reyes, a quien el destino le tenía reservado convertirse en uno de los máximos intelectuales de su país, se quedó solo en el recibidor de la Embajada, preparando un plan de huida, pues su corazón le decía que sólo en el exilio encontraría un poco de paz.




Dos horas antes, el teniente Gustavo Garmendia, inspector general de policía de la Ciudad de México, escoltaba al presidente a una sesión de emergencia del gabinete. Como oficial del estado mayor, su única preocupación era la seguridad del señor Madero, pero le preocupaba no contar con los hombres suficientes. Aquella tarde, sólo cinco hombres armados se encontraban en el salón. Su único consuelo era que todos, dirigidos por el coronel Morales, formaban parte de lo que Don Gustavo llamaba "los leales", no había un sólo uniformado en aquella sala en la que el oaxaqueño de veintinueve años no confiara.


Aún no había comenzado la reunión de estrategia. cuando diez soldados más entraron al salón. Al frente iban dos superiores de Garmendia, el coronel Riveroll y el mayor Izquierdo, ambos recién adscritos al estado mayor por recomendación del general Blanquet, responsable por los últimos días de salvaguardar a los habitantes de palacio.


—Teniente, queda relevado de sus funciones. Recibimos una amenaza de seguridad, nosotros nos haremos cargo del señor presidente el resto de la jornada —ordenó Riveroll.


Su formación le obligaba a obedecer a un oficial superior, y a punto estuvo de asentir, cuando uno de los soldados más jóvenes, Marcos Hernández, le susurró al oído.


—Teniente, recuerde el consejo del Ojo Parado.


"Si las órdenes no vienen firmadas por Morales o por Ángeles, no acates", fueron las palabras con las que se despidió el jefe del servicio secreto, antes de partir a una comida con Victoriano Huerta.


El teniente permaneció en silencio, buscando pretextos para negarse a cumplir, cuando reconoció a una persona vestida de civil, que se escondía detrás de los militares recién llegados. Lo había visto una sola vez, meses atrás, pero su nombre estaba presente en reportes diarios durante los últimos días, identificado como un espía del embajador norteamericano.


— ¡Es Cepeda! ¡Con el presidente! ¡Son traidores!


Antes de darle a los recién llegados tiempo de reaccionar. desenfundó su pistola y disparó, alojándose su bala en la frente del mayor Izquierdo. Eso era una corte marcial, pero Garmendia no tenía cabeza para preocuparse por su propio destino. Mientras las paredes quedaban agujereadas por las ráfagas, gritó con desesperación a los miembros del gabinete que se pusieran detrás de los soldados.


Oculto atrás de una mesa que había tirado para protegerse, con el rabillo del ojo vi como uno de los caballeros tropezaba y quedaba rezagado. Sólo hasta que que Riveroll le apuntó con su arma lo reconoció como el presidente. En dos segundos, cuatro cosas pasaron: La primera, el traidor, presa del pánico, disparó contra el presidente. La segunda, uno de los soldados leales se atravesó para recibir el impacto. Casi al instante, Garmendia salió de su improvisado refugio para alojar una bala en el negro corazón de Riveroll, y recibió a su vez un disparo en el abdomen de uno de los otros traidores.


La refriega terminó pronto. De los diez traidores, nueve yacían acribillados, sólo el espía Cepeda, con el brazo herido, se las había ingeniado para escapar. El presidente se encontraba a salvo, y de su gabinete sólo el subsecretario Pani había resultado herido, pero los defensores quedaban reducidos a cinco: el coronel Morales se encontraba tumbado en un charco de su propia sangre, y el valiente que había dado su vida por la de Madero era el joven Marcos Hernández.


— ¿Se encuentra bien, teniente? —le preguntó el presidente, ayudándolo a ponerse en pie. Garmendia revisó su herida, apenas una rozadura, y asintió. Madero continuó, viendo el cadáver con un gesto conmovido— ¿Se llamaba Marcos verdad? Me aseguraré que a su familia no le falte nada.


—Señor presidente, con respeto, la prioridad es sacarlo de aquí.


—Sus hombres nos escoltarán por la escalera secreta, al patio. Necesito hablar con la guarnición, debe de haber muchos leales entre ellos.


—Debo insistir, no puede arriesgarse. Yo hablaré con ellos...


—¡Hay más personas en este palacio, teniente, con vidas tan valiosas como la mía! Estaré bien, buen hombre, pero usted debe sacarlas de aquí. ¡Es una orden!


Contra todo su instinto, el capitán asintió, y permaneció impotente como el presidente era escoltado fuera de la habitación, con dos soldados y un puñado de civiles como única compañía. Tras vendarse la herida con un trozo desgarrado de la camisa, salió a recorrer todas las habitaciones del segundo piso de palacio.


Al primero al que encontró fue al intendente, el capitán Bassó. Aquel hombre nunca le había caído bien, una herencia de la ancestral rivalidad entre soldados y marinos, pero en aquellos momentos, no fue necesario ningún intercambio de palabras: ambos aceptaron en silencio dejar las rencillas atrás. Juntos, se dirigieron al despacho personal del presidente, atraídos por un tumulto.


El espectáculo que encontraron fue a dos uniformados, más miembros del Estado Mayor, pateando a un hombre delgado, vestido con formalidad, quien se encogía en el suelo. Sin dudar un instante, mató a uno de ellos, y el capitán se hizo cargo del otro. Cuando limpiaron la sangre de la cara del herido, lo reconocieron como Sánchez Azcona, el secretario del presidente.


Garmendia escuchó la puerta abrirse a sus espaldas, y se giró con el arma aún en mano, pero en el instante antes de disparar reconoció a los tres recién llegados. El soldado, con el uniforme ensangrentado, era el capitán Federico Montes, uno de los pocos hombres de lealtad incuestionable. Con el cañón de su pistola aún humeando, escoltaba a dos funcionarios sorprendentemente serenos, el diputado Urueta, amigo de Don Gustavo, y el embajador cubano, que había pasado las últimas noches en Palacio.


—Están arrestando a todos los civiles —informó el capitán —matan a los que se resisten. De puro milagro pude salvar al diputado, y de camino aquí me crucé con el señor embajador. ¿El presidente?


—A salvo, por el momento. Me ordenó que sacara de aquí al resto del personal.


—Somos sólo tres, teniente. Necesitamos más hombres.


—Por eso debemos separarnos —intervino Bassó— Capitán, yo no soy su superior, pero le ruego que me escuche. Ángeles debe de venir de regreso de Chapultepec, debe interceptarlo y ponerlo sobre aviso, que traigo todos los refuerzos posibles. La celeridad es lo más importante, deberá actuar solo. Garmendia y yo continuaremos con la evacuación.


—Me debo llevar al menos al licenciado Azcona, está demasiado herido para continuar.


—De él yo me encargo —dijo el embajador— no creo que tengan el valor para detener a un dignatario extranjero. Si alguien me pregunta, diré que es mi asistente. Le buscaré un médico y regresaré a ayudar en lo que pueda. Es libre de acompañarnos si gusta, señor diputado.


—Más seguro será para ustedes si van los dos solos. Yo seguiré con estos valientes, al menos unos momentos más.


Los siguientes minutos fueron los peores de la vida de Garmendia, pues habitación por habitación sólo encontraron cuartos vacíos. En algunos, los peores, alcanzaron a distinguir manchas de sangre. Sólo fue en el último que encontraron una señal de esperanza, pues los traidores aún no se llevaban a su prisionero, que luchaba por resistirse a los intentos de amordazarlo. Una vez abatidos los enemigos, liberaron al hombre al que identificaron como Federico González Garza, el gobernador del Distrito Federal. El teniente de la policía alcanzó a cerrar la puerta justo antes de escuchar pasos en el pasillo, con una tranquilidad que sólo podía indicar que se trataba de enemigos.


—Es muy peligroso llevarlos por el pasillo —dijo, presa de la ansiedad.


El diputado Urueta, quien había pasado los últimos minutos viendo por la ventana, susurró:


—Este costado de Palacio está despejado.


—Son dos pisos... —comenzó a protestar el teniente, pero antes de continuar se fijó en el intendente de palacio, quien a gran velocidad anudaba la cuerda con la que los traidores pretendían atar a su cautivo.


—Ya ve como hay aprendizajes útiles en la marina, teniente —dijo Bassó, atreviéndose a esbozar una pequeña sonrisa— no es tan larga para que llegue hasta el suelo, pero si se descuelgan, lograrán saltar de forma segura.


Lista la cuerda de escape, el teniente abrió la ventana y ayudó al capitán a arrojarla. Tras una acalorada discusión, el diputado Urueta aceptó escapar junto con el licenciado González Garza. Puesto que no había de donde amarrarla, Bassó y Garmendia recurrieron a todas sus fuerzas para jalarla de un extremo mientras sus compañeros huían a la seguridad de la calle. Quedándose solos, se atrevieron a decir en voz alta lo que ambos llevaban minutos temiendo.


— ¿No encontraremos a nadie más, verdad?


—No hay nada más que podamos hacer. Nuestro lugar ahora es con el presidente.


No pudieron avanzar más de diez metros antes de encontrarse con un pelotón enemigo, pero antes de que los pudieran ver, el intendente se aferró de su brazo.


—Yo los distraeré, teniente. Encuentre a Madero.


Gustavo Garmendia asintió, y mientras corría, alcanzó a ver por última vez al capitán de marina, dispuesto a enfrentar él sólo a un grupo de traidores. Apunto estaba de llegar a la escalera que daba al patio de la guarnición, cuando la herida se volvió a abrir y el teniente colapsó en el piso. Incapaz de ponerse de pie, habiendo agotado sus fuerzas por el momento, no pudo más que ver hacia el patio como Madero y sus secretarios, acompañados de los dos escoltas, llegaban al lugar donde la guarnición se reunía. Por qué habían tardado tanto era algo que el teniente de policía no podía comprender.


El hombre al mando de la guarnición, que se acercó a estrechar la mano del presidente, era el viejo Aureliano Blanquet.


—General Blanquet —comenzó el presidente— Palacio Nacional ha sido invadido, le ordeno que disponga a sus hombres para...


—Señor presidente, lamento mucho decírselo, pero el día de hoy yo no estoy a sus órdenes.


En ese momento se escucharon dos disparos, que abatieron a los dos leales que se acercaban al presidente, pero sólo dos. Parecía que Blanquet prefería prisioneros a asesinados, al menos por el momento. Garmendia, aún sin poder levantarse, tomó su pistola. Quizá no pudiera salvar a Madero, pero al menos mandaría al infierno a aquel bastardo. Pero en el fragor del combate, había calculado mal sus municiones. Impotente y herido, con una pistola sin balas como única compañía, el teniente alcanzó a escuchar antes de perder el conocimiento el intercambio entre el presidente y el general.


—Es usted un traidor.


—Y usted, un hombre muerto.

*Hoy Facultad de Filosofía y Letras


¡Bienvenidos pasajeros! Con el relato de hoy hemos llegado al fin de lo que se conoce en la historiografía como la Decena Trágica, pero eso no significa que nuestra historia haya llegado a su fin. En la recta final, veremos los días siguientes al final del golpe, y espero que esa conclusión sea de su disfrute.





Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío













*Hoy Facultad de Filosofía y Letras

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