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El preso y la pluma

Sevilla, septiembre de 1597


En la soledad de su celda, el español se lamentaba de su mala suerte. Lo habían encerrado acusado de defraudación fiscal, pero se sabía inocente de aquella injusticia ¿Qué culpa tenía el recaudador de qué el banco donde depositaba las tercias y alcabalas para las guerras del rey hubiera quebrado?


Tras firmar, le pasó al carcelero la carta que había dirigido a Don Juan de Austria, héroe contra los turcos, confiando en que este lo auxiliara en aquel enredo, pero entonces se percató que quedaban aún muchas de las hojas que le habían entregado en blanco, la vela aún no se consumía, la pluma estaba lista y el tintero aún fresco. Cansado como estaba, con el peso de sus cincuenta años encima, se preguntó si sería bueno dejar por escrito sus memorias para la posteridad.


La cuestión era sobre qué escribir. ¿Su familia? Un barbero y su esposa, y de sus seis hermanos el único con el que aún mantenía contacto era con Rodrigo, su compañero en la guerra y el cautiverio. ¿Su hogar? Apenas recordaba Alcalá de Henares, pues lo había dejado de sólo cuatro años para iniciar un largo peregrinar: Valladolid, Córdoba, Sevilla y Madrid, siempre huyendo de los acreedores de su padre.


¿Su educación? Nunca formal y nunca completa, aunque siempre había sentido fascinación por la poesía, la gramática y sobre todo el teatro. Quizá se hubiera vuelto actor, de no haber sido por el maldito de Antonio Sigura. Habían pasado ya veintiocho años, pero aún recordaba a la perfección su mirada condescendiente, sus insultos, su bravata. Recordaba también la sangre en su florete. El director de teatro se había buscado ser retado a duelo, y debería estar agradecido de haber salvado la vida, pero aquello no le importó al juez. Cuando se enteró de la orden de aprehensión, tuvo que huir a Italia de cuyos grandes maestros aprendió mucho.


El cardenal Acquaviva ya había fallecido, pero el preso recordaba con cariño al hombre que lo había puesto a su servicio, y de cuya mano había viajado en una nueva travesía: De Génova a Roma, siguiendo por Palermo, Milán, Florencia, Venecia, Parma y Ferrara. Sonrió al recordar a su segundo patrón, el capitán Diego de Urbina, quien le ofreció el indulto si se enlistaba en la armada que Felipe II mandaba contra los turcos.


Se tocó entonces la mano izquierda, inmóvil y muerta desde el 07 de octubre de 1571. Lepanto, el día más grandioso de su vida, y que recordaba como si hubiera sido ayer: el rugir furioso de las olas, los barcos astillados chocando uno contra el otro, la cruz cristiana y la media luna del islam entrelazadas en combate. Recordaba también los dos golpes de arcabuz: el del pecho que lo había mandado con fiebre al hospital, y el de la mano, que la había vuelto eternamente inútil. Sin duda jamás viviría mejor día que aquel, la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.


De haber tenido mejor suerte, hubiera pasado el resto de sus días en el mar, como lo intentó al principio. Dos años en expediciones en Navarino, Corfú, Bizerta y Túnez, dos más en Italia, de Sicilia a Cerdeña, de Lombardía a Nápoles, donde lo había encontrado Rodrigo para llevarlo de regreso a España. La fortuna no lo quería así. En septiembre fueron capturados por los turcos y en cadenas lo llevaron a Argel. Quizá lo habían confundido con alguien importante, porque pidieron quinientos escudos por él.


Cinco años cautivo, cuatro intentos fallidos de fuga, todos organizados por él. Torturado pero no ejecutado, esos años le sirvieron para entender mejor a los infieles, maravillarse de sus libros, sus palacios y sus baños. Quizá algún día escribiría un relato de aquel tiempo, pero por el momento debía terminar de rememorar.


Lamentablemente los años restantes no habían sido tan excitantes, marcados por trabajos de baja paga en Lisboa y en Madrid. Pensó en La Galatea, su primera obra, que juraba que algún día terminaría. Pensó en Ana, la única mujer a quien había amado a pesar de estar casada. Pensó en Isabel, la hija ilegítima que le había dado y con quien nunca había hablado. Pensó en Catalina, su esposa, a quien no veía en once años, desde que se había lanzado a buscar aventuras por Andalucía. De ahí, sólo quedaban los trabajos de burócrata en Toledo y en Sevilla, cuyas desventuras lo habían finalmente llevado a aquella prisión.


Definitivamente había tenido una vida interesante, pero que aun así se merecía ser contada, pues no se acercaba a la de una novela de caballería. Sin embargo, algo debía escribir, pues sabía que se volvería loco si el papel permanecía en blanco, y el a solas con sus pensamientos.


Repentinamente, todo lo que le había rondado por la cabeza encajó como si de piezas de un rompecabezas se trataran: caballería, locura, Alcalá, un hidalgo cincuentón, una vida de mala suerte y un mundo con miles de entuertos por deshacer. Inspirada, la pluma comenzó a rasgar el papel:


“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.


¡Bienvenidos pasajeros! En esta ocasión el breve cuento que les comparto son las circunstancias que llevaron a Miguel de Cervantes a escribir Las aventuras del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, la obra más importante en lengua española. A partir de la publicación del primero de dos volúmenes de la obra, el español vivió de forma acomodada y tranquila el resto de sus años, que por la falta de caos no resultan tan interesantes como su juventud. La lección es sencilla: recomiendo investigar el contexto de todo lo que leen, pues hay ocasiones en que la vida del autor es tan literaria como la obra misma.




Hasta el próximo encuentro


Navegante del Clío

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