El rey de Arcadia
- raulgr98
- 31 oct 2024
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―Teman al peregrino gris ―advertían los embajadores de Atenas, Tebas y Esparta, pero el monarca no era hombre propenso a dejarse intimidar por rumores.
Quien fuera testigo del desprecio con el que desdeñó a los visitantes lo tomaría por un escéptico de las murmuraciones y augurios, pero el rey de Arcadia en verdad se consideraba el más ferviente creyente de toda Grecia. No cabía duda en él de porqué sacrificios insuficientes en las fiestas habían precedido tormentas y relámpagos. Sólo él conocía el rostro que se escondía tras la capucha del peregrino gris…
Dos semanas después sería el turno del suntuoso reino de organizar el festival en honor a los dioses que todo griego debía celebrar, y el señor, en concilio con sus cincuenta hijos, no reparó en gastos para los preparativos. Cien carneros fueron traídos de los campos cercanos, nuevos templos se erigieron, las columnas de reluciente mármol fueron bañados en oro y el fuego sagrado ardió con más brío. Finalmente, el primero de los doce días de fiesta, un anciano encorvado, cubierto con nada más que una capucha andrajosa, cruzó las puertas de la ciudad.
No parecía nada más que un mendigo insignificante, pero hombres y bestias se encogían al verlo pasar, buscando refugio en las sombras. Dejando desierta la ciudad a su paso, caminó empuñando su retorcido báculo por el ágora y el templo, observando en silencio las muestras de devoción de la última ciudad. Con el pasar de las horas, lentamente la vida volvió a la ciudad, pero un sentimiento de extrañeza permanecía en los corazones. El rey dio los discursos inaugurales, la sangre de los carneros se derramó por los blancos escalones y las festividades comenzaron. Fiesta, bebida y oración coexistían, y aunque la fachada era la de algarabía, más de uno se sentía observado, y la presencia del extraño encapuchado se hizo sentir en los momentos más inesperados. Pocos se atrevieron a verlo de reojo, pero ninguno pudo percibir su rostro, siempre oculto, desde el alba, en que llegó hasta el ocaso del doceavo día, cuando por fin se encaminó al palacio real.
Cuando el peregrino gris entró al salón de audiencia, lo que halló fue un altar de oro y plata, recién forjado, y una estancia abarrotada: cuarenta y nueve príncipes vestidos de gala y quizá el triple de soldados, en relucientes armaduras. En el centro de todo, se hallaba ufano el rey de Arcadia, con una corona de hierro sobre las sienes y una daga negra en la mano.
―Sé quién eres, visitante; no hay necesidad de artificios. Espero que la celebración haya sido de su agrado, mi señor Zeus.
Entonces el peregrino gris se levantó la capucha, y el rey de los dioses sonrió. No esperaba ser reconocido tan pronto, pero sabía que aquel mortal era demasiado listo como para revelar el secreto. A diferencia de todas las otras ciudades, los habitantes de aquel reino habían tenido la cortesía o la sabiduría de no rechazar al forastero andrajoso, y así habían evitado su ira. Sólo quedaba una última ceremonia, una última ofrenda antes de regresar al Olimpo, y la abundancia bendeciría a aquel pueblo, quizá destinado a ser el más grande de toda Grecia.
Pero el rey de Arcadia aún tenía algo que probar, y habló:
―Sólo yo te he reconocido, pues soy tu más devoto seguidor. Ahora, ofreceré a tu eterna gloria un verdadero sacrificio, ese al que ningún falso creyente se ha atrevido.
Y por una vez en su inmortal existencia, el miedo paralizó a Zeus, pues intuyó lo que estaba por acontecer, pero atado por las Moiras, no podía hacer nada por impedirlo. Ante su impotente mirada, dos de los soldados revelaron una forma oculta tras una columna: un pequeño ser que se retorcía contra sus captores. Sucio, apenas vestido, el cautivo era poco más que un niño, el más insignificante de los esclavos, pero aún era una vida humana, lo más valioso que se puede ofrecer. No importaron ni los gritos ni los esfuerzos, pues la criatura no tardó en ser arrastrada hasta el altar, dónde con extrema reverencia, el rey en persona le degolló la garganta.
Fue hasta que la vida del inocente se extinguió que Zeus pudo reaccionar de nuevo, y cerca estuvo de derribar todo el palacio ante aquella ofensa. ¿Qué significaba la vida de un niño para él? Nada, los dioses juegan con la vida de los mortales todo el tiempo, pero ese es un derecho reservado para los inmortales, ningún hombre, por rey que fuera, podía tomarse tales atribuciones. Y en los ojos del rey de Arcadia, el dios vio una avidez, una sed que revelaba la maldad que los fanáticos ocultan tras sus oraciones.
Zeus no habló, se limitó a señalar al mortal con su dedo índice, y hielo en la mirada. Un trueno sonó en la lejanía, y el destino del rey de Arcadia quedó sellado. Retorciéndose de dolor, el cruel señor y cuarenta nueve de sus hijos, los que accedieron a ser cómplices de tan atroz crimen, cayeron al suelo, con los ojos inyectados en sangre. Adoptando su columna nuevas formas, apenas consciente de su propia transformación, contempló con horror como los rostros de sus hijos se extendían hasta tornarse en hocicos, como uñas y dientes se afilaban y las ropas se desgarraban al crecer sus cuerpos, cubiertos de negro y áspero pelaje.
Pero mayor fue el horror de los soldados testigos de aquel castigo, pues cuando la transformación terminó, con la luna iluminando el palacio, la que antaño fue la familia real no sentía más que sed, un deseo irrefrenable de morder, desgarrar, asesinar, y se abalanzaron sobre el despavorido ejército.
El intento de lucha fue corto. Cuando terminó, la noche del doceavo día, un río de sangre bajaba del palacio real, bañando Arcadia para temor de sus habitantes. Para cuando llegara el alba, Zeus habría juzgado a aquel reino inocente de la crueldad de su señor, resucitaría al esclavo sacrificado y encumbraría en el trono al único príncipe inocente; pero el sol aún no salía, y en la oscuridad sólo reinaban la muerte y la desesperanza; y una avidez que nunca se llenaría. Sabiendo que la caza sería eterna, Licaón, otrora rey de Arcadia y ahora primero de los licántropos, alzó su vista a la luna y aulló.
¡Bienvenidos pasajeros! Después del vampiro y el hombre invisible, retornamos a las raíces clásicas para conocer el origen de otro de los grandes monstruos de la cultura occidental: el hombre lobo, quizá el más aterrador de todos, pues es reflejo de nuestra propia naturaleza cruel.
Hasta el próximo encuentro....
Navegante del Clío
Nunca he entendido ese tipo de castigos, que sólo traen mal al otros humanos inocentes.