El rostro del mal
- raulgr98
- 13 abr 2023
- 3 Min. de lectura
Morelos, abril de 1919
"Te veré en el infierno, Guajardo"
Aquellas palabras, última maldición de un desharrapado cuyo nombre ya olvidaste, sólo otro más de los cincuenta que pasaste por las armas hace dos días. Y aún así, no te puedes desprender de la angustia que se resiste a abandonarte desde entonces.
—¿Por qué habré de arder yo en el infierno? —te preguntas, antes de reclamarle al fantasma de rasgos difusos— Yo no te maté. Culpa al Caudillo, quien solicitó tu ejecución para darme su confianza. Culpa al presidente, que le dio el visto bueno al procedimiento. Culpa a Bárcenas, tu jefe, que te entregó para salvar su propio pellejo. O ya que estamos, cúlpate a ti por haberte pasado a nuestro bando. Dios no sonríe a los traidores.
Tus hombres ya están listos entre los muros de lo hacienda, y detrás de los costales. Todos están a la espera del Caudillo, pero tú no te puedes quedar quieto. Se han intercambiado telegramas, pero nunca lo has visto en persona. Cuando lo tengas enfrente ¿reconocerás el mal en su rostro? A fin de cuentas, esa es la razón por la que estás haciendo esto, salvar al país de un rebelde, un violador, un asesino.
¿Qué es lo que te inquieta entonces? ¿Lo que hiciste para llegar hasta aquella tarde? Mentirle al Caudillo, ofrecerte unirte a los suyos era necesario, no se le podía agarrar en buena lid. ¿Y en cuanto a las pruebas de lealtad? No había otra salida, debía creerse el embuste. O al menos eso quieres creer...
Porque sueñas con los muertos: los hombres de Bárcenas frente al paredón, a los que recibiste con brazos abiertos cuando traicionaron al Caudillo, con los que bebiste, peleaste y apostaste, Pero ves también a los caídos en Jilotepec, hombres leales a tu causa, a los que mataste justo ayer, cuando le arrebataste a tu propio ejército la plaza, como la segunda prueba, la muestra definitiva, la que te había conseguido esta reunión. ¿Si todo había sido por el bien mayor, por qué tu corazón duda?
El trotar de once caballos te distrae de tu estupor, y te paras erguido frente a la puerta, como el buen soldado que eres. Los rasgos del que va a la cabeza concuerdan con la descripción que te han dado, así que sonríes y extiendes los brazos.
—¡Mi general! Aquí está el parque que le prometí.
Tratas de buscar crueldad en los ojos de tu interlocutor, pero no encuentras más que dureza y serenidad. Para tu decepción, es sólo un hombre, no más virtuoso o malvado que muchos otros que han derramado sangre en esta guerra. Entonces, rehúsas la mirada, por un instante dudas, te planteas dar marcha atrás, pero la señal está dada.
La corneta suena despacio, tres veces; y tras el silencio, le toca a las balas tocar su sinfonía. Los caballos gimen, pero los jinetes aceptan el destino sin protestar. En unos instantes, todo se acaba. El Caudillo está muerto.
"El Caudillo está muerto" te repites incrédulo, y cuando el subalterno te lo confirma, un suspiro de alivio se extiende entre todos los presentes, tú incluido. Con la misma celeridad con la que llegó, tu duda se marcha, sustituida por orgullo embriagante.
—Hice lo imposible —murmuras, y tu mente se pierde en una fantasía: cabalgas en orgullosa montura, arrastrando tras de ti el cadáver del peor enemigo del presidente, listo para recibir las recompensas que te prometieron semanas atrás: el ascenso a general, y cincuenta mil pesos en monedas de plata.
La sensación de humedad en tu zapato te regresa a la realidad, y ves que te has hundido casi hasta el tobillo en un charco carmesí, la sangre del Caudillo y su escolta, los hombres a los que acabas de asesinar. Protestas asqueado, pero cuando ordenas que te traigan algo para limpiarte ves que tus manos también están manchadas, tu ropa, tu sombrero, quizá incluso tu rostro.
Hay un pozo de agua clara en aquellos terrenos sangrientos de Chinameca, y corres hasta ahí para enjuagarte, mientras un coro de voces taladran tus oídos.
"Te veré en el infierno, Guajardo"
"Dios no sonríe a los traidores"
Y cuando te asomas al pozo, en el fondo, ves por primera vez el rostro del mal.
Es tu reflejo, que con repulsión te regresa la mirada.
¡Bienvenidos pasajeros! Hace algún tiempo publiqué un relato sobre León Toral, el asesino de Obregón, y desde entonces en ocasiones imagino una antología sobre los homicidios más famosos de la Historia de México, narrados desde la perspectiva del perpetrador. En esta ocasión quise probar los límites de este proyecto con probablemente el que menos justificación tiene de todos ellos: Jesús Guajardo, quien el 10 de abril de 1919 dio muerte a Emiliano Zapata.
Espero que hayan disfrutado este pequeño experimento, y si la retroalimentación es positiva, quizá sea momento de expandir la idea.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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