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El significado del miedo

No puedes ver nada, salvo las ráfagas de luz que salen esporádicas de un lado u otro del campo, buscando un cuerpo caliente en el cual encajarse. No hay luna, y el humo ha cubierto por completo la tenue palidez de las estrellas. ¿Sonidos? Hasta los disparos son eclipsados por los gemidos de los moribundos, y en cuanto a los olores, no tienes el arrojo suficiente para describirlos, pues hasta esta noche no hubieras creído que la putrefacción en vida fuera algo posible. Tus manos se aferran a tu arma, pero no sientes el frío del metal, han pasado la noche abrazados, cubiertos de fango hasta la cintura, en la humedad de la trinchera. Te preguntas si aún servirá, o si tu falta de descuido te valdrá otra amonestación del oficial supervisor.

 

No temes a la muerte, la conoces de cerca; desde aquella mañana hace tres años, cuando encontraste a tu padre tirado en el dispensario, con los pulmones atrofiados y el riñón hinchado. No, a lo que temes es a la indisciplina, a la autoridad. Has agotado toda tu capacidad de sollozar, pero en este agujero de miseria y dolor, en un nebuloso sueño dentro de un sueño, vuelves a tener cinco años, y estás sirviendo de recadero a tu padre muerto, llevando un mensaje a la estación de policía. Nunca sabrás lo que decía aquella nota, sólo recuerdas las risas de los oficiales mientras te llevaban a la celda. “Esto es lo que le pasa a los niños malos” habían dicho antes de cerrarla con llave. Fueron tres minutos, una broma inocente de un hombre cruel, pero aún hoy te sientes entre barrotes, y en tus pesadillas, los alemanes visten como agentes de la ley. Y aun así, estás aquí: tú, que nunca aprendiste a conducir porque hasta una posible infracción de tránsito despierta tu miedo a la autoridad, te encuentras al otro lado del Canal de la Mancha, jugando a matar y a morir.

 

El oficial grita una orden y todos los que quedan vivos salen de la trinchera, corriendo a ciegas hacia el terror. Tú los sigues, tratando de pensar en cualquier otra cosa más que el peligro, pero has olvidado el color de tus mapas, el sabor del fish and ships de tu madre, el sonido de la voz de tus hermanos. En la oscuridad, tratas de imaginar que estás en un túnel del metro, pero los silbidos que te rodean no son de ningún transporte, sino de las ráfagas de muerte. Mientras sientes a tus compañeros caer a tu alrededor, sigues corriendo, y el sudor que empapa tu cuerpo es frío, encogiendo aún más el uniforme. Nunca encontraron uno que te quedara del todo, y la creciente humedad empeora todo. Lo que más te incomoda son las vendas que te obligan a atarte a los tobillos, para que las botas entren. De repente, el calambre; el tropiezo, el piso, y aunque uno de tus oídos es ahora inútil, lleno de fango, el otro alcanza a percibir un murmullo de otro mundo, que dice con sorna “está demasiado gordo”.

 

Los proyectiles te penetran una y otra vez, y la quemazón te parece familiar. No creíste nunca que una herida por arma de fuego se sentiría así, y no puedes evitar que tu mente curiosa divague. Siempre creíste que una bala se sentiría más como un cuchillo, pero el dolor es el de una vara de caucho, inclemente contra tus nudillos. ¿Por qué es tan parecido? ¿Será acaso que lo estás imaginando? ¿O acaso puedes ver el futuro? La oscuridad te envuelve, y mientras tu consciencia se pierde, la misma voz lejana repite una palabra:


— ¿Joven? ¿Joven? ¡Joven!...


Londres, agosto de 1917


Alguien le tiene que golpear la nuca para que salga de la ensoñación. El joven telegrafista vuelve a estar en la fila de reclutamiento, y el insistente intruso en su tenebrosa fantasía es un impaciente teniente, harto de su extenuante turno.


—Apenas ha cumplido la mayoría de edad, joven. Usted debería estar en la escuela, no aquí. ¿Cómo es que ya trabaja?


— Escuela…nocturna, señor. Colegio de ingenieros. El trabajo es una obligación, no tengo padre. Mis hermanos ya están en el frente, y mi madre…


— Razón de más para rechazarlo. Además, ya le dije que usted está demasiado gordo.


El telegrafista no iba a suplicar, pero no sabía cómo evitar semejante humillación.


—Señor, todos mis amigos fueron a la guerra. Sería una vergüenza…


—Vergüenza es que haya decidido presentarse, sabiendo su condición. Mi decisión es final. ¡El que sigue!


Y sin admitir réplica alguna, tomó un sello y dictó sentencia en la hoja de reclutamiento: la tinta negra decía C3 en el apartado de clasificación, que el teniente aclara en una rígida caligrafía: “libre de enfermedades graves, tiene condiciones para servir desde casa…sólo apto para trabajo sedentario”.


Aceptando en silencio la condena, el telegrafista abandona la estación de reclutamiento. Mientras se acomoda en su lugar favorito, un vagón de tren, reflexiona sobre su mala suerte acariciándose las cicatrices en los nudillos. No tenía tendencias suicidas, ni quería enlistarse por un patriotismo abstracto. Pensaba que si experimentaba un miedo más allá de lo razonable, sería capaz de olvidar el significado que le daba hoy: para él, el miedo eran tres minutos en una celda, y una tira de cuero estallando contra sus nudillos en el colegio a la menor equivocación.


Ese día volverá a la rutina normal, a las ocho horas en la oficina de telégrafos, la cena en silencio, el transporte en metro a la escuela nocturna. Ahí continuará aprendiendo de ingeniería, de geografía, de política, de economía y de historia, y aunque se enorgullece de ser de los mejores de la clase, le frustra saber que ninguna de ellas le acercará a la verdad que busca.


Pero esa tarde todo cambiará, pues en la estación de tren encontrará un anuncio pegado. Lo lee, y el recluta rechazado experimenta una sensación de esperanza, pues se ha topado con una actividad que le permitirá llegar a la verdad, explicar la incógnita que ha buscado por casi quince años, desentrañar el verdadero significado del miedo.


Esa misma tarde, Alfred Hitchcock se inscribe a su primer taller de escritura creativa.

¡Bienvenidos pasajeros! De los talleres de escritura, Hitchcock pasó a la publicación en revistas, y de ahí a convertirse en uno de los más icónicos directores de la Historia, aún en la búsqueda de definir el miedo, misión de toda su vida. De esta manera cerramos su semana homenaje con esta historia de origen agridulce, pues aunque él sobrevivió por un azar, y logró encontrar en el arte y no en la guerra las respuestas que buscaba ¿qué sería de este mundo si tantas otras vidas no hubieran sido sesgadas antes de tiempo?




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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