top of page

El tesoro bajo el arroz

En algún lugar de China


Cerca de un lago oculto por los árboles vivía un granjero de mal corazón. Avaro y rencoroso, nunca se supo de él que compartiera lo suyo con sus vecinos, y los desamparados preferían pasar frío que tocar a su puerta. Sólo una cosa anhelaba aquel hombre, y era tener una esposa, pero las mujeres rehuían su presencia. ¿Cambió su actitud el granjero, intentó probar con un poco de amabilidad? No, se convenció a sí mismo que las doncellas del pueblo lo odiaban porque envidiaban su éxito, y que de cualquier modo él estaba por encima de todas ellas.


Pasaron los años y el hombre se fue llenando de amargura, cada vez más convencido de que el matrimonio era lo único que le sería vedado. Furioso, vengaba su frustración con las criaturas de la región, con quienes se comportaba de forma aún más cruel que con los hombres y mujeres. Una mañana, vi un grupo de siete cisnes volar por encima de su casa y experimentó un odio que nunca antes había sentido ¿cómo era justo que él sufriera, cada día más viejo y más solo, pero que tan cerca suyo, como si pretendieran burlarse de él, existieran criaturas tan puras, con una belleza que no merecían? Eso pensaba el truhán, y tomó la decisión de arrojarles piedras, sin otro motivo que el placer de verlos caer de los cielos.


Ni una vez les atinó, pero los siguió con la mirada hasta verlos descender, no muy lejos de la granja. “Deben de estar en el lago”, pensó; y su retorcida mente decidió emprender el sendero oculto entre los árboles, con la intención de reír mientras le retorcía el pescuezo a por lo menos una de aquellas criaturas. Caminó y caminó, pero cuando por fin llegó al agua ni fueron aves lo que encontró, sino doncellas; siete de las mujeres más hermosas que había visto nunca, bañándose sin pudor alguno en las cristalinas aguas. Reían, jugaban, eran felices, y eso sólo hizo que el malvado granjero las odiara más.


Pero entonces notó algo colgando en la rama de un árbol: siete capas blancas, una por cada una de las mujeres desnudas. Al acercarse, comprobó que aquellas prendas estaban hechas de plumas de cisne, y recordó algo que había oído contar alguna vez, de las doncellas del cielo que bajaban al mundo de los mortales con la forma de aves. En su infinita soberbia, el granjero se dijo que había una razón por la que las mujeres del pueblo lo rechazaran, y es que estaba destinado a poseer uno de aquellos tesoros, lo que lo haría mejor que cualquier mortal. Así, escondido tras un matorral, lejos de los inocentes cisnes, el malvado conjuró un siniestro plan.


Cuidándose mucho de no ser visto, estiró su largo brazo y arrancó de la rama la más cercana de aquellas capas y aguardó en silencio hasta que las doncellas terminaran de bañarse. Una por una, aquellas mujeres salieron del agua, tomaron la capa emplumada y al ponerla sobre sus hombros, se metamorfosearon en cisnes y emprendieron el vuelo. Todas salvo una, que quedó sbandonada a la orilla del lago, rogando sin obtener respuesta que sus hermanas volvieran por ella. Fue entonces que el granjero salió de su escondite y dijo:


—¡He capturado tu capa, bella doncella, y las leyes de los dioses dicen que ahora me perteneces! ¡Vuelve conmigo a casa, pues he de hacerte mi mujer!


Así comenzaron los largos y desdichados años de la que fue la más joven de las doncellas cisne, convertida ahora en mortal. Durante los primeros meses, trató de huir de la granja, encontrar el tesoro que le había sido robado, negarse a las exigencias de aquel hombre brusco y vulgar; pero sus esfuerzos fueron infructuosos, pues aquel que se llamaba su marido era un hombre tan astuto como cruel, que cuando no la obligaba a compartir su lecho la forzaba a trabajar el campo y la casa. Las lunas se sucedieron, el granjero se tornó cada vez más gordo y ruidoso, pues su cautiva asumió todas las labores, y la infortunada mujer se refugió en la rutina y la resignación a tal grado que olvidó quién era antes de él; las dos hijas que se vio obligada a darle al monstruo, su única fuente de consuelo, e incluso ésta apenas la sombra de una alegría, pues temía el destino que les aguardaba a aquellas inocentes criaturas cuando alcanzaran la madurez.


Un día, el granjero entró tambaleándose a la casa, con la vista nublada por la bebida, y gritó una orden a la mujer:


—¡Tú! ¿Crees que porque cosechaste la siembra tus labores han terminado? Ve al granero y coloca el arroz en los cestos para que los lleves al mercado mañana. ¡Más te vale terminar antes del ocaso!


La cautiva no dijo nada, ni siquiera miró al hombre; sólo suspiró y se dirigió al granero, al que rara vez su marido le permitía entrar. Al encontrar los canastos, descubrió que uno ya estaba repleto de arroz, viejo y enmohecido, pero la mujer no lo cuestionó, pues en aquella casa las preguntas no eran bien vistas. Horas completas pasó llenando canastos grano a grano, hasta que seis quedaron repletos del blanco grano. Sólo una tarea quedaba, y era apilarlos, pero la jornada había sido larga y a la mujer casi no le quedaban fuerzas, un ligero temblor en su muñeca fue suficiente para que el peso la venciera, y siete canastos tropezaron unos con otros, desparramando el arroz por el suelo. Casi podía sentir el puño del hombre cruel sobre ella, y sus ojos se llenaron de lágrimas; faltaba muy poco para la puesta de sol. Era imposible terminar la tarea a tiempo, pero al menos lo debía intentar. Grande fue su desesperación al notar que no sólo había tirado los canastos que ella había llenado, sino aquel viejo cesto cuyo propósito desconocía.


Mientras la mujer intentaba averiguar cómo empezar el intento de salvar aquella terrible situación, notó algo extraño debajo de los granos esparcidos, algo que había permanecido oculto en el viejo canasto. Movida por una extraña sensación, removió los granos hasta sentir la suavidad de las plumas. ¡El tesoro oculto bajo el arroz era una capa de cisne, y brillaba casi como la llamara a casa! Entonces, como si se rompieran unas cadenas, los recuerdos brotaron a chorros hacia la mente de la doncella, quien por primera vez en años supo quien era de verdad y de dónde venía. Iluminada por la última luz del crepúsculo, sonriendo por primera vez desde aquel desgraciado día en el que se bañó en el lago, colocó la capa sobre sus hombros. Así, la séptima doncella cisne regresó a su casa, donde fue recibida por brazos abiertos por sus hermanas, que llevaban largos años sufriendo en silencio, impedidas por la ley para correr en su auxilio.


¿Cómo podía haber sido tan descuidado el malvado granjero, que se ufanaba de su propia astucia? Durante los primeros años había custodiado aquel tesoro con celo, pero como todos los tiranos, grandes y pequeños, al ver los ojos de su prisionera llenarse de apatía, se convenció de que su poder era invencible, y que había dominado a la doncella a tal grado que era imposible que se atreviera a dejarlo, y dejó que el tiempo borrara de su mente el último de sus escondites, abandonado en aquel granero. Grande fue su furia al descubrir que su presa había escapado, justo cuando sentía que su victoria sobre ella era absoluta. Sólo un consuelo tenía su ego herido, y es que aún poseía algo que lo hacía superior a cualquier otro mortal: las dos niñas, que habían heredado la belleza de su madre, y eran tan inocentes como la aurora.


Durante un año las vio crecer, y las vigiló con tanto celo, día y noche, que algo cambió en su interior, y al verlas sonreír, correr y jugar la codicia con la que las vigilaba se transformó en un sentimiento cálido, que casi podría confundirse con cariño. Puede que con el tiempo, por primera vez en su vida, aquel miserable hubiera conocido el amor, pero los dioses decretaron que almas tan malvadas no merecían la redención, y proporcionaron a quien por años fue su víctima la oportunidad de robar su propio tesoro, permitiéndolo al cisne soltar cinco plumas con la salida del sol, y cinco con la puesta, diez cada día. Las recogió con esmero y paciencia, y al día siguiente que se cumpliera el año de su liberación, descendió a la granja por última vez.


Asomado por la ventana del granero, el hombre malvado vio a un cisne bajar de los cielos, cargando algo en cada pata, aunque no alcanzaba a apreciar qué. Las dos niñas, en la puerta de la casa, reconocieron algo familiar en la elegancia del ave, y algo despertó en sus corazones al descubrir que aquello que cargaba eran dos capas, de plumas blancas. Muy tarde el granjero entendió que era lo que estaba pasando, y aunque corrió con todas sus fuerzas, fue demasiado tarde, abrió la puerta del granero sólo para ver como las inocentes criaturas colocaban las nuevas capas por primera vez sobre sus hombros.


Así, los siete cisnes celestiales se convirtieron en nueve, dos nuevas doncellas descubrieron su verdadera naturaleza bajo el ala amorosa de su madre, y el granjero otrora altivo quedó de nuevo solo, sin más compañía que canastos vacíos, y un suelo lleno de granos de arroz.


¡Bienvenidos pasajeros! Descubrir que el arquetipo de la doncella cisne, presente en las mitologías germanas, irlandesas y eslavas, por mencionar solo un puñado de ellas; tiene su versión documentada más antigua en China ha sido quizá la sorpresa del año en lo que a mis investigaciones culturales se refieren. Todos han escuchado alguna versión de la historia, pero lo que muchos desconocen es que antes del amor romántico (el lago de los cisnes es el referente inmediato), si nos remontamos a criaturas como las valquirias, las versiones originales del mito tenían más que ver con nociones de conquista e ingenio que de amor, ignorando que, en muchos sentidos, se trata de secuestros. El relato de hoy es una adaptación libre de la versión china del mito, moviendo el énfasis a lo moralmente reprobable del acto en lugar del cariz trágico (para el hombre) que comúnmente se imprime a la historia.






Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío



Entradas recientes

Ver todo
Sólo un lector es suficiente

Oxford, abril de 1944 “El águila y el niño” estaba casi vacío aquel mediodía de martes. La cerveza escaseaba entre más se alargaba la guerra, y en las últimas semanas el pub mantenía sus puertas cerra

 
 
 
Todos los caminos llevan a Oz

Aún no saben que están destinados a encontrarse, pues hay entre ellos quienes aún no han nacido. Mucho los une, las alegrías, las penas, hasta el estado de nacimiento, pero aún les quedan muchos dolor

 
 
 
No por mí, sino por Roma

Año 458 a.c. He corrido hasta perder el aliento, y cerca he estado de morir a manos de mi propia toga, pues pocas veces se ha visto a tantos esclavos despertar a sus amos antes del alba, pues hay una

 
 
 

Comentarios


bottom of page