El testamento del mercader de la muerte
- raulgr98
- 19 dic 2024
- 4 Min. de lectura
San Remo, diciembre de 1896
Mientras ligeros copos de nieve cubrían su abrigo, la dama dijo para sus adentros que siempre había disfrutado de las navidades italianas, y que poder viajar es el único placer material que le queda. Desapercibida entre la multitud, regia pese a vestir con modestia, era una mujer difícil de descifrar, una contradicción andante. La que carecía de amigos que la ayudaran, pero había estrechado la mano de presidentes, zares y emperadores, La condesa que por veintitrés años había tenido que trabajar para comer, la aristócrata en la miseria; la esposa conservadora que desprecia la tradición, la corresponsal del periódico sionista que atraviesa Europa para la lectura del testamento de un antisemita.
La lectura, como esperaba, fue tediosa. Noventa fábricas, cuatro empresas, trescientas cincuenta y cinco patentes, la lista de bienes parecía interminable, y la condesa no sabía bien que hacía ahí. Había conocido a Alfred veinte años atrás, pero sólo había trabajado como su secretaria por tres semanas. Claro que nunca dejaron de escribirse, pero nunca lo había vuelto a ver. Entre más hablaba el notario, más incómoda se sentía, pues aunque había querido a Alfred, y vivía convencida que había logrado encontrar al ser triste que se escondía detrás del ermitaño, había algo que nunca le perdonaría. ¿Cómo un hombre que vio a su hermano morir en una explosión de nitroglicerina, y que fue testigo de primera mano de como Europa estaba a punto de colapsar por un incesante desfile de guerras, era capaz de inventar la gelignita, la dinamita, la balistita, todas ellas asesinas. "Es para minería" le había dicho alguna vez en una carta, pero incluso aunque le hubiera creído, eso no justificaba que hubiera convertido Bofors, la acerera de su padre, en una fábrica de cañones. No, lloraría a Alfred como a un amigo, pero debía admitir que el mundo estaba mejor sin su obra.
Súbitamente se percató de algo, y es que en el reparto se había hablado de propiedades y acciones, pero casi nada de dinero se había repartido, apenas un poco del patrimonio. Fue entonces cuando el notario anunció:
"En cuanto a los activos, ha sido la voluntad del señor Nobel que la mayor parte de estos, poco más de treinta y un millones de coronas, sean depositados en un fondo de inversión, y destinados para premiar a hombres, mujeres y organizaciones meritorias en cinco categorías".
Interesada por primera vez, la condesa puso atención. Un comité del parlamento sueco decidiría los galardonados, sin importar la nacionalidad. "Química", "Física", tenía sentido, se había especializado en ambas. "Medicina", extraño; pero fue enfermizo toda su vida, quizá espera que otros no padezcan sus males. "¿Literatura?", claro que habían intercambiado opiniones de libros durante los años de correspondencia, pero nunca pensó que le interesaran tanto. Y justo cuando creyó que no habría más sorpresas, el hombre terminó la lectura:
"El último premio será otorgado por un comité de cinco personas elegidas por el parlamento noruego. Es mi expreso deseo que este sea para aquellos que durante el año precedente hayan trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y para la celebración o promoción de procesos de paz".
Tan anonadada quedó la condesa que no se percató de cuando la estancia quedó vacía, y apenas escuchó leves murmullos de impugnación de parientes inconformes. Sólo muy tarde, cuando se encontraba casi sola, se levantó de su asiento y se dirigió al hombre que los había convocado.
"Puedo entender los otros, pero ¿paz? ¿Le dio Alfred alguna explicación?"
"Ninguna, madame, pero me atrevería a decir que fue por usted".
"¿Por mí? No lo había visto en viente años, trabajé con él muy poco tiempo".
"Y aún así deseó que estuviera aquí, pese a no ser familia ni beneficiaria directa en el testamento. No me atrevería a hablar por el señor Nobel, pero que conservara todas sus cartas es señal de que la apreciaba más de lo que se imagina..."
"Como periodista tal vez, como escritora, puede que incluso como mujer, alguna vez, pero el premio..."
"Como todas esas cosas, madame, pero siguió su carrera como activista con mucho interés. Sólo una vez me recomendó un libro, en quince años de trabajar para él. Fue una novela, hace unos siete años, y la releyó poco antes del final, ¿le gustaría saber cual fue?"
Y con un apretón de manos, el notario se despidió dejándole en las manos un gastado volumen que guardaba en un maletín, y las palabras "¡Abajo las armas!" en la portada. El hombre se despidió con una convicción innegable:
"Su libro fue de los últimos que Alfred Nobel leyó en su vida. No se preste a engaños, este premio, lo decidió por usted".
¡Bienvenidos pasajeros! Que el inventor de la dinamita establezca un premio a los defensores de la paz es una de las más famosas contradicciones de la historia. Nobel nunca explicó la razón de su testamento, y muchos misterios permanecen ¿por qué las categorías que eligió? ¿Por qué uno se entrega en Noruega, y los otros cuatro en Suecia? ¿Fue acto impulsivo, un remordimiento de conciencia, o una búsqueda activa de un mejor legado? Nunca lo sabremos, pero se puede especular, y la influencia que tuvo en él la condesa Bertha von Suttner, quien ganaría ese mismo Nobel en 1905, y quien murió sólo seis días antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, dinamitando el trabajo de su vida, es un buen punto de partida para especular.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Siete años del libro
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